sábado, 28 de enero de 2012

El espíritu y la sustancia de su conexión

Que no se diga que Hegel no tiene nada que ofrecer a la blogosfera—o a la facebooksfera, no nos cortemos de llamarla así, que el término anterior ya parece periclitado y sin embargo éste último no acaba aún de decidirse a aparecer, quizá por vergüenza de vernos contenidos en una empresa privada. La sección sobre el alma bella en la Fenomenología del Espíritu parece cortada a medida para la esfera moral de buenas intenciones, expresión de la mismidad, actuación mediante la palabra, y pactos de adoración mutua, características todas que florecen en la comunidad de los sujetos angélicos manifestados en la red. Cursivas de Hegel; negritas añadidas.


El espíritu: El alma bella

Así, pues, la buena conciencia pone en su saber y en su querer el contenido, cualquiera que él sea, en la majestad de su altura por encima de la ley determinada y de todo contenido del deber; es la genialidad moral que sabe la voz interior de su saber inmediato como voz divina y que, al saber en este saber no menos inmediatamente el ser allí, es la divina fuerza creadora que tiene en su concepto la vitalidad. Es también el culto divino en sí mismo, pues su actuar es la intuición de esta su propia divinidad.

Este solitario culto divino es, al mismo tiempo, esencialmente, el culto divino de una comunidad, y el puro interior saberse y escucharse a sí mismo pasa a momento de la conciencia.  La intuición de sí es su existencia objetiva, y este elemento objetivo es la enunciación de su saber y querer como un universal.  Mediante esta enunciación, se convierte el sí mismo en lo vigente y la acción en el obrar que ejecuta. La realidad y la persistencia de su actuar es la autoconciencia universal; pero la enunciación de la buena conciencia pone la certeza de sí mismo como sí mismo puro y, con ello, como sí mismo universal; los otros dejan valer la acción por razón de este discurso, en que el sí mismo es expresado y reconocido como la esencia. El espíritu y la sustancia de su conexión es, por tanto, la mutua aseveración de su escrupulosidad y de sus buenas intenciones, el alegrarse de esta recíproca pureza y el deleitarse con la esplendidez del saber y el enunciar, del mantener y cuidar tanta excelencia. En la medida en que esta buena conciencia distingue todavía su conciencia abstracta de su autoconciencia, tiene su vida solamente recóndita en Dios; Dios se halla presente, indudablemente, de modo inmediato, ante su espíritu y su corazón, ante su sí mismo; pero lo patente, su conciencia real y el movimiento mediador de la misma, es para él un otro que aquel interior recóndito y la inmediatez de su esencia presente. Sin embargo, en la perfección de la buena conciencia se supera la diferencia de su conciencia abstracta y de su autoconciencia. Aquélla sabe quela conciencia abstracta es precisamente este sí mismo, este ser para sí cierto de sí; que en la inmediatez de la relación entre el sí mismo y el sí, que , puesto fuera del sí mismo es la esencia abstracta, y lo oculto ante ella, se supera precisamente la diversidad. En efecto, aquella relación es una relación mediadora, en la que los términos relacionados no son uno y el mismo, sino que son cada uno de ellos entre sí un otro y sólo son uno en un tercero; pero la relación inmediata no significa de hecho otra cosa que la unidad. La conciencia, elevada por encima de la carencia de pensamiento de mantener todavía como diferencias estas diferencias que no lo son, conoce la inmediatez de la presencia de la esencia en ella como unidad de la esencia y de su sí mismo, conoce por tanto su sí mismo como el en sí vivo, y conoce que este saber suyo es la religión, que, en tanto que saber que tiene una manifestación externa, es el lenguaje de la comunidad acerca de su propio Espíritu.

Vemos, así, cómo la autoconciencia ha retornado ahora a su refugio más íntimo, ante el que desaparece toda exterioridad como tal, a la intuición del yo = yo, donde este yo es toda esencialidad y toda existencia. La autoconciencia se hunde en este concepto de sí misma, pues se ve empujada a su máximo extremo y de tal modo, además, que los momentos diferenciados que hacen de ella algo real, o algo que todavía es una conciencia, no son para nosotros solamente estos puros extremos, sino que lo que ella es para sí, lo que es en sí para la conciencia y lo que para ella es ser allí, se volatilizan como abstracciones que ya no tienen para la conciencia misma ningún punto de apoyo, ninguna sustancia; y todo lo que hasta ahora era esencia para la conciencia se retrotrae a estas abstracciones. Depurada hasta tal punto, la conciencia es su figura más pobre, y la pobreza, que constituye su único patrimonio, es ella misma un desaparecer; esta absoluta certeza en que se ha disuelto la sustancia es la absoluta no verdad que se derrumba internamente; es la absoluta autoconciencia en la que se sumerge la conciencia.

Considerado dentro de sí mismo este hundirse, para la conciencia la sustancia que es en sí es entonces el saber como su saber. Como conciencia, se separa en la oposición entre sí y el objeto que es para ella la esencia; pero este objeto precisamente es el objeto perfectamente transparente, es su sí mismo, y su conciencia es solamente el saber de sí. Toda vida y toda esencialidad espiritual se ha retraído a este sí mismo y ha perdido su diversidad con respecto al yo mismo. Los momentos de la conciencia son, por tanto, estas abstracciones extremas, ninguna de las cuales se mantiene firme, sino que se pierde en la otra y la engendra. Es el trueque de la Conciencia Desventurada consigo, pero un trueque que para ella misma se produce dentro de sí y que es consciente de ser el concepto de la razón, que aquélla sólo es en sí. La absoluta certeza del sí mismo se trueca, pues, de modo inmediato, para ella misma como conciencia, en el apagarse de su sonido, en la objetivación de su ser-para-sí; pero este mundo creado es su discurso, que ha escuchado también de un modo inmediato y del que sólo retorna a ella el eco. Este retorno no tiene, pues, la significación de que en este acto la conciencia sea en sí y para sí, pues la esencia no es para ella un en sí, sino que es ella misma; ni tiene tampoco existencia, pues lo objetivo no logra llegar a ser un negativo del sí mismo real, del mismo modo que éste no alcanza realidad. Le falta la fuerza de la enajenación, la fuerza de convertirse en cosa y de soportar el ser. Vive en la angustia de manchar la gloria de su interior con la acción y la existencia; y, para conservar la pureza de su corazón, rehuye todo contacto con la realidad y permanece en la obstinada impotencia de renunciar al propio sí mismo llevado hasta el extremo de la última abstracción y de darse sustancialidad y transformar su pensamiento en ser y confiarse a la diferencia absoluta. El objeto hueco que se produce lo llena, pues, ahora, con la conciencia de la vaciedad; su obrar es el anhelar que no hace otra cosa que perderse en su hacerse objeto carente de esencia y que, recayendo en sí mismo más allá de esta pérdida, se encuentra solamente como perdido; —en esta pureza transparente de sus momentos, un alma bella desventurada, como se la suele llamar, arde consumiéndose en sí misma y se evapora como una nube informe que se disueve en el aire.

Aunque, habría que matizar, los juicios son también obras, una dimensión del "hacer cosas con palabras" que aquí subestima Hegel (¡de palabra la subestima, no de obra!). Y, por tanto, en la producción y exhibición del propio discurso ante los demás sí hay esa "fuerza de la enajenación" que él echa en falta.  En última instancia, además, todo es una nube informe que se disuelve en el aire, dust in the wind.



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