sábado, 3 de agosto de 2024

El sueño de un verano

Un cuento para este agosto, uno que he sacado de un libro que encontré por la calle, El Sueño de un Verano, de varios autores, publicado a fines del siglo pasado por Espasa. 


La cama impensable  (Irene Gracia)

Bajo las estrellas, al relente de la noche húmeda, permanecía adormilada, sabiendo que me hallaba en una cama interminable, bajo una sábana de proporciones tan colosales como aquel mapa de China que, según la leyenda, era tan grande como el país que reproducía. ¿Sería aquella cama más grande que China y sus barrotes coincidirían ya con las montañas por las que serpentea la gran muralla?, me he preguntado a veces.

Por descontado que era una cama llena de barrancos, donde poder dejarse tentar por el abismo, pero no se notaban a primera vista, en parte porque los cubría la sábana, cuando no el colchón o la colcha roja y transparente.     

Recuerdo que me embargaba una desconocida sensación de bienestar, seguramente porque descansaba en posición fetal, y aunque nadie me abrazaba, cerca de mí estaban mi último novio y un perro que tuve de niña, pegados el uno al otro. No mucho más allá dormía mi hijo, y a unos pocos metros estaba otra vez mi hijo, pero con el aspecto que tenía a los dos años, cuando todavía era un bebé, cuando todavía se bañaba conmigo y conmigo dormía la siesta, rozándome el ombligo con sus pies desnudos. Y cerca suyo dormía su padre, sin rencor. Y ¡ay! también estaba mi hermano… Era él, era él, y estaba tumbado boca arriba, con las piernas y los brazos extendidos, confiado, vencido, como un púgil en el nirvana del KO, y aunque tenía los ojos cerrados, conservaba su generosa sonrisa de gato de Cheshire, fluorescente en la oscuridad azul cobalto como las fluorescentes estrellas.    

Y aquí y allá estaba mi madre, mi hermana, mis tías, aquellas que se fueron a la India… ¡¡Ya me había olvidado de él! Sí, también estaba el primer hombre que me amó, era un hombre pequeño de poco más de diez años. Esa edad debía tener cuando mi amiga Elisa y yo frenamos en seco nuestras bicicletas para observar a aquel niño callejero que atrapaba peces con las manos y se los introducía de cabeza en la boca. Había llovido torrencialmente aquel agosto, y el agua estancada del mar en la riera le llegaba hasta las rodillas, y él se reía de nosotras mientras se comía los peces vivos que habían quedado atrapados en aquella trampa acuática. Mi amiga escapó asustada, pero yo seguí observando hipnotizada, con asco y fascinación, cómo aquellas colas plateadas abofeteaban convulsivamente su cara.

Quedaba muy lejana aquella tarde y ahora, al recordarla, me doy cuenta de que sólo me han gustado los hombres con el suficiente estómago como para tragarse peces vivos, sólo esos. Junto a él dormía Elisa y la pelirroja Carmina, pálida y mortecina, con sus párpados tan violáceos como sus venas. Y aunque parecía dormir el sueño eterno después de la última jeringuilla letal, su blanquísimo pecho se mecía al mismo compás que las dunas escarlatas y seguramente era su narcótico aliento el que atemperaba los sueños de los durmientes.

Allí estaban todos, no faltaba nadie y allí estaba… ¡cómo no, mi aviador!, como me gusta llamarle. Dormía con sus gafas de aviador puestas, con sus tirantes de aviador, con sus botas de aviador, tal y como le gustaba vestirse en la época en que lo conocí, cuando los dos estudiábamos Bellas Artes. 

Era el mejor, yo lo sabía. No había otro como él, pero los demás fingían no darse cuenta. A la hora en que se hacen las apuestas sobre cuál de nosotros se comería el mundo, yo no dudaba en señalarle con el dedo, pero los otros alumnos pasaban la vista de largo, fijando su atención en otra parte. Así es cómo conocí las alianzas tácitas de los mediocres. Así fue cómo aprendí que a todo lo excepcional se le hace el vacío.

