La "hermenéutica de la sospecha" es un término que aparece en
las teorías hermenéuticas de Ricœur o Gadamer, para oponerlo a la
hermenéutica de la confianza. En la hermenéutica de la confianza, el
intérprete, oyente o lector confía en el discurso del emisor o autor,
podríamos decir que en términos generales acepta la versión de él mismo
y de sus motivos que el propio autor hace, y su acercamiento a la
cuestión tratada. Aprende escuchando al texto, en actitud atenta y respetuosa.
El receptor trata al autor como una autoridad, y es ésta la actitud
hermenéutica asociada al magisterio de los sabios, a la autoridad
interpretativa de los doctos, y a la reverencia debida a los textos
sagrados.
La hermenéutica de la sospecha es la crítica de los críticos, de los
criticones, de los que tienen un discurso propio (y suspicaz) que
oponer al discurso del hablante. Hay críticas amistosas o favorables,
como hemos visto, y muchas reseñas lo son, pero los críticos críticos
no aceptan el discurso del autor y buscan motivos maquiavélicos,
conscientes o inconscientes, tras él. No es un discurso
autoexplicativo, y por tanto la explicación que ofrece de sí mismo es
sospechosa, disimuladora, o ignorante. Para exponernos los auténticos
motivos del hablante o del autor está aquí el hermeneuta suspicaz: y
sacará a la luz motivos inconfesados que subyacen al texto autorial. Es
más, hay motivos quizá inconfesables por desconocidos para el propio
autor, que no conoce ni a su texto ni a sí mismo, tan limitada es su
autoridad frente a la de este crítico suspicaz que ve una coherencia
subyacente donde otros veíamos sólo ruido ambiente o datos inconexos. Las feministas denunciando el patriarcado ambiental de la literatura,
los marxistas denunciando los intereses de clase, los psicoanalistas
sacando a la luz las pulsiones ocultas del autor, los
desconstructivistas exponiendo la lógica ilógica de los sistemas
textuales—son otros tantos practicantes de esta hermenéutica de la
sospecha, basada en términos generales en una recontextualización
o reinterpretación del texto como acción en un marco interpretativo que
es identificable para el crítico, pero normalmente invisible para el
alocutor del crítico, o para el propio autor.
Puede acudirse a Sur l'Interprétation de Ricoeur o a "The Hermeneutics of Suspicion" de Gadamer para ver las defensas que éstos hacen de la dimensión interpretativa o "no crítica", en el sentido de no criticona, de la hermenéutica. Sobre toda esta cuestión escribí por ejemplo el artículo "Crítica acrítica, crítica crítica", y allí remito para más. Hoy sólo quería dejar nota de un antecedente del examen de esta cuestión en Hegel—quien en la Fenomenología del Espíritu define la dialéctica entre el enunciador y su crítico suspicaz (entendidos como tesis y antítesis) así como una síntesis resultante en una cierta autocrítica del crítico crítico. No habla de crítica literaria o hermenéutica, sino del actuar, y del juicio, y de la interacción humana en general. Aparece la discusión en el contexto de un análisis del obrar en conciencia (algunos preliminares aquí). Lo que viene a decir Hegel es que el hablante o "la conciencia actuante" se presenta como alguien que actúa en conciencia, atento sólo a los ideales, alguien desinteresado. El crítico ("la conciencia que aprehende" o "la conciencia enjuiciadora") no acepta esta autocaracterización, y denuncia al hablante (o actuante en conciencia) como una persona guiada, como los demás, por intereses personales y espúreos, alguien cuyo discurso idealista es sólo una pantalla o autojustificación. Pero la antítesis o momento crítico es negativo para Hegel: habiendo desvelado las limitaciones del hablante o sujeto primero, este segundo sujeto crítico está en una posición de soberbia interpretativa, y no ve la viga en el propio ojo. (Esto nos llevaría a un análisis de estas relaciones de triangulación, tan examinadas en el artículo de Lacan sobre "La Carta Robada" de Poe—of which more here—y amenazaría con llevarnos, incluso, hasta un análisis de Jesucristo como el primer hermeneuta triangulador, el primero que denuncia la viga en el ojo del crítico).
