miércoles, 5 de febrero de 2020

El telégrafo óptico de Polibio


Dedica Polibio la sección 43 del libro X de las Historias a explicar su sistema mejorado de señales luminosas en operaciones militares. Termina las sección 42 aludiendo al uso que hizo Filipo V de un sistema de señales más primitivo; como señala el traductor Manuel Balasch, "aquí no se puede menos que pensar en el impresionante monólogo que inicia el Agamenón de Esquilo". El sistema de Polibio, como veremos, es más elaborado, al ser alfabético, y permite transmitir cualquier tipo de texto de manera casi instantánea. 




(cap. 42) ... [Filipo V de Macedonia] Quería que nada le pasara desapercibido: envió agentes suyos a Peparetos, a Fócide y a Eubea; tenían la orden de informarle de lo sucedido mediante hogueras encendidas en la cumbre de la montaña del Tiseo, que se yergue en Tesalia, bien orientada hacia los lugares ya citados.

(43: Señales con fuego). Ya que hasta ahora no existe una exposición clara del tema, creo que no debo desentenderme, antes al contrario, estudiar, cual se merece, la técnica de las señales con el fuego, utilísimas en las operaciones bélicas. Es sabido que la oportunidad de una accón contribuye enormemente al éxito de las operaciones, principalmente si son de guerra, y las señales de fuego son lo más eficiente entre los ingenios que ayudan a esto. Lo que acaba de suceder, o lo que está sucediendo, puede saberlo quien esté interesado en ello, aunque se encuentre a tres o cuatro días de camino, e incluso más lejos. Es siempre sorprendente la ayuda que se puede prestar mediante mensajes por fuego cuando la situación lo requiere. Estos mensajes antes eran muy simples y casi siempre eran poco útiles para sus usuarios. En efecto: los signos eran preestablecidos. Y como los azares son incontables, la mayor parte de ellos no entraba en las señales decididas, cosa que ocurrió, concretamente, en la acción bélica aquí en cuestión. Con signos convenidos de antemano es fácil notificar que la flota enemiga se encuentra en Óreos, en Peparetos o en la Península Calcídica, pero que algunos ciudadanos han hecho traición, o que en la ciudad se ha producido una matanza, o cosas por el estilo, que ocurren con frecuencia, pero que son totalemnte imprevisibles (precisamente lo que ocurre de imprevisto es lo que requiere una decisión y una intervención más inmediatas), esto está totalmente al margen del campo de las señales de fuego: era imposible tener un código para cosas que no se podían prever. 

Eneas Táctico, el autor del libro Tratado de Estrategia, quiso remediar este defecto y progresó algo, pero todavía quedó muy lejos del mínimo indispensable que se había propuesto, como se verá por lo que sigue. Propone que los que deben comunicarse mutuamente cosas urgentes por medio de señales de fuego han de preparar unas vasijas de arcilla, de dimensiones absolutamente idénticas en anchura y profundidad. Sin embargo, ésta no debe nunca rebasar los tres codos, y la anchura, uno. A continuación deben prepararse unos corchos casi tan anchos como la abertura de las vasijas. En su centro deben fijarse unos palos divididos en secciones iguales, cada una de tres dedos, las cuales han de poder distinguire muy nítidamente. En cada sección deben constar, por escrito, los acontecimientos más propios y ordinarios, habituales en los tiempos de guerra, como, por ejemplo, en la primera sección: "en esta región hay caballería enemiga", en la segunda: "infantería pesada", y en la tercera: "infantería ligera". Luego: "infantería y caballería", a continuación: "una flota", y, todavía: "víveres". Se sigue de esta manera hasta haber anotado en todos los espacios lo que es más probable que ocurra, según las previsiones de los entendidos, y lo que las circunstancias condicionan en tiempos de guerra. Listos ya estos preparativos, nuestro autor manda perforar todas las vasijas de manera absolutamente idéntica. Los orificios deben ser iguales y deben evacuar la misma cantidad de agua. Una vez llenos los recipientes, deben colocarse encima de ellos los corchos provistos de los palos; entonces deben abrirse los orificios para que manen ambos a la vez. Es evidente que, al ser todo igual y su disposición idéntica, a medida que mane el agua descenderá el novel de los corchos y los palos se irán ocultando en las vasijas. Siempre que se haya comprobado prácticamente que todo lo mencionado funciona al unísono, ya se pueden recoger las dos vasijas y transportarlas al sitio desde donde dos destacamentos deben emitir las señales. Entonces, cuando se dé algo de lo anotado en los palos, Eneas indica que los que han de comunicar la noticia levanten una antorcha, esperando que los receptores hagan lo mismo. Cuando las dos antorchas sean bien visibles, los que dan la señal deben bajar su hachón, y ambos equipos deben destapar inmediatamente los orificios para que salga agua.El corcho bajará de nivel y lo anotado en el palo que se quiere comunicar llegará a la altura del borde superior de la vasija. En este instante, el que da la señal ha de levantar la antorcha y los receptores taponarán l orficio de su recipiente para examinar cuál es la parte del palo que se ha nivelado con su borde. Y esto será lo comunicado, puesto que en ambas partes todo se mueve a velocidad idéntica.

Aunque este sistema es algo superior al de las contraseñas convenidas, no deja de ser muy difuso. Evidentemente, no es posible prever todos los hechos futuros, y, aunque lo fuera, es imposible grabarlos en el palo; además, cuando por azar pase algo insospechado, es notorio que por tales medios no se podrá comunicar. E incluso, en las cosas grabadas en el palo no se  concreta nada. El número de jinetes o de soldados de infantería atacantes, el paraje preciso de la región, cuántas naves o la cantidad de víveres, todo esto resulta imposible de comunicar. No se puede establecer anticipadamente una contraseña de aquellas cosas futuras que no han sucedido aún. Y esto sería precisamente lo más importante. ¿Cómo se podrá deliberar sobre unos refuerzos, si no se sabe el número de enemigos o dónde están éstos? ¿Cómo se podrá cobrar buen ánimo, o, diversamente, reflexionar sobre algo, si se ignora el número de naves o la cantidad de víveres que envían los aliados?


