Gigantes los hubo, según la Biblia: habitaron la tierra antes del Diluvio Universal. También aparecen en diversas variantes en muchas mitologías, nórdicas, mesopotámicas y otras que ni siquiera conozco—pero ahí están, tan seguro como que haberlos haylos. Los jayanes y hombres salvajes de las leyendas y fantasías medievales (la Edad Media es nuestra última inmersión en la Edad Oscura) suelen ser corpulentos, cuando no tienen un tamaño gigantesco. Me acuerdo ahora de los hombres salvajes que reaparecen en las novelas de caballerías y pastoriles, o en los capiteles de las catedrales, y que vienen de tiempo atrás, de los orígenes de la historia, y de lo más remoto de nuestra infancia. Cuando somos niños vivimos rodeados de gigantes, y nos vamos incorporando a la cultura humana a la vez que salimos, poco a poco, del mundo de los gigantes—al final hasta llegamos a olvidar que alguna vez existieron fuera de las ilustraciones de los libros de cuentos.
Me acuerdo del hombre salvaje Enkidú, en el Poema de Gilgamesh: ya en la primera obra literaria que pervive aparece este ser medio bestia y medio hombre, que acaba siendo el fiel amigo del protagonista—y se lamenta de haberse civilizado y haber adquirido con ello consciencia de su mortalidad. Enkidú es en cierto modo el primer evolucionista, o por lo menos el primer hombre que evoluciona a partir de las bestias. Claro que en la historia del jardín del Edén podemos ver también la historia de la humanización, una historia protoevolucionista como la historia de la Creación en el mismo Génesis. El mito hebreo tampoco es precisamente optimista, con respecto a las ventajas de haber adquirido la consciencia y haber sido expulsados del Paraíso. En la historia edénica se reúnen, como en las leyendas sobre gigantes, las dos infancias: la de la humanidad, y la de los individuos—es una historia de experiencia y maduración personal del individuo (mediante la consciencia del pecado) a la vez que una historia de los orígenes de la humanidad—ontogenia y filogenia, siempre extrañamente entrelazadas en la experiencia humana y en sus representaciones.
Pero derivo—no quería hablar yo de los gigantes del Génesis, sino de los que aparecen en la Odisea. Suele identificarse la tierra de los cíclopes con Sicilia, y estos gigantes van asociados en otros mitos a Vulcano, que supuestamente tendría su fragua bajo el Etna. Lo cierto es que los cíclopes de Homero son menos tecnológicos: en el canto noveno de la Odisea aparecen precisamente como el prototipo de la humanidad sin ley ni cultura ni sociedad establecida. Allí llega Ulises, viajero por muchas naciones, tras dejar el país de los Lotófagos:
Vemos que sí tienen vino los cíclopes, y quesos también, y hablan—lo que (a pesar de su carácter arisco) los hace más humanos que los bárbaros que se hallan más allá de la comunicación humana. Llama la atención en algunos relatos de los antiguos la poca diferencia que establecen entre las tribus exóticas y los animales—en ocasiones parecen considerar a los animales antropomorfos como una tribu más, con la que es especialmente difícil entenderse o encontrar una alianza posible. Los cíclopes están en este territorio borderline, humanos pero fuera de las leyes humanas, pues cuando Ulises le pide hospitalidad, mediante la cual los hombres se reconocen entre sí, el cíclope devora a sus compañeros.
No parece casual que Polifemo habite en una cueva, y no en una choza—por hacerlo más montaraz y primitivo— y que arroje piedras, rocas enormes por cierto, contra los griegos que se burlan de él. Todo en él va unido a la Edad de la Piedra, y si su imagen es memorable es entre otras cosas porque ha sido la principal representación que nos ha llegado, a través de los siglos, de los hombres de las cavernas, esos antiguos gigantes—derrotados en su encuentro con las sociedades humanas que los desplazaron, y los incorporaron a sus mitos.