La síntesis llega cuando el propio crítico reconoce el carácter interesado, situado, podríamos decir, de su propia crítica. Este momento lo ve Hegel como poco menos que la aparición de Dios sobre la tierra, lo cual podría parecer exagerado... aunque me recuerda algo que decía Oscar Wilde en El crítico como artista: que la crítica penetrante y desilusionadora, más allá de la creación, es pura actividad intelectual, pura comprensión, y por tanto una actividad que nos aproxima a la existencia de los dioses.
Sea como fuere, éste es el pasaje en cuestión de la Fenomenología del Espíritu, un pasaje que me parece clave en la hermenéutica hegeliana, hermenéutica en forma de una espiral dialéctica que conduce a la autocomprensión:
Pero el juzgar debe considerarse como un acto positivo del pensamiento y tiene un contenido positivo; con este lado se hacen todavía más completas la contradicción que viene dada en la conciencia que aprehende y su igualdad con la primera. La conciencia actuante expresa este su obrar determinado como deber, y la conciencia enjuiciadora no puede desmentirla; pues el deber mismo es la forma carente de contenido y susceptible de un contenido cualquiera, o la acción concreta, diversa en ella misma en su multilateralidad, tiene en ella tanto el lado universal, aquel que es tomado como deber, cuanto el lado particular, que constituye la aportación y el interés del individuo. La conciencia enjuiciadora no permanece ahora en aquel lado del deber ni en el saber que el que actúa tiene acerca de que esto es su deber y ésta la relación y situación de su realidad, sino que se atiene más bien al otro lado, hace entrar la acción en lo interior y la explica por sí misma, por la intención de la acción, diferente de la acción misma, y por su resorte egoísta. Como toda acción es susceptible de ser considerada desde el punto de vista de su conformidad al deber, así también puede ser considerada desde este otro punto de vista de su particularidad, pues como acción es la realidad del individuo. Este enjuiciar destaca, por tanto, la acción de su existencia y la refleja en lo interior o en la forma de la propia particularidad. Si la acción va acompañada de fama, sabrá este interior como afanoso de fama; si se ajusta en general al estado del individuo sin remontarse por sobre él y es de tal constitución que la individualidad no encuentre este estado añadido como una determinación exterior, sino que más bien llena por sí misma tal universalidad, mostrándose precisamente por ello capaz de algo más alto, el juicio sabrá su interior como afán de gloria, etc. Como en la acción en general el que actúa llega a la intuición de sí mismo en la objetividad o al sentimiento de sí mismo en su existencia y llega así, por tanto, al goce, el juicio sabe lo interior como impulso de su propia dicha, aunque ésta consista solamente en la vanidad moral interior, en el goce que la conciencia encuentra en su propia excelencia y en el gusto anticipado que da la esperanza de una dicha futura. Ninguna acción puede sustraerse a este enjuiciar, pues el deber por el deber mismo, este fin puro, es lo irreal; su realidad la tiene en el obrar de la individualidad y, por tanto, la acción tiene en ello el lado de lo particular. Nadie es héroe para su ayuda de cámara, pero no porque aquél no sea un héroe, sino porque éste es el ayuda de cámara, que no ve en él al héroe, sino al hombre que come, bebe y se viste, es decir, que lo ve en la singularidad de sus necesidades y de su representación. No hay, pues, para el enjuiciar ninguna acción en la que el lado de la singularidad de la individualidad no pueda contraponerse al lado universal de la acción y en que no puede actuar frente al sujeto agente como el ayuda de cámara de la moralidad.
