martes, 29 de enero de 2019

Retropost (29 de enero de 2009): La universidad, corazón de Europa


Cada día salen (cada vez más) noticias sobre el proceso de Bolonia en el periódico. Estos días por ejemplo esta de José Luis García Garrido en La Gaceta, crítica con las "reformas adicionales" que se han metido en el paquete de Bolonia, esta confrontación de opiniones en El Periódico, entre un probolonio de nuestro rectorado y la Asamblea Contra la Privatización de la Universidad Pública, y (muy sintomático...) esta columna de opinión de El País donde se niega que haya ninguna obligación por normativa europea de hacer la reforma de Bolonia. En el blog sobre la universidad Fírgoa tienen amplias colecciones de artículos—la mayoría bastante críticos con el proceso. En cuanto a la rectora de la Universidad Europea de Madrid (una joven de edad coquetamente desconocida para El Economista), opina que la Universidad ha vivido demasiado tiempo de espaldas a la sociedad, y que es hora de que "las universidades escuchen al entorno y hagan lo que se espera de ellas"... hombre, sí, voy a preguntarle a Botín, que es mi entorno, o si no al Panishop de enfrente, sobre qué debo escribir mi próximo artículo. Aunque creo que la rectora no está pensando para nada en investigación, sólo en la FP.

Los defensores de Bolonia acusan a los antibolonios de manipulación y desinformación, y de ignorar el problema de la "sostenibilidad" de la Universidad; los antibolonios se quejan de la insuficiente financiación pública, de la invasión de los especialistas en didáctica, y de la subordinación de los estudios universitarios a los intereses de la formación profesional.

Por compensar todas las cosas negativas que he visto en mi propia experiencia de la reforma boloñesa, o en la manera en que se ha ido llevando hasta ahora, me he leído un libro de uno de los inspiradores de esta reforma, Francisco Michavila, que la defiende en todos sus términos y a diestro y siniestro en una serie de artículos recopilados en su libro La Universidad, corazón de Europa (Tecnos / Gobierno de Aragón, 2008).

Francisco Michavila estuvo al frente del Consejo de Universidades entre 1995 y 1997, y es autor, coautor y editor de varios libros sobre la Universidad española y su reforma, como La salida del laberinto: Crítica urgente de la universidad (Madrid: Universidad Complutense, 2001), o Contra la contrarreforma universitaria: Crónica esperanzada de un tiempo convulso (Madrid: Tecnos, 2004). Hay que decir que esta contrarreforma, de la cual se ocupa también en el primer artículo de este libro, es la reforma universitaria del Partido Popular, al que trata Michavila con invariable menosprecio y en clave de consigna, "la convulsa y oscura legislatura pasada"...  (144).  Algo injusto, habida cuenta de que en la reforma de la universidad según el plan Bolonia ha habido una continuidad sin badén apreciable entre las legislaturas del PP y las del PSOE. (Aunque no dudo que si ahora se echa atrás o se aparca algún aspecto de la reforma, ante las protestas crecientes, seguro que se achacará ese aspecto al oscurantista PP...). El prólogo del libro lo escribe nada menos que José Luis Rodríguez Zapatero. Por cierto que lo último que se ha oído decir a Zapatero sobre el plan Bolonia (ante la ola de protestas) es que habrá que aumentar las becas en vista del aumento de costes, y ser cuidadosos con carreras "amenazadas" como las de Humanidades.

La idea central del libro de Michavila es la de una Universidad que nos acerque al tradicional ideal europeo de progreso y racionalidad, y que a la vez sea moderna, competitiva, eficaz y acorde a las exigencias del mundo que la rodea. "El Espacio Europeo", nos dice, "es una oportunidad, una extraordinaria oportunidad, para que nuestra educación superior dé un salto gigantesco hacia adelante en los próximos años" (18).  Tendrá que ser una universidad menos ensimismada en sus dinámicas tradicionales y más atenta a las necesidades de su entorno: "El avance tecnológico y la generación de riqueza de una sociedad están estrechamente vinculados con la respuesta académica de su universidad a las demandas  sociales, en cuanto a cración y transmisión de los conocimientos" (145). Michavila escribe como un apasionado reformador de la Universidad, constructivo y optimista, a la vez que envía pequeñas señales identificativas de hombre de partido: así, habla de grandes pensadores europeístas españoles como Ortega y Gasset o Negrín (¡uf, que se me vuelca la balanza! —Negrín sería europeísta de la Europa de muy al este, en todo caso... ). También nos asegura el autor, arrebolado, que "Con el paso de los años, cada vez más encuentro mi patria en Homero y en Dante. En Beethoven y en Kant. En Galileo y en Cauchy. En Descartes y en Giner. En Danton y en Azaña" — una serie ésta sabiamente descendiente, para hacerla mínimamente plausible y clavar a Azaña en el énfasis final. Y esto lo repite (18, 130)—  ¿Azaña, a quien sin duda todos tendríamos que estar agradecidos por su buen gobierno? Podía haber seguido la serie con Felipe González y Roldán, ya puestos.  En fin, que dentro del universo imaginario del libro, el acercamiento a Europa es un proyecto tradicional de la ilustración española, encarnada hoy en el PSOE, mientras que el pasado, el oscurantismo irracional, y la lección magistral, gravitan hacia el campo de influencia del PP.  Simplifico, pero es que la tesis subyacente es simple.

