La última novela de Marsé recrea el ambiente de su adolescencia en la
Barcelona de posguerra. Mucho de autobiográfico parece ir del autor al
protagonista, Ringo, un chaval que iba para aprendiz de joyero, pero
que le pilló un dedo un torno y se lo arrancó.
Ringo es un fantasioso,
un imaginativo, que entretiene a su pandilla inventando aventuras
copiadas del cine y de los westerns, aderezadas de fantasías eróticas.
También iba para pianista, y no pierde la ilusión, sueña aún con ser el pianista de nueve dedos,
admiración de las salas de concierto. Y le atrae una vecina suya,
Violeta Mir, que a la vez le disgusta, y en su acercamientos y
alejamientos de ella va pasando su adolescencia. Mientras, se va
enterando de los tejemanejes de su padre, izquierdista mal asentado en
la Nueva España, que lleva de contrabando matarratas, mensajes, intrigas... y se va distanciando poco a poco de su familia.
Desde su
posición de observador del barrio, Ringo es testigo de la historia de
enamoramiento de la sentimental, indiscreta y ridícula señora Mir,
madre de Violeta, con un realquilado suyo, el señor Alonso, a quien
echa de casa un día para luego estar obsesivamente pendiente de él, de
una carta que le ha prometido...
Ringo hará de mensajero incompetente
entre la casa de los Mir y el señor Alonso, perdiendo una carta que le
encomienda éste, haciéndose el interesante con Violeta y luego dándole
desplantes, aunque éstos son mutuos... todo mientras lee a
Hemingway, a Balzac, a Salgari, a Hamsun, a un montón de autores en la
taberna del barrio. Es un testigo atento pero sólo medianamente
competente, y un mensajero desastroso, peor que el de L. P. Hartley en The Go-Between,
esta vez entre dos amantes avejentados e improbables.
Al final,
apiadado por la pérdida de cabeza de la señora Mir, ya totalmente
bovarizada y alcoholizada, escribe él mismo la carta que perdió, o más
bien la que debería haber sido, la que debió haber escrito el ahora
desaparecido señor Alonso—una carta de amor imposible y de despedida
hasta la eternidad. Sólo para enterarse años después de que el señor
Alonso a quien le rondaba era a la chavala Violeta, y no a su madre,
una variante de la historia de Lolita de barriada obrera. En una
Barcelona en la que nadie dice una palabra de catalán, por cierto.
Con
esa carta fantasiosa y bien intencionada, Ringo se estrena como
escritor; la novela es también un Künstlerroman,
pero con un toque de desengaño y escepticismo, pues el escritor que
corrige la realidad con sus ficciones acaba descubriendo, después de
haber hecho lo posible con su pequeña aportación, que la realidad que
corrige era una apariencia, una ficción más. Que no por mucho observar
se entera uno de lo que tiene delante, que el tiempo acaba mostrando
que las acciones de uno siempre son torpes o de través, y que la
realidad que creemos recuperar en el recuerdo está siempre infectada
por el desfase entre lo que sabíamos entonces y lo que acabaríamos
sabiendo.
Eso vuelve mucho más relativas e inciertas todas las empresas
humanas, incluso la del escritor que intenta enfrentarse al problema de
la realidad que nunca coincide con el deseo. Como emblema de ese
desfase entre el deseo y la realidad, enigma sobre la validez de
nuestras empresas, están el leopardo congelado en el Kilimanjaro, en el
cuento de Hemingway, y su trasunto local, una especie de stairway to heaven
que no lleva a ninguna parte, en una colina pelada pero pronto
urbanizable, muy frecuentada por la señora Mir, cerca del barrio del
Carmelo:
En su vertiente sur, labrados sobre
una roca, hay tres solitarios peldaños de una escalera que nunca se
terminó, que nadie sabe adónde quería subir.
Ahí empieza la escritura de Ringo, y allí empieza, o quizá acaba, la de Marsé. Nuestras
intenciones, nuestras palabras y y nuestras acciones son nuestras, creemos, pero es un enigma dónde aterrizarán, y
qué efectos producirán, y qué opinión nos merecerán vistas desde lejos,
en retrospectiva. No por nada empieza la novela con una cita del pasaje de Walter Benjamin sobre el ángel de la historia.
Porque nada nos pertenece del todo, y ni siquiera nuestro pasado más
familiar está a salvo del sesgo que le da el tiempo que le va cayendo
encima.
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