Esta conciencia enjuiciadora es, de este modo, ella misma vil, porque divide la acción y produce y retiene su desigualdad con ella misma. Es, además, hipocresía, porque no hace pasar tal enjuiciar como otra manera de ser malo, sino como la conciencia justa de la acción, se sobrepone a sí misma en esta su irrealidad y su vanidad del saber bien y mejorar a los hechos desdeñados y quiere que sus discursos inoperantes sean tomados como una excelente realidad. (Como vemos, Hegel efectúa el mismo movimiento crítico que harán Ricoeur o Gadamer y se precia de sospechar de la supuesta lucidez de la crítica suspicaz, ciega a su propia dinámica. Le parece antipática e hipócrita, negadora de la comunidad humana... y merecedora de una aufhebung. Anticipa por tanto también Hegel la discusión de estas triangulaciones en Lacan—ver mi artículo sobre "La espiral hermenéutica"). Equiparándose, por tanto, así al que actúa enjuiciado por ella, es reconocida por éste como lo mismo que él. Éste no sólo se encuentra aprehendido por aquélla como un extraño y desigual a ella, sino que más bien encuentra que aquélla, según su propia estructura, es igual a él. Intuyendo esta igualdad y proclamándola, la consciencia actuante la confiesa y espera asimismo que la otra, colocada de hecho en un plano igual a ella, le conteste con el mismo discurso, exprese en ella su igualdad y que se presente así la existencia que reconoce. Su confesión no es una humillación, un rebajamiento, una degradación con respecto a la otra, pues esta proclamación no es la proclamación unilateral que pone su desigualdad con respecto a ella, sino que sólo se expresa en gracia a la intuición de la igualdad de la otra con respecto a ella, proclama su igualdad por su parte en su confesión y la expresa porque el lenguaje es la existencia del espíritu como el sí mismo inmediato; espera, pues, que la otra contribuya con lo suyo a esta existencia.
(Lo que sigue recuerda también a la dialéctica del amo y del esclavo, episodio de la conciencia hegeliana en el que el más débil y superado en apariencia, el esclavo, es quien asume la responsabilidad de la síntesis final superadora de la dicotomía:)
Sin embargo, a la confesión del mal: esto es lo que soy, no sigue esta réplica de la misma confesión. No era éste el sentido de aquel juicio; ¡por el contrario! Dicho juicio rechaza esta comunidad y es el corazón duro que es para sí y rechaza la continuidad con lo otro. De este modo, se invierte la escena. La conciencia que se había confesado se ve repelida y ve la injusticia de la otra, que ahora se niega a salir de su interior a la existencia del discurso, contrapone al mal la belleza de su alma y da a la confesión la espalda rígida del carácter igual a sí mismo y del silencio de quien se repliega en sí mismo y se niega a rebajarse a otro. Es puesta aquí la más alta rebelión del espíritu cierto de sí mismo, pues éste se contempla a sí mismo en el otro como este simple saber del sí mismo, y además de tal modo que tampoco la figura exterior de este otrono es como en la riqueza lo carente de esencia, no es una cosa, sino que es el pensamiento, el saber mismo que se le contrapone, es esta continuidad absolutamente fluida del saber puro, que se niega a mantener su comunicación con él—con él que ya en su confesión había renunciado al ser para sí separado y se ponía como particularidad superada y, por tanto, como la continuidad con lo otro, como universal. Pero lo otro mantiene en él mismo su ser para sí que no se comunica; y en quien se confiesa retiene cabalmente lo mismo, pero rechazado ya por éste. Se muestra, así, como la conciencia abandonada por el espíritu y que reniega de éste, pues no reconoce que el espíritu, en la certeza absoluta de sí mismo, es dueño de toda acción y de toda realidad y puede rechazarla y hacer que no acaezca. Al mismo tiempo, no reconoce la contradicción en que incurre, la repudiación acaecida en el discurso, como una verdadera repudiación, mientras que ella misma tiene la certeza de su espíritu, no en una acción real, sino en su interior, y halla su existencia en el discurso que enuncia juicio. Es, pues, ella misma la que entorpece el retorno del otro desde el obrar a la existencia espiritual del discurso y a la igualdad del espíritu, produciendo con esta dureza la desigualdad todavía dada.
