lunes, 1 de septiembre de 2014

El derecho a ofenderse

 31 de agosto de 2014

Sobre el derecho a ofender (a no confundir con la obligación o vocación de ofender) ya escribí en tiempos en "El derecho a la blasfemia."   Un derecho a la blasfemia que en España es más bien un hecho que un derecho, o, en términos legales, un desiderátum, aunque muchos lo consideren indeseable en el momento en que se blasfema contra sus propios dioses (y normal cuando se blasfema contra los dioses falsos). 

Quiero decir que en España existe en el código penal un delito que es el de la ofensa a los sentimientos religiosos. Es un delito peligroso de recoger en un código legal, por su indefinición.  Sería más lógico, aunque quizá impresentable constitucionalmente, que la ley hablase de "ofensa a los sentimientos religiosos de los cristianos" o "de la mayoría social"—que es lo que quiere decir sin decirlo, claro. Porque sectas y cultos caprichosos, y muy susceptibles de ofenderse porque respires, los hay a patadas, y es obvio que la ley no cubre sus supuestos derechos a sentirse ofendidos. 

Casi es para pensar que esta ley que tenemos es mejor que no se aplique sino en raros casos... de no ser porque el hecho mismo de que haya una ley que no se aplica sino en raros casos es de por sí una ofensa al gusto, jurídicamente hablando. Quiero decir que más ofende al gusto la aplicación arbitraria o selectiva de una ley estúpida o injusta, que la misma injusticia establecida por esa ley. Es, en suma, una ley abusiva, de esas que intimidan más que regulan, de las que te hacen estar en perpetuo estado de ilegalidad potencial sin que se apliquen de hecho, y que cuando se aplican es de manera errática y arbitraria, o a instancias de parte influyente y abogado caro. Una peste, vamos; y aún tenemos suerte de oír hablar tan poco de esta ley de la blasfemia, a la espera de que (no creo) a los votantes y partidos de este país les entre un soplo de racionalidad y redacten una ley menos absurda.

Pero hoy quería escribir de estas cosas a cuenta de un capítulo sobre teatro de comunidades culturales minoritarias, en el libro de David Lane Contemporary British Drama (2010). Me ha parecido sintomático, el párrafo siguiente, sobre algunos cruces de cables que produce la hipercorrección política. Algo que el mismo autor cree denunciar y apenas sabe cómo, quizá por miedo a pisar callos de minorías ofendibles y airadas y cargadas de indignación e intolerancia:


"In a global economy so rife with consumer lawsuits that one cannot purchase a cup of coffee without being warned that the contents ’may be hot’, the free speech debate has been relocated with the consumer—or audience—now fighting for their right to be offended, rather than the artist fighting for their right to offence whilst using theatre to dramatise problematic issues. As Edgar is keen to point out, the theatre 'provides a site in which you can say things that are riskier and more extreme than the things you can say elsewhere, because what you say is not real but represented'. The development in victim power creates a dangerous existential shift in theatre whereupon suddenly, to represent is to actually be, and to simulate is to actually do: it is by this logic that Christian Voice decided to picket the Jerry Springer: The Opera tour ’on the grounds that a metaphorical dramatisation of a TV presenter’s nightmare is a literal representation of Jesus Christ’. Provocative comment and opinion are no longer protected by the artifice of representation." (Lane, p. 116-17)

Aquí hay cosas confusamente expresadas, o insuficientemente claras. No se trata de que las comunidades o minorías de gustos especiales exijan su "derecho a sentirse ofendidos." ¡Lo que exijen precisamente lo contrario! Lo que piden estos representantes de comunidades o minorías ofendidas es que el Estado o la Ley castiguen a quienes les ofenden, o impidan por la fuerza que se produzcan tales manifestaciones ofensivas. Que se prohíba ofenderles, o, yendo más allá, que se prohíban las cosas que les resultan ofensivas. Es decir, están contra la tolerancia de las manifestaciones artísticas, opiniones, etc., que sean ofensivas para las minorías. 

Se ve fácilmente que por allí llegamos a una dictadura de las minorías, o cuanto menos a un espacio público tan neutralizado o minimizado que apenas si podría uno pasearse sin turbante por la calle, ni con turbante tampoco. That way madness lies.




A Lane se le ve a la vez molesto con estos intentos de control y esta susceptibilidad un tanto primaria de la mente religiosa fundamentalista (que confunde, como los idólatras, la imagen y la sustancia)—pero también quiere reconocer ese derecho a sentirse ofendido. Ya decimos que lo de legislar sobre sentimientos no es lo que está en cuestión: cada cual es libre de sentirse ofendido y de actuar en consecuencia, mientras no viole la ley con esa actuación ni invada la libertad de los demás.

A los defensores de la sociedad abierta (y enemigos de imanes islamistas o del Bible Belt) debe preocuparles menos esta susceptibilidad de las víctimas de ofensa, que los derechos de los ofensores. Es previsible que en una sociedad donde ambos sean influyentes se establecerá algún tipo de equilibrio inestable, en tensión constante, entre estas fuerzas— y de esta situación no se puede ni se debe salir. Los gustos de la mayoría bien pueden ser ofensivos para la minoría, pero no por eso se han de coartar ni de prohibir en una sociedad democrática. Y las minorías tendrán que luchar permanentemente por defender su espacio de protección ante lo que consideran ofensivo en lo que es generalmente tolerado, o es expresión legal—acotando espacios o modalidades en los que se ejerzan los derechos de cada cual.

