martes, 12 de agosto de 2014

Montaigne y la construcción social de la realidad

Leyendo estos días tanto los Ensayos de Montaigne como La Construcción Social de la Realidad, de Berger y Luckmann, he observado entre ellos un parentesco intelectual. En ambos libros se expone una teoría de la realidad como construida—es un sistema de convenciones y no una evidencia inapelable. Una especie de ficción teatral —con la diferencia de que nos tomamos en serio los papeles que se nos asignan en la obra. Frente a esa certidumbre a la hora de identificarnos con nuestro papel, Montaigne prefiere a veces la duda, y suspende muchas veces el juicio ante la diversidad de creencias y opiniones. Así será la educación de los sabios:

"Que haga que todo lo pase por su tamiz sin alojarle cosa alguna en la cabeza por simple autoridad y crédito. Que no sean principios para él los principios de Aristóteles, como tampoco los de los estoicos o epicúreos. Que le propongan esa diversidad de juicios: escogerá si puede, y si no, permanecerá en la duda. Solo los locos están seguros y resolutos.

Che non men che saper dubbiar m'aggrada.
[Que, tanto cual saber, dudar me agrada:
                            DANTE, Inferno 11, 93]." ("De la educación de los hijos", 186)

Pero los cuerdos suelen estar bastante locos en este sentido...

Montaigne era un escéptico, y ese escepticismo resultó ser una ayuda a la hora de permitirle ver ciertos aspectos de la realidad—de esos que están ahí delante para todo el mundo pero que se esconden más que Wally en una multitud, o que una carta robada en el despacho de un ministro.  El escepticismo frente a la realidad permite cuestionar las explicaciones que te dan sobre ella, y cuestionar incluso lo que habías tomado como evidencia de partida. Así pues, Montaigne consiguió ver que la realidad no es tan sólida como nos parece; o más bien, que lo que tomamos por realidad sólida e incuestionablemente palpable no es con frecuencia sino un tejido de expectativas, convicciones, convenciones y creencias—algunas de esas creencias con tan poco fundamento como las que llevaban a la gente seria de sus tiempos (y de todos los tiempos) a degollarse en las guerras de religión. Son las mayores sandeces las que en el espectáculo de la vida pública suelen cortar el bacalao, arrastrar a las masas,  y utilizarse como ideales y faros-guía para convencerle a la gente de que entreguen por ellas su vida, sus posesiones, su libertad y su criterio—el que no han tenido nunca, para empezar.




¿Y por qué seremos así? Por la naturaleza humana, desnaturalizada por la cultura, o modelada por ella en formas con frecuencia absurdas o irracionales. Somos modificables, observa Montaigne, como si no tuviésemos sustancia propia. "Los osos pequeños, los perros, muestran sus naturales inclinaciones; mas los hombres, al lanzarse irremisiblemente en hábitos, opiniones y normas, se transforman o disfrazan con facilidad" ("De la educación de los hijos", 186). La cultura nos hace, y, artificiales que somos, nos encontramos como en casa en ese entorno artificial, y lo confundimos con la naturaleza. Esta constatación es la primera condición para formular una teoría constructivista de la naturaleza humana, de la cultura, y la realidad humana.

Es dudoso que esta ciencia sobre el hombre sea buena o deseable para la generalidad de los hombres. Puede disolver el mundo. Montaigne escribió ensayos, pero se cuidó bastante de exponer sus opiniones en su propio círculo social. Quizá considerase su propia visión sobre la realidad como no necesaria para los demás, ni conveniente.

"Tenía razón Aristón de Quíos al decir antaño que los filósofos perjudicaban a sus oyentes, pues la mayor parte de las almas no están preparadas para sacar provecho de tales enseñanzas, las cuales, si no son para bien, son para mal: "asotos ex Aristippi, acerbos ex Zenonis schola exire" [porque podían salir unos disolutos de la escuela de Aristipo, y unos amargados de la de Zenón: CICERÓN, nat. deor. 3,77]." ("Del magisterio", 178)

Es éste un aspecto cuestionable de la visión de Montaigne, pues llevaría a cada comunidad social y a cada escuela de pensamiento a encerrarse en sí mismas, en lugar de participar en el intercambio racional de ideas y a la búsqueda de una comunidad de pensamiento a los que, por otra parte, apela Montaigne. Y es que quizá la contradicción latente en su pensamiento sea la de hacernos pensar que todo es igualmente relativo y arbitrario, cuando en realidad hay modos de acción, percepción y pensamiento que se prestan más que otros a ser compartidos y comunicados. Y la cultura es ante todo comunicación, aunque pueda también resultar en aislamiento y confrontación de grupos, ideologías y sociedades.

Es especialmente interesante el ensayo sobre la costumbre. Termina Montaigne recomendando atenerse a las costumbres de la propia sociedad: siendo que todas son relativas, más vale no turbar la paz social, razona, y esconder nuestras opiniones si disentimos. Es una conclusión muy conservadora, pues, para una filosofía muy atrevida. Porque entretanto lo que ha hecho Montaigne es socavar todas las certidumbres sobre las que reposa el consenso social—todo consenso social: las creencias, mitos, y convenciones que fundan el orden social. No tienen más sustancia que la que les damos—y de ahí que acabe concluyendo que es mejor no quitarles esa sustancia tan tenue, por temor a que todo se disuelva.  
 