El último sistema inventado por Cleómenes y Demóclito, que nosotros mismos hemos perfeccionado, es muy concreto y puede comunicar claramente cualquier urgencia; su empleo reclama, ciertamente, mayor cuidado y atención. Es como sigue: hay que coger las letras del alfabeto ordenadamente y distribuirlas en cinco grupos de cinco letras cada uno. En el último grupo faltará una letra, pero esto no constituye estorbo. Los dos grupos que deben transmitirse las señales deben preparar cinco tablillas y grabar en cada una de ellas una de las secciones del alfabeto. Deben ponerse de acuerdo mutuo: el hombre que debe emitir las señales levantará, primero y a la vez, dos antorchas y quedará con ellas en el aire hasta que el receptor, a su vez, levante también dos: esto se hará para comunicarse, mediante las antorchas, que los dos grupos ya se atienden. Bajadas las antorchas, el emisor alzará otra vez una antorcha con su mano izquierda: con ello se indica la tablilla que se debe coger, por ejemplo, si es la primera, se levantará la antorcha una sola vez, si es la segunda dos, y así sucesivamente. Luego, con la mano derecha levantará otra antorcha. El sistema es el mismo: se indicará la letra que el receptor de la señal de fuego debe escribir, de la tablilla fijada previamente. 

Puestos de acuerdo en estos extremos, cuando los dos grupos se separen es preciso que cada uno en su puesto disponga de un anteojo con dos pínulas, de manera que el receptor de la señal de fuego pueda distinguir con una el lado derecho y con la otra el izquierdo. Las tablillas deben quedar clavadas, erguidas y siguiendo su orden, junto al anteojo. Es preciso situar también una pantalla a cada lado tan alta como un hombre, a unos diez pies de distancia; las antorchas se elevarán detrás de ella y, así, darán una señal nítida, que desaparecerá cuando se bajen. Supongamos que todo ya está listo en ambas partes. Se quiere hacer una comunicación, por ejemplo: "algunos de nuestros soldados, más o menos un centenar, se han pasado al enemigo." Primero se deben escoger las palabras, para transmitirlo con el menor número posible de letras, por ejemplo, en vez de lo que se ha dicho, "han desertado de nosotros cien cretenses". Ahora el número de letras es inferior a la mitad del de antes, y, sin embargo, el sentido es el mismo. Escrito en una tablilla, se comunicará mediante las antorchas como sigue: la primera letra es una cappa; se encuentra, por consiguiente, en la segunda sección, en la segunda tablilla: se elevará la antorcha dos veces por la izquierda, de modo que el receptor del parte comprenda que debe mirar la segunda tablilla. Luego levantará cinco veces una antorcha por su lado diestro, con lo que comunicará la letra cappa: ésta ocupa, efectivamente, el lugar quinto de la segunda sección y es la letra que deberá anotar en una tablilla el que recibe la señal. A continuación levantará la antorcha cuatro veces a su izquierda, porque la rho se encuentra en la sección cuarta, y seguidamente, otras dos veces a su derecha, porque el signo rho es el segundo de su sección. El receptor de la señal de fuego anotará una rho. Y así sucesivamente. Este invento permite comunicar cualquier eventualidad de manera muy exacta. 

Se necesitan muchas antorchas, porque para cada letra se deben hacer dos signos. Pero si se prepara adecuadamente lo necesario para la tarea, ésta se puede llevar a buen término. En tales misiones los operadores deben haber hecho prácticas, para evitar errores cuando se hagan mutuamente las señales. Muchos ejemplos hacen fácil comprender, al que lo desee, la gran diferencia que hay en una misma actividad cuando se ejecuta por primera vez y cuando se ha convertido en algo rutinario. Multitud de cosas que, en principio, parecen no difíciles, sino imposibles, al cabo de un tiempo la costumbre las convierte en lo más fácil de todo. Podemos hacer creíble esta afirmación: dejando aparte otras pruebas, lo más claro es lo que pasa con la escritura. En cuanto a ésta, si ponemos, uno junto a otro, a un hombre que no sepa leer, aunque hábil en otros menesteres, y un muchacho que sí sepa leer, y se les da un libro, mandándoles leer lo que hay escrito en él, es evidente que el hombre no podría creer que el que lee primero debe fijarse en la foma de cada letra, después en su valor fonético y, todavía, deletrear; cada una de estas operaciones exige algún tiempo. Cuando compruebe que el muchacho lee de corrido y sin respirar, siete u ocho líneas, le será difícil creer que no había leído ya antes el libro, y no lo creeraá en absoluto si el muchacho es capaz de observar las pausas, las inflexiones y los espíritus, ásperos o suaves. Las dificultades previsibles no deben hacer que nadie retroceda ante las cosas útiles. Debemos adquirir el hábito, que hace accesibles al hombre todas las cosas bellas y, principalmente, aquellas en las que muchas veces radica, esencialmente, nuestra salvación. 

Nos ha movido a esta exposición la promesa del principio. Afirmamos que, en nuestra época, todas las artes han progresado tanto, que la mayor parte de ellas se han convertido, de algún modo, en ciencias metódicas. Aquí hay, pues, una de las partes más útiles de una historia escrita convenientemente.






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