Un fragmento de "La Hominización", de Pierre Teilhard de Chardin (1923), incluido en su recopilación La Visión del pasado (Taurus, 1958, 1966).
II. POSICIÓN SISTEMÁTICA DE LA HUMANIDAD: LA ESFERA HUMANA O NOOSFERA
La posición sistemática del Hombre en la serie zoológica se nos ha manifestado como un problema serio, tan pronto como hemos empezado a medir la desproporción flagrante que existe entre la débil variación morfológica de donde ha salido el pensar reflexivo, y la conmoción tremenda que ha producido en la distribución general de la vida terrestre esta facultad nueva.
A este problema le hemos dado un comienzo de solución al señalar que la homogeneidad morfológica de la raza humana, tan extraordinaria cuando se compara con la diversificación interior que se produce en otras capas animales grandes, era sólo aparente y debida a la invención de instrumentos artificiales. La Humanidad, decimos, como todos los grupos vivientes que en un momento dado han cubierto la Tierra, tiene sus phyla internos, sus radiaciones—o verticilos—de formas; pero estos phyla se hallan disimulados o diseminados, porque están representados no por líneas de seres diferenciados en la medida de su especialización, sino por categorías de instrumentos de los que puede servirse sucesivamente un mismo individuo. A partir de entonces, la especie humana se nos revela como un poco menos paradójica. A pesar de su escasa diferencia morfológica con relación a los demás Primates, y a pesar de su aparente pobreza en cuanto a ascendencias diferenciadas, tiene las dimensiones, el valor, la riqueza no sólo de un "orden", sino de un grupo natural todavía más vasto. Zoológicamente representa por sí solo no sólo tanto como los Carnívoros o los Roedores, sino como los Mamíferos en conjunto. He aquí la primera verdad que se descubre. Mas, puesto que la Humanidad equivale a un orden o incluso a una clase, habrá de hacerse de ella verdaderamente un orden o una clase? Esto es otro asunto.
Sin duda, esta nueva manera de comprender la posición y el valor sistemático del Hombre será más objetiva, respetará mejor la magnitud del hecho humano, que no la que consiste en sumergir a nuestro grupo en medio de los monos a título de suborden o de familia. En cambio, ofrecerá un grave inconveniente: el de deformar la armonía de nuestras divisiones zoológicas, sin por ello poner más de manifiesto el valor y la novedad específica de la especie humana. Elevar a la dignidad de orden o de clase a la Humanidad, implicaría que entrase sin mutilación ni deformación en un sistema de clasificación construido expresamente para una zona de la vida en la que cada cambio activo se traduce en un cambio de órgano. Ahora bien, no sólo el hombre escapa a esta ley, sino que escapa a ella por el juego mismo de las propiedades psíquicas que se hallan en el surgimiento de su importancia biológica experimental.
Aquí acaba de descubrirse la gravedad del problema que la existencia del Hombre plantea a las ciencias naturales. Nótese bien: cuando hablamos de aumentar el valor sistemático del grupo humano, no se trata de magnificar tendenciosamente este valor con vistas a una tesis espiritualista cualquiera. Se trata únicamente de salvar la Ciencia. ¿Es posible salvaguardar el valor de los caracteres somáticos adoptados por la sistematización para jerarquizar los seres, y al mismo tiempo la originalidad suprema (unida al profundo enraizamiento dentro del mundo experimental) del fenómeno? En el fondo, he aquí el problema.
No vemos haya más de un medio de obviar esta dificultad. El de expresar mediante la consideración de categorías sin par que el Hombre, por ligado que se halle al desarrollo general de la Vida, representa una [fase] absolutamente nueva al término de este desarrollo: el de asimilar su aparición, no sólo al aislamiento en el seno de la Vida de una clase o incluso de un reino, sino a algo como la eclosión de la Vida misma en el seno de la Materia. Empezamos a comprender que la división de los elementos de la Tierra, por muy natural que quiera ser, ha de realizarse por zonas, por círculos, por esferas; y que entre estas unidades concéntricas ha de hallar su lugar la misma materia organizada. Con mayor claridad que otros, el geólogo Suess definió el valor telúrico de la misteriosa envoltura viviente que nació en los albores de los tiempos geológicos en torno a nuestra unidad estelar. Pues bin, lo que aquí proponemos, a pesawr de lo que este punto de vista puede tener al pronto de desmesurado y de fantástico, es considerar la envoltura pensante de la Biosfera como del mismo orden de magnitud zoológica (o si se quiere telúrica) que la propia Biosfera. Cuanto más se considera esta solución extrema, tanto más aparece como la única sincera. Si no renunciamos a hacer entrar al Hombre en la historia general de la unidad terrestre sin mutilarlo, a él—sin desorganizarla, a ella—hay que situarlo por encima de ella, sin, no obstante, desarraigarlo de ella. Y esto nos lleva, de una u otra manera, a idear, por encima de la Biosfera animal, una esfera humana, la esfera de la reflexión, de la invención consciente, de la unión sentida de las almas (la Noosfera, si se quiere), y a concebir, en el origen de esta entidad nueva, un fenómeno de transformación especial que afecta a la vida ya preexistente: La Hominización. La Humanidad no puede ser menos que esto sin perder lo que constituye sus caracteres físicos más seguros, o sin convertirse (lo cual sería también perjudicial) en una Realidad imposible de localizar científicamente entre los demás objetos terrestres. O bien es un hecho sin precedente y sin medida; y entonces no entraría en nuestros cuadros naturales, es decir: vana es nuestra Ciencia. O bien representa un nuevo giro en la espiral ascendente de las cosas; y en este caso no vemos otro giro que le corresponda por abajo, si no es la organización primordial de la Materia. Que pueda ser comparada con el advenimiento de la conciencia reflexiva, no tenemos otra cosa que la aparición de la conciencia misma.
Hemos llegado al punto culminante del presente estudio. Muchos se negarán a seguirnos por más tiempo, y declararán que estamos soñando. Es que todavía no deben haber abirto los ojos sobre la singularidad extraordinaria del acontecimiento humano. Mas admitamos que se trata, efectivamente, de un sueño: nos complacemos en seguirlo hasta el final y ver cómo la inmensidad y la profundidad del Mundo se armonizan mejor en nuestro sueño que en la estrecha realidad en la que se quería retenernos. Situar en nuestra representación científica del mundo terrestre un corte natural de primer orden en la base de la capa humana es explicar en primer lugar, sin violencia alguna, las propiedades principales de esta capa; y en segundo lugar, aclarar con una luz verosímil los pasos más íntimos de la Evolución biológica.
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Gustavo Bueno - El Reino del Hombre y el hombre histórico (4)
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