martes, 3 de junio de 2014

Las élites extractivas y sus prácticas de lince

Siempre se ha dicho, un poco inter nos, que trabajando nadie se hace rico. Que en España, y en cualquier otro sitio, para prosperar de verdad, hay que dar algún pelotazo o clavar la trompa succionadora de recursos en alguna masa de recursos humanos. En efecto, también lo decía Marx, el hombre es un recurso para el hombre—me río yo de los pósters animalistas que dicen que "los animales no son recursos", cuando no existe la economía humana sin que los hombres mismos se conviertan en recursos utilizables. En casos extremos, instaurando la dieta de Tascala; —y cuando la necesidad o la costumbre aprietan menos, poniendo a los currantes a currar a lomo caliente. 

Mi padre, tras su jubilación como maestro, tenía cierto cargo de conciencia de no haberles enseñado a los chavales la realidad del mundo, sino los ideales: el sacrificio, el trabajo desinteresado, la constancia... cuando él veía que quienes prosperaban no era precisamente con esos valores. "¡Los he estado preparando para víctimas!" —decía desilusionado. "Tranquilo, Ángel", le decía la Dra. Penas—"Tú les has enseñado lo bueno, que es tu labor como maestro; lo malo ya lo aprenderán solos". 

En películas como El Lobo de Wall Street se han retratado algunos avatares modernos de estas prácticas extractivas—que los hemos sufrido en carne propia, claro, los tenemos al frente de todos los bancos, cuando no se han retirado ya con un finiquito multimillonario.  Los híbridos de políticos, banqueros y brujos brujuleadores que pueblan los consejos de administración de las grandes empresas semipúblicas, vamos, telefónicas, petroleras y consorcios de autopistas—lo que son hoy en día nuestras élites extractivas.


Bien, toda esta cuestión de la explotación organizada, que lleva al surgimiento de las prácticas maquiavélicas de la gramática parda, lo tiene bien explicado y teorizado de modo interesante Thorstein Veblen, en su libro sobre La teoría de la clase ociosa. Viene al pelo la cosa, ahora que se jubila el rey, encarnación simbólica de lo que Veblen llama la clase depredadora. Aquí van unos párrafos interesantes sobre la contradicción entre el espíritu de cooperación que requiere una comunidad próspera, y el espíritu depredador que no ha desaparecido en absoluto en las economías modernas y bien ordenadas. El desorden, podríamos decir, forma parte del orden. 

Veblen es de los teorizadores que más claramente han visto, quizá más claro que Marx, cómo la naturaleza humana es depredadora, pero no sólo de la naturaleza, como en la fase "salvaje" de la humanidad, sino ante todo depredadora del paisaje humano que se edifica sobre la cooperación para explotar a la naturaleza, o a un tercero (o a una tercera comunidad). Y ésa es la fase "bárbara" o depredadora de la humanidad, en la que aparecen las civilizaciones—civilizaciones guerreras y dominadoras, en las que se exacerban las diferencias de clase y surgen las aristocracias y las divisiones entre guerreros, sacerdotes y trabajadores. Somos hijos de la guerra. Los rasgos cooperativos que aseguran el éxito del grupo y su selección grupal, en la lucha por la vida, entran en una dinámica compleja con los instintos y prácticas depredadores, y de ese complejo complejo surgen la naturaleza humana, la vida social, la política, y la economía, tal como las conocemos:

Con la llegada de la etapa depredadora de la vida, se produce un cambio en las condiciones del carácter humano apto para el triunfo. Se precisa que los hábitos de vida de los hombres se adapten a las nuevas exigencias bajo un nuevo esquema de relaciones humanas. El mismo despliegue de energía que había encontrado expresión en los rasgos de la vida salvaje que hemos mencionado más arriba, tiene ahora que encontrar expresión siguiendo una nueva línea de acción en un nuevo grupo de respuestas habituales a unos estímulos que son ya diferentes. Los métodos que, medidos en términos de facilidad de vida, respondían adecuadamente a las condiciones antiguas, dejan de ser adecuados para las nuevas. La situación anterior se caracterizaba por una relativa ausencia de antagonismo o diferenciación de intereses; la situación posterior, por una emulación que aumenta constantemente en intensidad, al tiempo que disminuye su ámbito de aplicación. Los rasgos que caracterizan el estadio cultural depredador y los subsiguientes, y que indican cuáles son los tipos de hombres más aptos para sobrevivir bajo el régimen del status son (en su expresión primaria) la ferocidad, el egoísmo, el espíritu de clan y la malicia, es decir, el libre recurso a la fuerza y al fraude.

(...)

Bajo el régimen competitivo, las condiciones requeridas para el éxito del individuo no son necesariamente las mismas que para el de una clase. El éxito de una clase o un partido presupone un fuerte elemento de espíritu de clan, de lealtad a un jefe o adhesión a un principio; en tanto que el individuo competitivo puede lograr mejor sus fines si combina la energía, iniciativa, egoísmo y astucia del bárbaro, con la falta de lealtad o de espíritu de clan del salvaje. (...)
    