El pensamiento escéptico de Montaigne muestra que el efecto de naturalidad que nos producen las cosas es una especie de ilusión óptica, producto de la convención y de la educación que hemos recibido. Es aquí donde anticipa la noción de socialización tal como es expuesta por los constructivistas Berger y Luckmann. Según estos, el individuo, al desarrollarse, se identifica con otros sujetos significativos en la sociedad (en principio sus padres) e internaliza así la realidad vivida por ellos, la realidad cultural que le enseñan—que es relativa, situada y contingente—confundiéndola con la realidad sin más. La versión de la realidad que nos da nuestra primera educación cuando éramos niños es un tejido de mitos, pero esos mitos los tomamos por verdades sólidas y literales. Y así se crea la realidad, y se mantiene día a día, a medida que adoptamos una identidad en nuestra sociedad, por socialización y asignación de papeles en este teatro social. 
 
Más sobre esto dije en este artículo a cuenta de Berger y Luckmann. Así explican éstos la socialización que interiorizamos para pasar a creernos que somos quienes somos y que lo que nos rodea es también lo que nos dicen:

En la socialización primaria no hay problema de identificación. No hay una elección de otros significativos. La sociedad le presenta al candidato para la socialización un conjunto predefinido de otros significativos, a los que ha de aceptar como tales sin posibilidad de optar por otras disposiciones. Hic Rhodus, hic salta. Uno ha de arreglárselas con los padres con los que el destino le ha obsequiado. Esta injusta desventaja inherente a la situación de ser niño tiene la consecuencia obvia de que, aunque el niño no es simplemente pasivo en el proceso de su socialización, son los adultos quienes establecen las reglas del juego. El niño puede jugar al juego con entusiasmo o con resistencia hosca. Pero, ay, no hay otro juego a la vista. Esto tiene un corolario importante. Ya que el niño no tiene elección a la hora de seleccionar sus otros significativos, su identificación con ellos es cuasi-automática. Por la misma razón, es cuasi-inevitable que interiorice la realidad particular de ellos. El niño no interioriza el mundo de sus otros significativos como uno más entre muchos mundos posibles. Lo interioriza como el mundo, el único existente y único concebible, el mundo sin más. Es por esta razón por la que el mundo interiorizado en la socialización primaria está atrincherado en la conciencia mucho más fuertemente que los mundos interiorizados en socializaciones secundarias. Por mucho que se haya podido debilitar el sentido original de inevitabilidad en una serie de desencantos subsiguientes, el recuerdo de una certidumbre que nunca se ha de volver a repetir—la certidumbre del alba primera de la realidad—todavía sigue adherida al primer mundo de la niñez. La socialización primaria lleva a cabo, de este modo, lo que (por supuesto, retrospectivamente) puede considerarse como el truco de ilusionismo más importante con el que la sociedad embauca al individuo: hacer aparecer como necesidad lo que de hecho es un amasijo de contingencias, y darle así sentido al accidente de su nacimiento. (The Social Construction of Reality,155, traduzco).

En Montaigne esta percepción o ruptura del velo de ilusiones aparece, cuatrocientos años antes, tal que así—hablando de la fuerza de la costumbre:

Los de Creta, en tiempos remotos, cuando querían maldecir a alguien, rogaban a los dioses le hicieran caer en alguna mala costumbre.
    Mas el principal efecto de su poder es apoderarse de nosotros y dominarnos hasta tal punto que apenas esté en nosotros el liberarnos de su influencia y volver a nuestro ser para discurrir y razonar sus órdenes. En verdad, al mamarlas con la leche materna y al presentarse el rostro del mundo en este estado ante nuestra primera mirada, parece que hayamos nacido con la condición de seguir esta marcha; y parece que sean generales y naturales las ideas comunes que hallamos vigentes a nuestro alrededor y que nos han sido imbuidas por la semilla de nuestros padres.
    De donde viene que lo que está fuera del marco de la costumbre, creémoslo fuera del marco de la razón; sabe Dios con qué sinrazón, con harta frecuencia. Si así como nosotros, que nos estudiamos, hemos aprendido a hacer, cada cual, al oír una justa sentencia, inquiriese en su interior cómo le concierne propiamente a sí mismo, daríase cuenta de que esta no es tanto una agudeza como un buen latigazo a la común necedad de su entendimiento. Mas recibimos las opiniones de la verdad y sus preceptos como si fueran dirigidos al pueblo y no a nosotros mismos; y, en lugar de aplicarlos a nuestras costumbres, cada cual los relega en su memoria muy necia e inútilmente. Volvamos al imperio de la costumbre.
    Los pueblos educados en libertad y que se dirigen por sí mismos consideran monstruosa y contra natura cualquier otra forma de gobierno. Piensan lo mismo los que están hechos a la monarquía. Y por mucha facilidad que el destino les ofrezca para cambiar, en cuanto se han librado, con grandes dificultades, del estorbo de un señor, corren a implantar uno nuevo, con parejas dificultades, al no poder decidirse a odiar la dependencia.
    Gracias a la intervención de la costumbre cada cual está contento del lugar en el que la naturaleza lo ha colocado; y a los salvajes de Escocia no les interesa Turena, ni a los escitas Tesalia. ("De la costumbre y de cómo no se cambia fácilmente una ley recibida", 155).

Creo por tanto que podemos darles a Montaigne, y a los escépticos griegos que le precedieron,  el título de los primeros constructivistas: los que miran la religión de su pueblo, así como sus ideas políticas e instituciones, sus creencias y modales, y ven allí mitos, ficciones, y una obra de teatro social que se contempla mejor (o se ve distinto) desde un asiento apartado de la escena. 
 
Podemos también meternos en la ficción, e incluso cambiar de papel. Ahora, lo que no podemos hacer en ningún caso es salirnos del edificio del teatro.


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