martes, 14 de septiembre de 2010

El silencio del archivo y el ruido del ciberespacio

 

Reseño aquí el artículo "The Silence of the Archive and the Noise of Cyberspace", de Leah S. Marcus, publicado en The Renaissance Computer: Knowledge Technology in the First Age of Print (ed. Neil Rhodes y Jonathan Sawday, 2000). Según su propio resumen, Marcus explora en qué medida el ordenador cumple el viejo sueño de crear una "memoria enciclopédica". Nos proporciona funciones de memoria inauditas en otros tiempos, pero a la vez plantea problemas irritantes y familiares parecidos a los que se encontraron los usuarios de las tecnologías del conocimiento renacentistas. Como en sus esquemas memorísticos, el ordenador nos permite imaginar espacialmente el funcionamiento de la memoria, con sus sistemas de archivos, carpetas y sitios web, a la manera de los edificios mentales imaginarios que aparecen en obras renacentistas. Y también promete replicar en versión digital la textura ruidosa y parlanchina del encuentro entre lector y texto, previa a la hegemonía del "silencios de los archivos", característica de la letra impresa en la era moderna. Para Marcus, este silencio idealizado se ve reemplazado por una forma más activa, mutable y "ruidosa" de reproducción textual, y aparecen en este "ruido del ciberespacio" unas formas de relacionarse con el conocimiento anterior que son altamente teatrales y auditivas. Los blogs, entiendo, son una forma muy característica de esta textualidad típicamente ciberespacial, aunque su emergencia masiva sea posterior al artículo de Marcus. En la textualidad electrónica del ordenador convergen la manipulabilidad y customizacigón individual del manuscrito previo a la imprenta, con la reproducibilidad masiva y el acceso a muchos textos que facilita la imprenta. También se parece, observa Marcus, al "florilegio" o miscelánea que permitía acceso rápido a materiales diversos a finales de la Edad Media y principios del Renacimiento. 

 


Marcus observa cómo en los archivos en red modernos creamos nuestras propias versiones de los florilegios, a la vez contando con la exactitud de la imprenta y con el potencial de adaptación personal del manuscrito. La imaginación asociada a la tecnología del conocimiento da lugar en el Renacimiento a invenciones curiosas que parecen querer llevar más allá las posibilidades de la letra impresa. Así la máquina de leer de Agostino Ramelli (descrita e ilustrada en Le Diverse e Artificiose Machine de Capitano Agostino Ramelli, París, 1588), una especie de atril múltiple giratorio que permite al lector pasar de un libro a otro rápidamente... casi un antecedente, diríase, del Memex de Vannevar Bush, aunque, claro, no deja huellas del trayecto de lectura ni enlaces visibles en los libros.  La tradición psicológica y la mnemotécnica llevaban también a imaginar la mente como un espacio con diversas salas: hay abundantes ejemplos renacentistas, en el Pastime of Pleasure de Stephen Hawes (1509) o el Mirrour of the World de Caxton de 1527. También la Mnemonica, sive Arte Reminiscendi de John Willis (1618); de estos artefactos mnemotécnicos habla Frances Yates. Las alegorías mnemotécnicas imaginan utópicamente algunas de las capacidades de acceso a la información que da hoy el ordenador. Otro ejemplo es L'an 2440 de Louis-Sébastien Mercier, 1771, en el que los sabios condensan el saber de una biblioteca en un pequeño libro. También el ordenador reposa sobre una conceptualización comparable: 

"Como los sistemas de memoria artificial abogados por los rétores y filósofos naturalistas de la Edad Media y del Renacimiento, el ordenador equipado con Windows emplea imágenes llamativas o iconos que actúan como controles memorísticos para obtener acceso a bloques mayores de información; y como los anteriores sistemas, provoca en un principio asombro y maravilla en los usuarios, ante el aumento de capacidad que parece ofrecer a nuestro intelecto humano" (21, traduzco) 
 