A veces se acercaba a mí. Al principio, creí que era mi pintura la que le interesaba, así que decidí devolverle las visitas y descubrí su imperdonable talento. Recuerdo la tarde en la que me llevó a volar en avioneta. Así fue cómo aprendí que el vértigo y el placer se dan la mano en el vacío. Y cuando sobrevolábamos Barcelona, él rozó mi mano con la suya y exclamó entre risas:

—¡A que me tiro y te dejo sola en este cacharro!

Yo no me lo tomaba en serio, me gustaba que me llamase desde los diferentes aeródromos cuando se ausentaba. Un día dejó de telefonearme y lo sentí, sobre todo porque los demás compañeros empezaron a murmurar que había dejado de aparecer por clase porque lo habían metido en la cárcel. Pero pronto lo olvidé…. Hace algún tiempo me volvió a llamar y me dijo que su vuelo había sido demasiado largo, demasiado bajo, demasiado rastrero, a ras de suelo, y que por eso había dejado de llamarme. Me aseguró que no me había olvidado, que le gustaría verme, pero que prefería que yo no le viera a él. ¿Cómo iba a imaginar que lo iba a encontrar en la cama interminable? 

¿Dormirían también allí los famosos de otras épocas, todos los famosos, esos que, según decían, eran inmortales por decreto?, me pregunté aterrada, y empecé a caminar por la cama infinita mientras se iban desperezando, sobre una sábana finísima que parecía de seda líquida, los personajes a los que me he referido. Volví a preguntarme por los inmortales. ¿Dónde estaban? Allí, en la cama gigantesca, cabían muchas personas más. Probablemente a lo lejos, tras las lejanas ondulaciones de las sábanas, en el remoto horizonte, había miles, millones de seres, durmiendo en la misma cama. ¿No era para sentir vértigo? , pensé, asustada ante mí misma y ante el hecho de que todo aquello se me antojara natural.


II

He comenzado mi relato por el final, lo siento… Empezaré por el principio, como debe ser. Bien, érase una vez una mujer que todas las noches aspiraba a una noche ideal en la que se viera durmiendo en la misma cama junto a todas las personas que había amado a lo largo de su vida. Una noche de verano, el mismo genio maligno que atormentaba a Hoffmann y a otros soñadores de sueños imposibles, le concedió su deseo, y soñó que despertaba dentro del sueño, y que los otros durmientes también despertaban, y a medida que iban abriendo los párpados podía ver reflejados en sus pupilas la sorpresa, la duda, la dicha, el amor, el rencor, la vida. 

Allí estaban todos, sobre la cama impensable, y no faltaba nadie. Todos los muertos y todos los vivos, reclamando su compañía, con miradas de reproche. Sin saber a quién dirigirse, sintió que el corazón se le hacía añicos. Y se le erizó la piel cuando alguien le sopló al oído el nombre de aquel lugar.

Echó a andar sobre las sedosas dunas. Mientras avanzaba, creó ver a lo lejos una selva y vio las luces de una avioneta cruzando la noche negra.

Cuando, tras sobrevolar miles de dunas, llegó al fin de la cama, creyó ver un precipicio por el que se precipitaban las sábanas como, al final del océano, se precipitaban las aguas en las leyendas antiguas. Allí se daban la mano el vértigo y el espanto, y no supo qué hacer….

Seguía al borde del abismo cuando despertó sudando de angustia. Enseguida reconoció su cuento: la cama, el vaso, el cuadro de la muralla china, el cartel del avión…, y en su cabeza, aún vivas, aún recientes, las imágenes de una pesadilla y la impresión, cada vez más vaga, de que en el sueño le había dicho una palabra, una sola palabra que había olvidado, y que prefería recordar.


(7 de agosto de 1997)


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