domingo, 27 de noviembre de 2011

Caligrafía de los sueños

La última novela de Marsé recrea el ambiente de su adolescencia en la Barcelona de posguerra. Mucho de autobiográfico parece ir del autor al protagonista, Ringo, un chaval que iba para aprendiz de joyero, pero que le pilló un dedo un torno y se lo arrancó. 

Ringo es un fantasioso, un imaginativo, que entretiene a su pandilla inventando aventuras copiadas del cine y de los westerns, aderezadas de fantasías eróticas. También iba para pianista, y no pierde la ilusión, sueña aún con ser el pianista de nueve dedos, admiración de las salas de concierto. Y le atrae una vecina suya, Violeta Mir, que a la vez le disgusta, y en su acercamientos y alejamientos de ella va pasando su adolescencia. Mientras, se va enterando de los tejemanejes de su padre, izquierdista mal asentado en la Nueva España, que lleva de contrabando matarratas, mensajes, intrigas... y se va distanciando poco a poco de su familia.  

Desde su posición de observador del barrio, Ringo es testigo de la historia de enamoramiento de la sentimental, indiscreta y ridícula señora Mir, madre de Violeta, con un realquilado suyo, el señor Alonso, a quien echa de casa un día para luego estar obsesivamente pendiente de él, de una carta que le ha prometido... 

Ringo hará de mensajero incompetente entre la casa de los Mir y el señor Alonso, perdiendo una carta que le encomienda éste, haciéndose el interesante con Violeta y luego dándole desplantes, aunque éstos son mutuos...  todo mientras lee a Hemingway, a Balzac, a Salgari, a Hamsun, a un montón de autores en la taberna del barrio. Es un testigo atento pero sólo medianamente competente, y un mensajero desastroso, peor que el de L. P. Hartley en The Go-Between, esta vez entre dos amantes avejentados e improbables. 

Al final, apiadado por la pérdida de cabeza de la señora Mir, ya totalmente bovarizada y alcoholizada, escribe él mismo la carta que perdió, o más bien la que debería haber sido, la que debió haber escrito el ahora desaparecido señor Alonso—una carta de amor imposible y de despedida hasta la eternidad. Sólo para enterarse años después de que el señor Alonso a quien le rondaba era a la chavala Violeta, y no a su madre, una variante de la historia de Lolita de barriada obrera. En una Barcelona en la que nadie dice una palabra de catalán, por cierto. 

Con esa carta fantasiosa y bien intencionada, Ringo se estrena como escritor; la novela es también un Künstlerroman, pero con un toque de desengaño y escepticismo, pues el escritor que corrige la realidad con sus ficciones acaba descubriendo, después de haber hecho lo posible con su pequeña aportación, que la realidad que corrige era una apariencia, una ficción más. Que no por mucho observar se entera uno de lo que tiene delante, que el tiempo acaba mostrando que las acciones de uno siempre son torpes o de través, y que la realidad que creemos recuperar en el recuerdo está siempre infectada por el desfase entre lo que sabíamos entonces y lo que acabaríamos sabiendo. 

Eso vuelve mucho más relativas e inciertas todas las empresas humanas, incluso la del escritor que intenta enfrentarse al problema de la realidad que nunca coincide con el deseo. Como emblema de ese desfase entre el deseo y la realidad, enigma sobre la validez de nuestras empresas, están el leopardo congelado en el Kilimanjaro, en el cuento de Hemingway, y su trasunto local, una especie de stairway to heaven que no lleva a ninguna parte, en una colina pelada pero pronto urbanizable, muy frecuentada por la señora Mir, cerca del barrio del Carmelo:

En su vertiente sur, labrados sobre una roca, hay tres solitarios peldaños de una escalera que nunca se terminó, que nadie sabe adónde quería subir.

Ahí empieza la escritura de Ringo, y allí empieza, o quizá acaba, la de Marsé.
Nuestras intenciones, nuestras palabras y y nuestras acciones son nuestras, creemos, pero es un enigma dónde aterrizarán, y qué efectos producirán, y qué opinión nos merecerán vistas desde lejos, en retrospectiva. No por nada empieza la novela con una cita del pasaje de Walter Benjamin sobre el ángel de la historia. Porque nada nos pertenece del todo, y ni siquiera nuestro pasado más familiar está a salvo del sesgo que le da el tiempo que le va cayendo encima.

 
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