lunes, 3 de enero de 2011

Vídeos caseros, percepción almacenada

Que el cine es percepción almacenada y organizada es obvio. Pero viendo viejos vídeos caseros se tiene una visión especialmente desfamiliarizada de este hecho—desfamiliarizada precisamente por la familiaridad de lo representado (o sea, por la familiaridad de la familia).

Mi padre era muy aficionado a la tecnología. De hecho estudió electrónica, con la ayuda de mi tío Agustín que era un hablante nativo —de los que se montaban televisores caseros, por entretenimiento, allá por los años sesenta. Aparecía mi tío con un magnetófono de esos de bobinas, como un maletín gordo, y mi padre empezaba a grabar allí lecciones de inglés y francés, para organizar grupos simultáneos de clases a hijos y sobrinos. O grababa entrevistas a los abuelos que se dejaban y colaboraban. Luego, apenas llegados los setenta, apareció con el primer "radiocassette"—¿Qué es eso?, le preguntábamos. O la primera calculadora Hewlett-Packard que aparecía por el horizonte. Luego, el primer ordenador Spectrum, y hala, a dar clases de programación, que era lo que se hacía entonces. Luego ya perdió la comba tecnológica, pero aún les animaba a sus cuñados setentones a ponerse videochat para seguir en contacto.

Bien, pues a la fotografía fue moderadamente aficionado -- tenemos varios cientos de fotos de cuando éramos críos, pero de lo que verdad se hizo asiduo es de los vídeos caseros. Muchos han comprado el aparato, pero pocos lo han utilizado. Mi padre, desde luego, le hizo gasto, aunque la mitad de sus grabaciones consistan en familiares quejándose de que los estan grabando—"déjalo ya, Ángel" —"Papá, para de grabar, ven a comer". "Las mismas frases toda la vida", dice mi madre —"no sé cuándo comía, si se pasaba la vida grabando". En los vídeos caseros, como en las fotos viejas, queda retratado quieras que no el ambiente de la época, el estilo de cada cual, los gestos que revelan personalidad y actitudes... no son películas con guión, pero tienen el guión sin ensayar que va escribiendo la vida, y por tanto, a su manera, no les falta ni puesta en escena, ni argumento ni actuaciones memorables. Además llevan grabada, estas grabaciones caseras, una experiencia vívida del paso del tiempo a la que no puede imitar ninguna película de ficción, ni siquiera las que versan sobre el paso del tiempo y los contrastes y superposiciones entre presente y pasado. Porque aquí es nuestro tiempo, nuestro presente como espectadores y nuestro pasado como figurantes el que proporciona la tensión a esta narratividad tan irrepetible del vídeo casero.

Les amenazaba a los vídeos de mi padre la obsolescencia tecnológica, pero mi hermano Gerardo (ahora en pantalla, en versión más juvenil) encontró un conversor automático de vídeos magnéticos a digitales. Si no, la pereza nos puede. Nadie volverá a ver las filminas de aquellos proyectores que deben estar en algún trastero, probablemente averiados.

Hemos estado viendo a Ivo de pequeño, en el año 1999. A Álvaro aprendiendo a nadar en la piscina de Biescas, también el milenio pasado. Saltamos ahora a la boda de Eva en 2006. Ahí aparezco yo como patético fotógrafo oficiante—son mucho mejores los vídeos, qué vas a comparar.

"¿A que no te suponías que esto había quedado registrado para la eternidad?"—Pero allí estaba el tío del vídeo, otro oficiante imprescindible.

En el caso de los vídeos de mi padre, que murió el año pasado, tiene la experiencia almacenada en los vídeos una dimensión añadida. Una persona ha muerto, y de repente reaparece una porción de su experiencia resucitada—porque estos vídeos los grababa mi padre, pero jamás los veía nadie. De repente, ves en ellos a mi padre—no desde fuera, porque allí poco abunda él—sino desde dentro, ves lo que él veía exactamente, miras lo que miraba, te ves a tí mismo tal como te filmaba. A veces le pasaba la cámara a alguien, para aparecer él, mínimamente—a nadie le interesaba especialmente la filmación ni el proyecto del Vídeo Casero, aunque ahora los vemos con más interés del que esperábamos. "¡Mira Pinza!"— "Y esta es Elsa". "Pero no llevas coletitas". Era un mal necesario, y eso que la gente sí se compra vídeos para comparar sus prestaciones, o humillar a los cuñados —pero pocos los emplean. Los pequeños tampoco les prestan ahora mucha atención, están más interesados en jugar a videojuegos que en verse a sí mismos en la pantalla jugando a videojuegos. "¿Os dais la mano como entonces, niñas, que le hago una foto?"  Al vídeo, y a las niñas dándose la mano delante.

Los demás pasamos por delante de la cámara, pero es el punto de vista de mi padre el que se mantiene, y el que vemos desde dentro, tal y como era entonces.

Es una pequeña incursión contra el tiempo, de las que permite la tecnología, recuperando el pasado o viajando por él con nuestras limitaciones. Si toda narración es una máquina del tiempo, el vídeo casero lo es más. Y es además una máquina intersubjetiva: te introduce en la experiencia desde otro punto de vista, viendo otro ángulo de la situación, cuando parecía irremediablemente perdido, parte de una vida que desapareció. Fast forward. Retroceso. Pasa la primera cinta otra vez. Se descubren nuevos matices de la realidad mediatizada por la tecnología, del pasado y de la nostalgia filtrados tecnológicamente. Porque sí es una experiencia nostálgica, inherentemente melancólica, aunque también da para ratos divertidos. Nos estamos acercando al presente irremediablemente, nuestra cara en la pantalla empieza a parecerse a la que lucimos, allí reflejada, cuando apagamos el ordenador.

 
 
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