Parece que hoy toca escribir uno de esos artículos modish, relacionados con las cosas de este mundo, y no con la serena inmanencia del blog centrado en sí mismo. Se ha muerto el Papa, cuyo pontificado ha durado unas 250 veces más que el pontificado inmediatamente anterior. Descanse en paz, es una frase benevolente, que dice más sobre la disposición de quien la pronuncia que sobre sus creencias, y por supuesto sobre la realidad. Si alguien descansa, todos descansamos, descontando los debates y menciones que se hagan póstumamente sobre la fama de uno (si la vida ulterior es la fama póstuma, el Papa no descansa en paz, ni descansará en muchos días). Pero no, centrándonos no en "el Papa como gran hombre" o como "una figura política de primer rango", o como "promotor de la tolerancia y el ecumenismo etc. etc." o como "enemigo de los derechos civiles de los homosexuales" o de "la ordenación de las mujeres", etc. etc. y yendo a la raíz del asunto...
El Papa es el Vicario de Cristo, es decir un cargo imaginario, fundado en una ilusión colectiva sostenida por algunos convencidos, algunos interesados y muchos indiferentes que simplemente siguen el juego. En puridad, ninguno de ellos tiene derecho (intelectualmente hablando) a considerar que es una mala noticia la muerte del Papa, ni de ninguna otra persona, puesto que la muerte es la puerta de una vida mejor: sólo los ateos, quienes creen que la vida humana es limitada, contingente, frágil, tienen derecho intelectual a lamentar la muerte de nadie (las emociones incontenibles van por otro lado, claro). También pueden lamentarse, con coherencia intelectual, los que creen que el difunto va a ir al infierno. En realidad, todos sabemos a un nivel u otro que la vida humana es limitada, contingente, y frágil, y que termina (salvo en lo referente al recuerdo) con la muerte; todos sabemos que "la muerte es el peor enemigo del hombre" como decía el obispo de Castellón, y que la palabrería sobre el más allá y la vida eterna nunca suena más falsa que cuando se está despidiendo a un difunto. Pero hay cabezas, muchas al parecer (la mía no), que necesitan negar la evidencia, aunque sea de boquilla, o repetir fórmulas tradicionales para consolarse, o porque se sienten observados por los demás. Cuántos leen este soneto de Quevedo y a continuación le añaden el estrambote de la vida eterna, como si pudiese unirse semejante coletilla a semejante soneto:
Vivir es caminar breve jornada
y muerte viva es, Lico, nuestra vida,
ayer al frágil cuerpo amanecida,
cada instante en el cuerpo sepultada:
nada, que, siendo, es poco, y será nada
en poco tiempo, que ambiciosa olvida,
pues, de la vanidad mal persuadida,
anhela duración, tierra animada.
Llevada de engañoso pensamiento
y de esperanza burladora y ciega,
tropezará en el mismo monumento,
como el que, divertido, el mar navega,
y, sin moverse, vuela con el viento,
y antes que piense en acercarse, llega.
y muerte viva es, Lico, nuestra vida,
ayer al frágil cuerpo amanecida,
cada instante en el cuerpo sepultada:
nada, que, siendo, es poco, y será nada
en poco tiempo, que ambiciosa olvida,
pues, de la vanidad mal persuadida,
anhela duración, tierra animada.
Llevada de engañoso pensamiento
y de esperanza burladora y ciega,
tropezará en el mismo monumento,
como el que, divertido, el mar navega,
y, sin moverse, vuela con el viento,
y antes que piense en acercarse, llega.
La autoridad o valor intelectual del Papa reposa, en suma, en tanto que es el Papa y no un moralista más (con sus aciertos y sus errores), en una gigantesca ficción, un engaño colectivo, autoengaño en la mayoría de los casos, que desde luego no es el más edificante de los espectáculos intelectuales que ha dado el ser humano. Tampoco el peor, claro: es meramente triste y patético. Toda la hojarasca de instituciones, actividades periféricas, rituales, misiones, políticas, colegios concertados, asignaturas obligatorias, etc. que rodean el fenómeno religioso tienen la utilidad de distraer la mente del creyente y atarla a cosas de este mundo. Así puede apartarse la vista con alivio y dejar de lado las endeblísimas certidumbres sobre las cuales había de apoyarse toda este gigantesco complejo de acciones, en lugar de examinar esos fundamentos con honestidad y coherencia.
Yo no sé si el Papa creía en el valor sustancial de todo lo que predicaba la Iglesia: del valor intercesor de la Virgen María, del Purgatorio, de la resurrección de los cuerpos, de las jerarquías angélicas, la Creación de Adán y Eva, etc. (Tan patético como sostener la literalidad de todo esto es la laxitud con la que se pasan a considerar algunos elementos como meramente simbólicos, mientras se sigue defendiendo a capa y espada la literalidad de otros elementos). Aunque parece que cada cabeza necesita tener alguna neurona que le patine, siempre es intelectualmente alarmante que alguien crea realmente en alguna de estas cosas– y sólo como maniobra de reacción cuasi-histérica, o como manipulación deliberada y deshonesta, puede proclamarse que se cree en el conjunto del paquete. Es grande la responsabilidad intelectual –la abyección intelectual, por decirlo más claro– de quien se hace garante máximo de la certidumbre de la doctrina cristiana. Claro que... centrémonos en la periferia, en la moral cimentada sobre esa base, en las asignaturas evaluables, por favor, en el valor psicoterapéutico de la fe, en el ecumenismo... mejor no menear el problema de lo que es cierto y lo que no. O en quién será el próximo valedor último de la gigantesca farsa intelectual del catolicismo.
¿Que por qué digo todo esto, si en cierto modo es obvio? Pues porque se dice muy poco, a pesar de lo obvio que es. Y (lo dijo Friedrich Dürrenmatt) mal van las cosas cuando se hace necesario explicar lo obvio.
Por otra parte, ahora me asaltan dudas sobre la certidumbre de mis creencias. Como dijo Pilatos, "¿Qué es la verdad?"... (¿Nadie me responde? ¡SÍ!–Cientos de millones de personas no pueden estar equivocados.)
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