Ahora bien, las mayorías también deben establecer un espacio (más o menos amplio, según la tolerancia ambiental o el peso de las comunidades multiculturales) entre (1) lo que se considera públicamente deseable (que debe ser subvencionado o promovido), (2) lo que se considera normal o no tiene consideración especial, categoría no subvencionable; (3) lo que se considera indeseable (e incluso desincentivable) pero tolerable, y (4) lo que se considera indeseable e intolerable. Estas categorías las tienen revueltas o confundidas en Occidente mucha gente, no sólo Lane. Y en Oriente medio, ni digamos.

Y es que hoy en día la tolerancia tiene mala prensa. Nadie quiere ser 'tolerante' (pues sería tanto como ser un prepotente paternalista) y, sobre todo, vade retro, nadie quiere ser tolerado. Todos quieren ser respetados y admirados en su propia valía y en lo que son, tan buenos como cualquier otro, como todo el mundo debería reconocer. Todos somos para todos iguales, igual de valiosos, igual de respetables, igual de dignos. Así reza la doxa actual. No hay una vida que pueda valer para alguien más que otra, no hay una lengua superior a otra, no hay (o no debería haber) para nadie una ideología más respetable que las otras. Por no hablar de las preferencias sexuales, ejemplo eximio de nuestros días; no me pillarán a mí criticando las preferencias sexuales del vecino, aunque secretamente no las comparta.

Todo es igual de digno e igual de bueno e igual de respetable. Y quien hace amago de "tolerar" lo distinto es un prepotente, o un fariseo. Una idea tan absurda, hay que aclarar, que no puede evitar formularse junto con su negación de hecho casi en la misma frase, pues los que niegan la conveniencia de tolerar (de puro tolerantes) enseguida pasan a pedir censura y prohibición para lo que les ofende. Sin dejar espacio entre lo que a mí me va y lo que es legalmente permisible.  Lo que no se tolera tan apenas—visto que es prepotente tolerar—es que se diga de manera explícita que hay creencias, opciones, modas, ideologías y prácticas que hay que tolerar, por desagradables que sean, precisamente porque son sólo desagradables para el tolerante, pero son el espacio de libertad del tolerado. Es más, se hace difícil entender que las leyes no deben aceptar todo por el mismo rasero, sino que deben distinguir entre lo promovible, lo normal, lo tolerable pero desincentivable, y lo intolerable. Y todo esto según criterios que no son los nuestros.

En España hay cierta tendencia a confundir lo tolerable con lo subvencionable. El caso del aborto puede servir de ejemplo: apenas se distingue en las posturas de los partidos, y especialmente del PSOE, encarnación de la doxa que aqueja al país, un margen entre lo legalmente aceptable y lo subvencionable. Todo lo que es aceptable (para mi cuerda, claro) ha de ser legal, y todo lo que es legal ha de ser subvencionado—e incluso parte de lo ilegal, si me apuran. Ahora, que este razonamiento en absoluto se aplica a las prioridades de otros, eso va por descontado. 

 

Hace falta diferenciar un poquito más entre lo que es deseable para mí y lo que lo es o debe serlo para la ley; entre lo que es neutro para mí y lo que es neutro para la ley; lo que es indeseable pero tolerable para mí y lo que lo es para la ley, y por último, entre todas estas dicotomías y otra más: lo que es intolerable para la ley, y lo que es intolerable para mí. No conviene tener mezcladas ninguna de estas categorías, ni conviene por cierto ser ciudadano tan ejemplar que estemos encantados con todo lo que es legal. Menos aún conviene que se subvencionen con nuestros impuestos comportamientos indeseables e inaceptables. También extraigo de allí que los que somos raritos debemos (y los que son raritos deben) estar moderadamente agradecidos, o aliviados, de que se nos tolere —aunque no nos aprecie la multitud.

Así pues, los que gustan de un mínimo de apertura en la sociedad deberían (ellos sí) dar por bueno el derecho a ofenderse, en los dos sentidos. El derecho a ofender a otros—a quienes merecen ser ofendidos—dentro de los límites de la ley; y también su derecho a sentirse ofendidos: hay que dar por bueno que existan, y sean legales, y se toleren, y no sean reprimidos, manifestaciones, obras, opiniones o comportamientos que nos resultan inaceptables, de mal gusto, indeseables, indecentes, estúpidas o crueles. No hay que perder de vista, aun siendo partidarios de la tolerancia, el carácter ofensivo de ciertas prácticas que son legales y aceptables para otros, pues lo que es aceptable para otro no tiene por qué ser, de oficio, aceptable para mí.  (Ojo: digo que es bueno que exista el espacio entre lo deseable y lo legal—no digo en absoluto que tengamos que alegrarnos también de que esas manifestaciones toleradas por imperativo legal se den efectivamente—ya he dicho que son indeseables; lo que es deseable es el espacio de libertad, y de tolerancia, en el que se dan).  

Menos mal que aún podemos ofendernos por algo que es legal—allí está la paradoja, porque de hecho seguimos encontrando esos comportamientos o prácticas ofensivos, aunque amparados por la ley; crucialmente, unos son menos respetables y menos tolerables que otros. Y contra los más ofensivos e indeseables hemos de protestar. No contra lo que es ilegal, claro, sino contra lo que es legal e inaceptable. Aun respetando el espacio de tolerancia, distinguimos entre lo tolerable para la ley y lo tolerable para nosotros, entre lo legal y lo ético. Y no podemos, ni debemos, confundir estos dos espacios. No podemos admitir que las cosas sigan como están, ni que todo lo que es legal siga siéndolo por siempre jamás, y que todo lo que es injustificadamente ilegal siga siéndolo por siempre jamás. En esa tensión—la existencia de ese espacio de tolerancia pública, y la lucha contra lo indeseable o inaceptable, se da la acción política interesante o significativa, en la sociedad abierta.



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