Cíclopes, trogloditas—habitan en cuevas, lejos de los poblados de los hombres y de las ágoras. Para Giambattista Vico, primer gran teorizador del evolucionismo cultural, los cíclopes aparecen como la figura emblemática, y a la vez como el recuerdo culturalmente transmitido, de la humanidad primitiva. Como vemos en el pasaje de Homero, en la sociedad de los cíclopes no hay unidad mayor que la familia (patriarcal)—y en la familia veía Vico la raíz de las sociedades humanas, que evolucionarían a formas más complejas mediante extensiones y asociaciones de familias, creando asociaciones y redes de relaciones cada vez más complejas—junto con las instituciones necesarias para gestionarlas.
Vico no es un evolucionista en el sentido biológico del término—ni concibe ni le preocupa una continuidad de descendencia entre el hombre y el mono—pero sí en el sentido cognitivo: las mentes e instituciones humanas se van haciendo gradualmente y en retroalimentación mutua, la humanización es un proceso a partir de sociedades y mentes no diferentes de las de los animales. Los humanos se construyen a sí mismos, su pensamiento y su mundo ético y emocional, conforme construyen gradualmente su cultura y sus instituciones. Los cíclopes son en la Ciencia Nueva el emblema de la sociedad prehumana, o protohumana.
Es curioso comprobar que en general los antecesores eran pequeños de tamaño, y que las razas protohumanas y humanas primitivas tienden con más frecuencia a lo diminuto que a lo gigantesco. También hay historias de duendes y enanos, por cierto—y los neandertales sí eran bastante corpulentos. Pero el tamaño de los gigantes primitivos y de los cíclopes tiene más bien otro origen... psíquico, y puede explicarse por la analogía que decíamos entre el desarrollo del individuo y el desarrollo de la sociedad. La infancia personal se proyecta a la infancia de la humanidad, y los seres primigenios aparecen como gigantes. La experiencia de la primera infancia no es la de vivir en una sociedad compleja: comúnmente ha sido la de vivir en una unidad familiar que es toda la sociedad que existe, y sólo remotamente se relaciona con otras unidades familiares.Curiosamente esto no es así en las sociedades auténticamente primitivas: es sólo con el desarrollo cultural, por ejemplo en las sociedades agrícolas, cuando comienza a percibirse la propia familia como una entidad primigenia aislada de las demás—y se originan o refuerzan los mitos de humanidades primigenias y transiciones culturales. Los hombres primitivos tienen en todo caso la consciencia y mitología de la transición que los creó como humanos, a diferencia de los animales. Las culturas avanzadas van desarrollando historias de transición cada vez más complejas—no sólo a partir del mundo animal, sino a partir de humanidades previas insuficientemente humanizadas.
Una versión actual de esta historia la leemos en un libro de Eudald Carbonell, del proyecto Atapuerca, El nacimiento de una nueva conciencia. Dice Carbonell (sin duda exageradamente) que aún no somos humanos, y que estamos en proceso de transición hacia la plena humanización. El libro es en gran medida una defensa de la interacción sostenible con el entorno, y de la conciencia del enraizamiento humano en el medio natural—y por ahí llegamos a la defensa y promoción del Proyecto Atapuerca como un proyecto formativo hacia esa nueva conciencia de nuestra relación responsable con el entorno.
Pero me interesa terminar con la historia de los Cíclopes según Carbonell—para que se vea que sigue concordando en lo fundamental con las narrativas protoevolucionistas de Vico, y con la memoria remota de la humanidad primigenia en Homero.
Las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en el Abrigo Romaní de Capellades, en la comarca de Anoia (Cataluña, España), con una cronología que oscila entre 40.000 y 60.000 años de antigüedad, nos han permitido conocer que las unidades domésticas de la especie Homo neanderthalensis estaban formadas por más de cinco individuos y menos de una docena. Podemos pensar, pues, que en el pasado existían auténticas familias nucleares, con unas dimensiones reducidas, pero suficientes para poder sobrevivir y que mantenían una cohesión organizativa. Seguramente estos grupos mantenían una fuerte jerarquía etológica, como muchos otros grupos de mamífero; no hay evidencias, pero es posible que esta organización estuviera basada en la preponderancia de los más fuertes y más inteligentes.
