viernes, 7 de enero de 2022

'Rostros con vida: La importancia de la palabra' por Juan Manuel de Prada - Disidencia, hipocresía y martirio



Un apunte a la conferencia de Prada (de cuya fe en un más allá y de cuyo fundamentalismo católico disiento por completo, por cierto).

El meollo de la conferencia y del dilema va sobre hasta qué punto debemos aceptar las leyes injustas.  Prada propone que no hay que aceptarlas, pero que tal rechazo ha de manifestarse de maneras diferentes según las diferentes personas y situaciones: desde el exilio o el encarcelamiento o el martirio para el cual se propone él mismo, hasta modos de eludir la ley que podrían parecer más maquiavélicos que cristianos hasta que recordamos el consejo éste que cita sobre "ser inocentes como palomas y astutos como serpientes"—o podríamos recordar también los célebres "equívocos" y licencias para mentir de los jesuitas, esquivando la persecución e infiltrándose en la sociedad política. O, por qué no, la fitna de los musulmanes, que viene a ser lo mismo—el derecho a mentir y engañar a los que no participan de nuestra fe.

Como se ve, la cosa lleva a terrenos problemáticos, y la supuesta inocencia cristiana del resistente parece más bien taimada astucia de serpiente desde el punto de vista de quien pretende imponerle su ley. Todo cuestión de puntos de vista: quien busca engañarme desde luego no es persona de fiar en estas cuestiones.

Pero yendo más allá, el dilema es por supuesto fascinante y universal, en absoluto una cuestión restringida a los cristianos. Dado que la ley y la ética personal, o la moral de mi grupo, no coinciden, hay que optar entre declarar la guerra abierta o pasar a diversas estrategias de resistencia, elusión, maquiavelismo y manipulación—y todo sea por el bien mayor, que no viene definido por la ley—la ley es como mucho un espacio de compromiso para las diversas morales.

Ahora bien, se echa de ver que ese espacio, así planteado, es inherentemente un espacio de simulación y falsedad, seguimos la ley de boquilla, pero cada cual barre para casa en cuanto puede, pues desde el punto de vista de su moral o ética, la ley no es ni moral ni ética. Es simplemente legal, la ley impuesta por la violencia (legítima en sus términos) del Estado. Y todos pertenecen a una resistencia secreta en mayor o menor medida, a veces manifestada de modo más abierto, a veces siguiendo las leyes por obediencia debida, a veces trampeándolas y socavándolas en cuanto eso no tiene consecuencias destructivas, o compensa hacerlo.

Visto así, el espacio político es una guerra larvada de todos contra todos, y la ley es siempre ilegítima porque no la he hecho yo. Me la he encontrado hecha, y es una ley inmoral, y mi labor política ha de consistir en transformarla, en hacerla moral. Se echa de ver también fácilmente la inviabilidad política de este planteamiento de paz simulada y guerra soterrada. (Inviable... pero quizá muy real).

¿Puede teorizarse un orden político totalmente abierto, donde la disidencia tenga un espacio reconocido y estable, y no tenga que andarse con artimañas destructoras contra el espíritu de la ley?

Yo creo que no, y que toda reconciliación y armonía es sólo aparente—el conflicto se oculta detrás, y, como decía Pope, es inherente e inevitable:

all subsists by elemental strife:

And passions are the elements of life.

The general order, since the whole began,

        Is kept in Nature, and is kept in man.

Estamos condenados, por tanto, a vivir en mayor o menor medida en la disidencia, en la clandestinidad, y a ser como jesuitas hipócritas infiltrados en un sistema corrupto que contribuimos a sostener en público y contra el que trabajamos en secreto, o en discreto, o (por qué no) también en público. Todos somos gentes de orden, y defensores de la ley, y todos somos también objetores de conciencia, tramposos y maquiavélicos simuladores que la esquivan en cuanto les conviene—por el propio bien, o por el de la causa.

 

 Vigilancia cotidiana


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