Esto dentro de las obvias diferencias que también reseña Marcus. Es difícil, dice, en una cultura inundada de imágenes como la nuestra, recrear el impacto de las escasas imágenes disponibles en la cultura de hace quinientos años. Pero la imprenta produjo un impacto similar en cierto modo al que hoy produce la informática, creando también sentimientos de alienación y rechazo a una cierta "inhumanidad" del medio: "D.F. McKenzie y Keith Thomas recogen muchos testimonios sobre alienación frente a la imprenta en la modernidad temprana, en particular cuando los lectores se encontraban con versiones impresas de materiales que con los que tenían previamente la 'experiencia viva' de la representación: obras de teatro, lecciones, y sermones" (22). 

El libro se concibió durante el primer siglo de la imprenta como una especie de vehículo de almacenamiento, como un disco de ordenador, "más bien que como un sustituto del cuerpo del autor" (22)—Roger Chartier dice que costó un tiempo conceptualizar al libro impreso como la imagen de su autor. Algo parecido a lo que sucede hoy con la necesaria parafernalia electrónica del texto electrónico. Preocupaba el desplazamiento de la inmediatez de la comunicación humana: "Tanto el primer siglo de la cultura impresa como nuestra cultura digital actual estaban preocupados por la imagen híbrida del humano que es también una máquina" (23); esto da lugar a imágenes peculiares en Shakespeare o Sidney. Sugiere Marcus que "esta hibridación entre el organismo humano y la tecnología (...) es característica de tiempos en los que un método tradicional de comunicación se ve amenazado por métodos nuevos y se ve gradualmente desplazado" (23). Y si hoy la presencia del autor en el libro se ve problematizada, quizá la erosión se deba al desarrollo de la comunicación en red. 

Por su parte, el ordenador empieza a adquirir la personalización y presencia antes atribuidas a la letra impresa. (Una vez más, los blogs son un fenómeno muy característico a este respecto, aunque Marcus no los conocía todavía). Maquiavelo, o Milton, presentan la lectura como presencia fantasmal o espiritual del autor, conversación desplazada con él; y estos modos muy teatrales y auditivos de relacionarse con el saber escrito era más bien la regla que la excepción en esta época temprana de la imprenta. Esta interactividad vuelve hoy a través del ordenador: 

"El ordenador y el ruidoso mundo del ciberespacio nos permiten recapturar parte de los elementos auditivos y sociables de la lectura y memoria renacentistas, los que el archivo y la biblioteca modernos han suprmido bajo el aviso de 'Silentium'." (27)

Incluso el contacto con la voz de los autores es posible, a través del desarrollo de los sistemas multimedia; "es imposible predecir las maneras en que se profundizará y cambiará nuestro conocimiento del pasado si nos adaptamos a la etraña práctica de oír además de ver nuestros archivos" (28) Hasta aquí el artículo de Marcus, muy en la línea McLuhaniana que anima todo el volumen (siempre hay que volver a La Galaxia Gutenberg para estas cuestiones). Los desarrollos multimedia, como se sabe, han ido a más, y se han diversificado las experiencias multimedia en la red. Quizá el resultado más significativo sea un relativo arrinconamiento de la cultura archivística procedente del mundo de la imprenta, a pesar de la proliferación de repositorios y archivos digitales. En la dimensión digital perviven reencarnados, o mejor dicho desmaterializados, todos los fenómenos propios de la era de la imprenta y hasta del manuscrito: es posible examinar todos los pergaminos amarillos de Beowulf en red. Pero en esta explosión de información y textualidad pasan a tener preeminencia y prioridad los fenómenos propios, inéditos y característicos de la nueva era—con lo cual no quiero decir que la digitalización de la cultura impresa no sea propia, inédita y característica, entiéndaseme bien. Pero es la literatura en sí lo que se ve desplazado por un nuevo régimen de comunicaciones que sigue protocolos interaccionales diferentes—lo que Marcus llama "el ruido del ciberespacio". 

 

 
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