Según Miguel de Unamuno, en "La tumba de Costa":
¡Pero tantas cosas se han dicho de Costa a su muerte! Se ha llegado a presentar como rasgos de altivez verdaderas flaquezas de enfermo, y hasta no ha faltado quien ha querido negar su soberbia. Sí, soberbio fué, muy soberbio. ¿Y qué? Lo malo en esto es la hipocresía. Digan lo que quieran, a Rousseau le salva su cinismo. He hablado con personas que tuvieron trato íntimo con Costa, y me han contado cosas muy características de su soberbia, de su endiosamiento si se quiere, y de la poca o ninguna paciencia con que llevaba el que se le contradijese. ¿Y qué? Momento hubo en que su gran decepción fué no haber provocado toda una revolución con su palabra apocalíptica. El mayor pecado de su pueblo, a sus ojos, debía de ser el que no le hacía bastante caso.
Y aunque he supuesto que, de haber podido resucitar con todo su sano juicio, habría aborrecido esta farándula que a su muerte se ha desatado, no quiero decir, ni mucho menos, que odiara las pompas y vanidades mundanas. No; era hombre, un hombre de cuerpo entero y noble; pero es abusar de la palabra llamarle santo. Del Dante, aquel ardiente profeta de Italia, que escribió sus tan conocidos tercetos sobre la vanidad de la gloria, dice Boccacio que fue más ensioso de gloria de lo que acaso correspondía a su ínclita virtud. Y Costa no estuvo libre de esta flaqueza humana que no perdonó ni al Dante ni al mismísimo San Francisco de Asís. Persona quiere decir máscara, y toda personalidad se hace en el escenario y para el escenario. Y Costa era una personalidad, un hombre político, un personaje, no un hombre privado. Su austeridad misma tenía un poco de teatral. Hay retraimientos que son tan exhibicionistas como lo contrario.
Y todo esto, crean lo que creyeren los maliciosos y los majaderos—que en rigor pertenecen a la misma ganadería—, no lo digo en reproche de Costa, sino en amor a la verdad y en amor también a su memoria. Porque así se nos aparece más hombre, más verdaderamente hombre, más nuestro. Lo demás no es sino una leyenda hipócrita, como la que, a conciencia de que se falsifica la verdad, se pretende hacerle. (Ensayos, Aguilar, I, 936)
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