Llevo mal año con mi web, en la Universidad. Primero me acosó, supuestamente por machista y heteropatriarcal, un enjambre feminista, que si bien no perforaron mi recio cuero con sus picotazos, sí lograron alarmar a un rectorado asustadizo y acomplejado, más deseoso de evitar quejas que de defender la libertad de expresión de su profesorado. Corrijo: —nada deseoso de defender la libertad de expresión de su profesorado. En fin, que el Rectorado me aconsejó, con cabeza de caballo de por medio, que retirase mi blog personal del servidor de la Universidad. No se imagina el Rectorado el roto que le hace a un blog de quince años de antigüedad, y a su propietario, el retirarlo del servidor. Bueno, el Vicerrector de Comunicaciones sí se lo podría imaginar, que él es bloguero, pero allí se había puesto el sombrero de vicerrector. En una Universidad que no fuese un cadáver intelectual en su debate interno valdría la pena abrir un debate al respecto: en esta universidad de pensamiento zombi es totalmente inútil e improductivo. Así que me fui con el blog a otra parte (y ese trabajo que me ahorro, que lo llevaba por duplicado).
Y ahora resulta que cambian la web de la Universidad del sitio donde lleva más de veinte años, y tengo que desplazar el resto de contenidos allí alojados. A saber a qué destino incierto—lo que es a mí de momento ya me supone otro roto de mucho cuidado, pues la bibliografía que lleva allí tantos años ha acumulado cientos de enlaces en bibliotecas y otras instituciones que ahora se van a romper o perder. Espero que me puedan poner una redirección al menos.
En fin, que toda tecnología está amenazada por la precariedad, y la mía ya era obsoleta cuando la empecé, así que milagro es que haya sobrevivido hasta hoy. Veremos qué tal le va en el siguiente avatar de su existencia.
Me acabo de leer en la piscina un libro de divagaciones en torno a la materialidad de la escritura, manuscrita e impresa y electrónica, de Sergio Chejfec, Últimas noticias de la escritura. Dice que toda empresa intelectual o humanística va ligada a una fragilidad asociada a su modo de inscripción... o algo así. Y noto esa sensación de precariedad que describe como sigue:
Como objetos inertes a la espera de la clave que los reviva, los textos virtuales encuentran refugio en un páramo que les promete inmutabilidad —a diferencia de los textos impresos, encadenados al tiempo y a las condiciones físicas debido a su naturaleza tangible—. Por ello es tan distinta la condición disponible de ambos tipos de textualidad. La textualidad digital (me refiero al texto sobre la pantalla plana, sin mayores marcas de diseño, como si se tratara de un chorro de letras inevitable y groseramente organizado por un ancho pautado por la pantalla) sostiene una promesa de permanencia sin cambios. A veces latente y a veces directamente somnolienta, la escritura electrónica concede un acceso a primera vista constante pero siempre equívoco. Por su parte, la escritura impresa tiende a descansar de otro modo, en otro tipo de páramo: el de las jerarquías y las huellas ciertas, propio de la impresión gráfica, de los archivos, catálogos o clasificaciones, y de la organización material de las cosas.
En un punto, creo que se llevan mejor con mi escritura los atributos de la presencia electrónica que los atributos de la presencia física. Por eso a veces me tienta colgar textos en Internet, porque allí prometen tener una existencia continua que en apariencia se desentiende de los avatares terrenos. Una promesa de olvido y persistencia al mismo tiempo. (50-51).
En fin, que la escritura es como el pasado, a la vez ligado a las precarias señales que lo mantienen vivo, y sin embargo idealmente inscrito en un más allá trascendente que no por imaginario deja de ser menos real, en su trascendencia ideal. Escrito queda.
Y la web, si se materializa mal en el espacio virtual que me dé la Universidad (que además promete ser muy rácano), ya se teleportará a otro sitio; ya iremos viendo.
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