El bondadoso
emperador, el soberano absoluto de todo el mundo civilizado, que
ciertamente carecía de motivo alguno para lamentar su suerte, se
deleita en expresar su contento por el curso normal de las cosas, y en
señalar la belleza de aquellas partes donde los observadores vulgares
no podían apreciar ninguna. Observa que hay una corrección e incluso
una gracia encantadora en la vejez tanto como en la juventud; la
endeblez y decrepitud de un estado son tan conformes a la naturaleza
como el florecimiento y el vigor del otro. La muerte es asimismo una
conclusión tan propia de la edad avanzada como la juventud lo es de la
infancia o la vida adulta de la juventud. En otra ocasión destaca que
así como afirmamos que un médico manda a una persona montar a caballo o
tomar baños de agua fría o andar descalzo, así deberíamos decir que la
naturaleza, la gran conductora y médica del universo, ha ordenado a tal
persona una dolencia o la amputación de un miembro o la pérdida de un
hijo. Por la receta de los médicos normales el paciente traga muchas
pociones amargas y soporta muchas operaciones dolorosas. Se somete a
todo con la muy incierta esperanza de recuperar la salud. Del mismo
modo, gracias a las recetas más severas del gran médico de la
naturaleza, el paciente puede contribuir a su propia salud, su
prosperidad y felicidad, con la más plena garantaía de que no sólo
contribuyen sino que son indispensables para la salud, la prosperidad y
la felicidad del universo, para el desarrollo y avance del egregio plan
de Júpiter. Si así no lo fueran, el universo jamás las habría
producido: su omnisciente arquitecto y conductor jamás habría permitido
que tuviesen lugar. Todas, incluso las más pequeñas de las partes que
coexisten en el universo, se adaptan mutuamente a la perfección y todas
contribuyen a componer un solo sistema inmenso e interconectado; y
todos los acontecimientos que se suceden, incluso los más
insignificantes, forman parte y parte necesaria de esa gran cadena de
causas y efectos que no tuvo principio y no tendrá final, y así como
todos derivan necesariamente de la organización y diseño original del
conjunto, todos son esencialmente necesarios no sólo para su
prosperidad sino también para su mantenimiento y preservación. Quien no
abraza cordialmente todo lo que le sobrevenga, quien lamenta su
destino, quien desea que no le hubiese tocado, pretende en la medida en
que pueda detener el movimiento del universo, romper la gran cadena de
sucesos cuya evolución es lo único que puede lograr que el sistema
continúe y se preserve, y por alguna pequeña conveniencia propia
desordenar y descomponer toda la maquinaria del mundo.
Seguidamente pasa Smith a refutar la ética estoica—es sólo un consuelo para la desdicha, pero no una guía de vida. En nuestras vidas seguimos, muy razonablemente y por naturaleza, otro plan: el de que nos afecten las cosas que nos afectan más que las que nos caen lejos: nuestra felicidad, nuestra familia, nuestros conocidos, nuestro país, nos importan más que otras consideraciones que puedan ser más importantes de por sí, para una consideración objetiva que pertenece a los dioses más que a los hombres. Smith llama por tanto a llevar una vida activa y emprendedora, y no a una vida de contemplación sobrellevando pasivamente el mundo.
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