El temperamento inducido por el hábito de vida depredador está dirigido a procurar la supervivencia y la plenitud de vida del individuo dentro de un régimen de emulación; al mismo tiempo, favorece la supervivencia y el éxito del grupo si la vida del grupo es también, como colectividad y de modo predominante, una vida de competencia hostil con otros grupos. Pero la evolución de la vida económica de las comunidades más industrialmente maduras ha comenzado, a su vez, a tomar una dirección tal que los intereses de la comunidad no coinciden ya con los intereses emulativos del individuo. En su capacidad corporativa, esas comunidades industriales avanzadas están dejando de competir para lograr los medios de vida o el derecho a vivir, excepto en la medida en que las tendencias depredadoras de sus clases dominantes son capaces de conservar la tradición de guerra y rapiña. Dichas comunidades no son ya hostiles entre sí por fuerza de circunstancias que no sean las de la tradición y el temperamento. Sus intereses materiales —dejando, posiblemente, aparte los intereses de la buena fama colectiva— no son ya incompatibles, sino que el éxito de cualquiera de las comunidades favorece indiscutiblemente —en el presente y por un incalculable tiempo futuro— la plenitud de vida de cualquier otra comunidad del grupo. Ninguna de ellas sigue teniendo un interés material en ser mejor que las otras. Lo mismo no puede asegurarse en igual grado respecto de los individuos y de sus relaciones mutuas.

Los intereses colectivos de cualquier comunidad moderna se centran en la eficacia industrial. De algún modo, el individuo sirve para los fines de la comunidad en proporción a su eficacia en los vulgarmente denominados empleos productivos. Ese interés colectivo está mejor servido por la honestidad, la diligencia, el espíritu de paz, la buena voluntad, la ausencia de egoísmo y un reconocimiento y aprehensión habituales de la secuencia causal, sin mezcla de creencia animista y sin un sentido de dependencia de ninguna especie de intervención preternatural en el curso de los acontecimientos. No puede decirse mucho de la belleza, la excelencia moral, o el valor y reputación generales de una naturaleza humana tan prosaica como la que estos rasgos implican; y hay escaso fundamento para entusiasmarse por la forma de vida colectiva que resultaría del predominio de estos rasgos en una situación de dominio sin control alguno. Pero esto no nos concierne ahora. El buen funcionamiento de una comunidad industrial moderna queda mejor garantizado allí donde se dan estos rasgos, y se llega a alcanzar en el grado en el que el material humano se caracteriza por su posesión. Su presencia es, en cierta medida, requerida para conseguir un ajuste adecuado a las circunstancias de la situación industrial moderna. El complejo, comprehensivo, esencialmente pacífico y altamente organizado mecanismo de la comunidad industrial moderna funciona con mayor rendimiento cuando esos rasgos o la mayoría de ellos están presentes en el más alto grado practicable. Esos rasgos están presentes en el hombre de tipo depredador en un grado notablemente menor del que es útil para los propósitos de la vida colectiva moderna.

Por otra parte, el interés del individuo que vive en un régimen de competencia está mejor servido por un comercio astuto y una administración carente de escrúpulos. Las características arriba mencionadas como útiles para los intereses de la comunidad son perjudiciales para el individuo, no favorables. La presencia de  estas aptitudes en su constitución canaliza sus energías hacia fines distintos de la ventaja pecuniaria; y cuando se trata de satisfacer su deseo de ganancia, dichas aptitudes le llevan asimismo a buscarla por los canales indirectos e ineficaces del trabajo, más que por el procedimiento de embarcarse en una abierta e implacable carrera de prácticas de lince. De manera bastante consistente, las aptitudes para el trabajo constituyen un obstáculo para el individuo. En un régimen de emulación, los miembros de una comunidad industrial moderna son rivales y cada uno de ellos consigue mejor su ventaja individual e inmediata si, gracias a una carencia excepcional de escrúpulos, puede superar y dañar tranquilamente a sus semejantes cuando la ocasión se presenta.

Ya se ha señalado que las instituciones económicas modernas caen bajo dos categorías grosso modo distintas—la pecuniaria y la industrial—. Lo mismo puede decirse de las ocupaciones. Bajo el primer epígrafe se agrupan las ocupaciones que tienen que ver con la propiedad o la adquisición; bajo el segundo, las que tienen que ver con el trabajo o la producción. Lo mismo que encontrábamos al hablar del desarrollo de las instituciones, lo encontramos respecto a las ocupaciones. Los intereses económicos de la clase ociosa se hallan en las ocupaciones pecuniarias; los de las clases trabajadoras en ambas clases de empleos, pero principalmente en los industriales. Se accede a la clase ociosa a través de los empleos pecuniarios.

Estas dos clases de ocupaciones difieren materialmente en lo relativo a las aptitudes requeridas para cada una de ellas; y la preparación que imparten sigue, de modo semejante, dos líneas divergentes. La disciplina de las ocupaciones pecuniarias actúa  con el fin de conservar y cultivar ciertas aptitudes depredadoras y el ánimo depredador. Lo hace así tanto al educar a aquellos individuos y clases que están empleados en estas ocupaciones, como al reprimir y eliminar selectivamente a aquellos individuos y linajes que son ineptos a ese respecto. En la medida en que los hábitos de pensamiento de los hombres son formados por el proceso competitivo de adquisición y posesión, en la medida en que sus funciones económicas están comprendidas dentro del ámbito de la propiedad de riqueza concebida en términos de valor de cambio y de su administración y financiación mediante una permutación de valores, en esa misma medida su experiencia en la vida económica favorecerá la supervivencia y acentuación del temperamento depredador y de los hábitos de pensamiento depredadores. Bajo el moderno, pacífico sistema, son, naturalmente, pacíficos hábitos de pensamiento y las aptitudes depredadoras pacíficas los que pueden ser principalmente favorecidos por una vida de adquisición. Es decir, las tareas pecuniarias permiten perfeccionarse en la línea general de prácticas comprendida bajo la denominación de fraude, y no en las que corresponden al método más arcaico de captura por la fuerza.



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