Según Ramiro de Maeztu (en La crisis del humanismo, 170-72):
Todo lo que hay de cierto en la afirmación de que el voluntarismo contribuye a fortalecer los caracteres es el hecho de que una acción no es plenamente buena sino cuando, además de ofrecernos un buen resultado, está inspirada por una intención igualmente buena. No cabe duda de que es mejor la acción del hombre que se alista voluntariamente para la defensa de su patria, que la del que es reclutado contra su voluntad y sólo va al regimiento compelido por la voluntad irresistible de los demás ciudadanos. Y esto es lo único cierto que se dice al afirmar la superioridad moral del sistema voluntario sobre el obligatorio. Lo que no puede decirse es que sea mejor la acción del que se alista voluntariamente que la del que vota el servicio obligatorio a sabiendas de que ello envuelve para él la obligación de incorporarse a filas. Tampoco es mejor el acto del que hace voluntariamente una donación a un hospital que la del que vota una ley para que se le imponga, al mismo efecto, una contribución equivalente al donativo voluntario. Se objeta que el carácter obligatorio de la ley hace perder al individuo el sentimiento de su responsabilidad. Pero esto es falso. Ser responsable es ser responsable ante alguien que no sea uno mismo. Ser responsable meramente ante uno mismo es precisamente ser irresponsable. La buena teoría es la que todo hombre es responsable de sus intenciones ante Dios y de sus actos externos ante los demás hombres. Decir que sólo se es responsable ante la propia conciencia no es prueba de moralidad, sino de soberbia. Lo moral es vivir no solamente en casa de cristal, sino con el presupuesto al aire libre, y aceptar con humildad el veredicto del jurado, aun en el caso de que nos fuese adverso y de que lo creyésemos injusto. Porque es mucha verdad que, como dice Stuart Mill, un hombre solo puede tener razón contra el mundo entero, pero lo probable es que el mundo tenga razón contra nosotros.
Lo que le falta al método voluntario es precisamente la moralidad "superior". Porque decir que el hombre debe cumplir voluntariamente con su deber no es nada superior, sino muy elemental. Claro está que cada individuo tiene el deber de cumplir con su deber, pero también tiene el de velar porque su vecino cumpla con los suyos, y el de ayudar a la policía cuando ésta tenga que detener a su vecino, por haberlos dejado incumplidos. Todo lo que hace el sistema voluntario es permitir. Lo mismo permite al pundonoroso cumplir su deber, que al desaprensivo dejarlo incumplido. El general en jefe necesita un millón de hombres para salvar la patria amenazada; que vengan los que quieran, que se queden en casa los que no. Hacen falta doscientos millones para asilos, hospitales y escuelas; que los den los generosos, que se queden con su dinero los miserables. A esta carencia de justicia y de método se la llama sistema. No cabe duda de que es cómoda. Es innecesario que los estadistas se quiebren los sesos para organizarla; pero no sólo es a la larga ineficaz, sino injusta desde su comienzo. Construye la sociedad para beneficio de los malos y sacrificio de los buenos; la funda en el espectáculo del egoísmo impune. Pero la suprema virtud del método compulsivo, que es el democrático, consiste precisamente en que obliga al egoísta a servir al bien común. Antes de la compulsión, el "objetante concienzudo" es un hombre que no quiere servir a su patria y que tampoco la sirve. Después de la compulsión, la sirve, aunque de mala gana. De los dos males se ha eliminado uno. Verdad que queda el espectáculo penoso del hombre compelido a hacer lo que no quiere. Pero este espactáculo, que es el del malo castigado, es preferible al del malo triunfante. Se pretende, en suma, que lo moralmente superior es no hacer leyes, para que no habiendo leyes no haya tampoco criminales. Se olvida que, según el Fuero Juzgo, las leyes se hacen para que los buenos puedan vivir entre los malos, y para que los malos se hagan buenos o, por lo menos, no puedan hacer daño.
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