Ahora bien, en cuanto que el espíritu cierto de sí mismo, como alma bella, no posee la fuerza de la enajenación de aquel saber de ella misma que mantiene en sí, no puede llegar a la igualdad con la conciencia que ha sido repudiada ni tampoco, por tanto, a la unidad intuida de ella misma en otro, no puede llegar al ser allí; la igualdad se produce, por consiguiente, sólo de un modo negativo, como un ser carente de espíritu. El alma bella carente de realidad, en la contradicción de su puro sí mismo y de la necesidad del mismo de enajenarse en el ser y de trocarse en realidad, y quedándose en la inmediatez de esta oposición retenida —una inmediatez que es solamente el término intermedio o antítesis que podría reconcilarse, pero llevado hasta su abstracción pura y que es el ser puro o la nada vacía—; el alma bella, por tanto, como conciencia de esta contradicción en su inconciliada inmediatez, se ve desgarrada hasta la locura y se consume en una nostálgica tuberculosis. Esa conciencia abandona, por tanto, de hecho, el ser para sí al que tanto se aferra, y sólo da lugar a la unidad carente de espíritu del ser sin más.
La verdadera nivelación, a saber, la nivelación autoconsciente y existente de las dos partes, se sigue necesariamente de lo que antecede y se contiene ya allí. La ruptura del corazón duro y su exaltación a universalidad es el mismo movimiento ya expresado en la consciencia que se confesaba. Las heridas del espíritu se curan sin dejar cicatriz; el hecho no es imperecedero, sino que es devuelto a sí mismo por el espíritu, y el aspecto de individualidad que se halla presente en él, sea como intención o como negatividad y limitación que existe allí, desaparece enseguida. El yo que lleva a cabo la acción, la forma de su actuar, es sólo un momento del todo, y del mismo modo lo es el conocimiento que con su juicio determina y establece la distinción entre los aspectos individuales y los universales de la acción. La mala consciencia a la que nos hemos referido arriba pone su objetivación externa, o se pone a sí misma, como un momento nada más, al haberse visto inducida a confesarse debido a la visión de sí mismo percibida en el otro. Pero igual que la primera tiene que renunciar a su existencia en la particularidad, unilateral y no reconocida, de la misma manera habrá de renunciar este otro a su juicio unilateral y no reconocido. E igual que la primera manifiesta el poder del Espíritu sobre su existencia efectiva, del mismo modo este otro manifiesta la potencia del Espíritu frente al propio concepto de sí.
Este último, sin embargo, renuncia al pensamiento que divide y a la dureza de corazión del ser para sí que se aferraba a ese pensamiento, porque se ha visto a sí mismo efectivamente en el primero. Esta primera consciencia que que se vuelve sobre su propia existencia efectiva y que echa por la borda su propia realidad, convirtiéndose en una consciencia particular superada, por el hecho mismo de hacerlo se manifiesta como universal. Se vuelve sobre sí como ser esencial, tras su existencia externa efectiva, y se reconoce efectivamente a sí misma como una conciencia universal. El perdón que esta consciencia concede a la primera es la renuncia a sí, a su esencia irreal, a la que se equiparaba aquella otra, que era obrar real, reconociendo como buena a esta otra, a la que la determinación recibida del obrar en el pensamiento llamaba el mal, o más bien da de lado a esta diferencia del pensamiento determinado y a su juicio subjetivamente determinado, al igual que el otro abandona su caracterización subjetiva de la acción. La palabra de reconciliación es el Espíritu objetivamente existente, que contempla el puro conocerse a sí mismo en tanto que esencia universal, en su contrario, en el puro conocimiento de sí en tanto que individualidad absolutamente contenida y singular—un reconocimiento recíproco que es el Espíritu absoluto.