viernes, 9 de junio de 2023

Templando su rabel

Afligido [Mireno] de la ingratitud de Silveria, viendo que otro día con Daranio se desposaba, con la rabia y dolor que le causaba este hecho, se había salido de su casa, acompañado de sólo su rabel, y convidándole la soledad y silencio de un pequeño pradecillo que junto a las paredes de la aldea estaba, y confiado que en tan sosegada noche ninguno le escucharía, se sentó al pie de un árbol, y templando su rabel, de esta manera cantando estaba:

 

Cielo sereno, que con tantos ojos

Los dulces amorosos hurtos miras,

Y con tu curso alegras o entristeces

A aquel que en tu silencio sus enojos

A quien los causa dice, o al que retiras

De gusto tal, y espacio no le ofreces:

Si acaso no careces

De tu benignidad para conmigo,

Pues ya con sólo hablar me satisfago

Y sabes cuanto hago,

No es mucho que ahora escuches lo que digo,

Que mi voz lastimera

Saldrá con la doliente ánima afuera.

 

Ya mi cansada voz, ya mis lamentos

Bien poco ofenderán al aire vano,

Pues a término tal soy reducido

Que ofrece amor a los airados vientos

Mis esperanzas, y en ajena mano

He puesto el bien que tuve merecido.

Será el fruto cogido

Que sembró mi amoroso pensamiento

Y regaron mis lágrimas cansadas,

Por las afortunadas

Manos a quien faltó merecimiento

Y sobró la ventura

Que allana lo difícil y asegura.

 

Pues el que ve su gloria convertida

En tan amarga dolorosa pena

Y tomando su bien cualquier camino,

¿Por qué no  acaba la enojosa vida?

¿Por qué no rompe la vital cadena

Contra todas las fuerzas del destino?

Poco a poco camino

Al dulce trance de la amarga muerte,

Y así, atrevido aunque cansado brazo,

Sufrid el embarazo

Del vivir, pues ensalza nuestra suerte

Saber que a amor le place,

Que el dolor haga lo que el hierro hace.

 

Cierta mi muerte está, pues no es posible

Que viva aquel que tiene la esperanza

Tan muerta y tan ajeno está de gloria;

Pero temo que amor haga imposible

Mi muerte, y que una falsa confianza

Dé vida, a mi pesar, a la memoria.

Mas ¡qué! Si por la historia

De mis pasados bienes la paseo

Y miro bien que todos son pasados,

Y los graves cuidados

Que triste ahora en su lugar poseo,

Ella será más parte

Para que della, y del vivir, me aparte.

 

¡Ay, bien único y sólo al alma mía

Sol que mi tempestad aserenaste,

Término del valor que se desea!

¿Será posible que se llega el día

Donde he de conocer que me olvidaste,

Y que permita amor que yo le vea?

Primero que esto sea,

Primero que tu blanco hermoso cuello

Esté de ajenos brazos rodeado,

Primero que el dorado

—Oro es mejor decir—de tu cabello

A Daranio enriquezca,

Con fenecer mi vida el mal feneca.

 

Nadie por fe te tuvo merecida

Mejor que yo; mas veo que es fe muerta

La que con obras no se manifiesta,

Si se estimara el entregar la vida

Al dolor cierto y a la gloria incierta,

Pudiera yo esperar alegre fiesta;

Mas no se admite en esta

Cruda ley que amor usa el buen deseo,

Pues es proverbio antiguo entre amadores,

Que son obras amores,

Y yo, que, por mi mal sólo poseo

La voluntad de hacellas,

¿Qué no me ha de faltar faltando en ella?

 

En ti pensaba yo que se rompiera

Esta ley del avaro amor usada,

Pastora, y que los ojos levantaras

A una alma de la tuya prisionera,

Y a tu propio querer tan ajustada,

Que, si la conocieras, la estimaras.

Pensé que no trocaras

Una fe que dio muestras de tan buena

Por una que quilata sus deseos

Con los vanos arreos

De la riqueza, de cuidados llena;

Entregástele al oro

Por entregarme a mí continuo al lloro.

 

Abatida pobreza, causadora

Deste dolor que me atormenta el alma,

Aquel te loa que jamás te mira;

Turbóse en ver tu rostro mi pastora,

A su amor tu aspereza puso en calma.

Y así, por no encontrarte, el pie retira.

Mal contigo se aspira

A conseguir intentos amorosos:

Tú derribas las altas esperanzas

Y siembras mil murallas

En mujeriles pechos codiciosos;

Tú jamas perficionas

Con amor el valor de las personas.

 

Sol es el oro, cuyos rayos ciegan

La vista más aguda, si se ceba

En la vana apariencia del provecho.

A liberales manos no se niegan

Las que gustan de hacer notoria prueba

De un blando, codicioso, hermoso pecho.

Oro tuerce el derecho

De la limpia intención y fe sincera

Y, más que la firmeza de un amante,

Acaba en un diamante,

Pues su dureza vuelve un pecho cera,

Por más duro que sea,

Pues se le da con él lo que desea.

 

De ti me pesa, dulce mi enemiga,

Que tantas tuyas puras perfecciones

Con una avara muestra has afeado,

Tanto del oro te mostraste amiga

Que echaste a las espaldas mis pasiones

Y al olvido entregaste mi cuidado.

En fin, ¡que te has casado!

¡Casádote has, pastora! El cielo haga

Tan buena tu elección como querrías,

Y de las penas mías

Injustas no recibas justa paga.

Mas ¡ay! Que el cielo amigo

Da premio a la virtud, y al mal, castigo.

 

 

 

(Miguel de Cervantes, La Galatea)

 

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