Las unidades domésticas del Abrigo Romaní se movían por el territorio de manera que los grupos, cuando llegaban al umbral de una docena de individuos entre machos y hembras, se disgregaban; sus componentes formaban nuevos grupos familiares o bien se incorporaban a otros ya existentes; la pérdida de miembros dominantes obligaba al resto a integrarse en otras unidades de la misma etnia o tribu.
Estos grupos humanos, muy móviles, recorrían el territorio, posiblemente de forma cíclica, y todos los miembros debían tener una relación genética y familiar, de manera que formaban parte de una misma tribu o una etnia. Entonces no existía ningún espacio patrimonial exclusivo de un grupo, tal y como lo entendemos ahora, pero sí que debió existir un espacio social donde se producían y reproducían las relaciones económicas y de vínculo, relaciones que ahora son intangibles, ya que dejan pocos restos, pero que se pueden hacer emerger a través del análisis dialéctico de los registros arqueológicos. (145-47)
En Atapuerca existe un yacimiento llamado (por otras razones, supongo) Sala de los Cíclopes. Es una coincidencia bonita. También eran caníbales al parecer, como Polifemo, algunos de los antiguos habitantes de Atapuerca.
Huesos de cíclope no se han encontrado en el registro fósil homínido: todo lo más de gigantopiteco, un primate más parecido a un orangután gigante que a un humano, aunque en algún viejo libro de antropología pueda leerse sobre los restos de nuestros gigantescos antepasados—el árbol de la evolución humana es complejo y muy cambiante, por reorganización retroactiva. En Europa, los antiguos cráneos de cíclope que se encontraron en siglos anteriores se han reinterpretado como cráneos de elefante: el orificio nasal para la trompa llevó a error a esos anatomistas poco expertos e impresionados por los relatos de Homero.
Lo que sí se ha descubierto recientemente es que los elefantes tienen un protolenguaje, con llamadas y sonidos identificables (aunque a veces inaudibles para los humanos) para diversas situaciones—esta semana informaban de que se ha identificado su "palabra" para avisar de la presencia de abejas, que les molestan en los ojos. Cada vez más animales van teniendo un protolenguaje, cada vez más elaborado. Sin que por ello haya previsiones de que lleguen un día a hablar tan articuladamente como Polifemo.
De lo que también hay mayor conciencia entre los lingüistas es de que el problema del origen y evolución del lenguaje no es una pseudo-cuestión intratable para la ciencia. Tras los entusiasmos evolucionistas de la lingüística del siglo XIX, la lingüística del XX hasta su última década ignoró (y bien podemos decir que sigue ignorando) la importancia de esta cuestión. Hoy en día se ve la evolución histórica del lenguaje en la especie como íntimamente ligada con la adquisición lingüística del individuo, en concreto con la capacidad especial de los niños de adquirirlo. El nuevo planteamiento evo-devo de la biología relaciona la formación histórica de la especie con la estructura corporal y el desarrollo embrionario y crecimiento de cada individuo—retomando una serie de problemas que se habían descuidado desde que Haeckel relacionó ontogenia y filogenia, un planteamiento abandonado por la biología "formalista" del siglo XX.
Todo esto nos lleva a pensar de nuevo en los antiguos gigantes, los de la edad de piedra, que vivían en cuevas, no tenían leyes y se devoraban unos a otros—y comenzaban sin embargo a hablar y a humanizarse, una labor en la que aún seguimos. Eran humanos, y no lo eran, eran monstruos horrendos fuera del orden de lo humano, tanto más horrendos por su semejanza a los humanos. Al igual que nada hay más horrible que los humanos mismos, cuando queda destruido el orden del mundo que han creado, y se comportan como bestias. Navegando por los límites del mundo humano, nos encontramos una vez y otra con los cíclopes, y siempre queda memoria de este encuentro. A mí de pequeño me daban miedo, y todavía me impresionan.
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