Así pues hay que tener en cuenta esta tendencia a la hora de interpretar las interpretaciones de Michavila sobre "Veinte años de reformas universitarias"; los datos y el panorama son muy útiles y clarificadores, pero hay que tener en cuenta desde qué punto de vista se nos ofrecen. Michavila pide en la reforma actual suficientes recursos para la Universidad y una gestión eficaz de los mismos, un mayor énfasis en la excelencia, mediante la creación de redes docentes y científicas, y una mayor apertura a otras instituciones a nivel internacional. Ve muy positivo el papel de evaluación de la calidad de la investigación, los famosos sexenios, y en cambio considera que la evaluación de la docencia ha fracasado, al generalizarse los quinquenios de evaluación docente a todo el profesorado sin premiar a los mejores. Propone añadir otro complemento—que ya se va haciendo en algunos casos a través de las Comunidades, pero tiende a convertirse en una subida de sueldo general. Llama la atención sobre el bajo porcentaje de recursos que destina España a su universidad, poco dinero público, pero sobre todo insiste en la falta de dinero privado, la poca sinergia de la enseñanza superior española con el mundo empresarial.


Pero también es insatisfactorio el gasto en investigación: 1,03 por 100 del PIB, muy por debajo del 1,93 por 100 del PIB que es el valor medio de la Unión Europea, o de l2,7 por 100 del PIB de Estados Unidos, o del 3,4 por 100 del PIB de Finlandia. (...) Peor aún es el dato de que menos del 9 por 100 de la actividad investigadora es financiada por las empresas. (47).

Sobre la financiación universitaria, opina Michavila que

No hay reforma creíble si no va acompañada de recursos adicionales para acometerla. ¿De dónde sacarlos? Sólo del incremento de los fondos públicos no parece viable. Hay que explorar otras vías complementarias de financiación universitariaDesde la oferta de enseñanzas ad hoc con los intereses del sector productivo del entorno hasta el estímulo al mecenazgo y la creación de redes de cátedras-empresa, pasando por la cofinanciación de proyectos socio-académicos y el aumento de las transferencias de resultados de investigación y los servicios de asesoramiento. Así podrían obtenerse fondos adicionales por importe de una o dos décimas del PIB, al menos. (142)

Y por allí pasamos a la famosa "privatización" de la universidad pública que tanto preocupa a los estudiantes antibolonios y a críticos del proceso como José Luis Pardo. A Michavila no: sólo parece ver bienes y beneficios en el desarrollo de estas dinámicas y de la implicación de los empresarios y banqueros en los Consejos Sociales de las universidades—las volverá mejor financiadas y más realistas. Extraña que no aparezca asomo de duda sobre algún posible aspecto negativo de estas transformaciones; pero nada, parece claro que aquí estamos ante un puntal teórico de la relación banca / PSOE.

"La educación universitaria ha de contribuir a la consolidación de una ciudadanía europea activa, con la extensión y ejercicio de los valores europeos: la democracia y la diversidad impregnada de humanismo y de racionalidad" (120).

—esta línea de pensamiento, también recurrente, no queda muy claro cómo casa con lo de la formación profesional orientada a la empresa; son en todo caso dos líneas de ataque que el autor ve necesarias en esta reforma. En esto de la ciudadanía responsable también tenemos un apunte bastante línea PSOE, de defensa de Europa como una "potencia tranquila", sabia y tolerante con la diversidad, frente a lo que Michavila denomina el "monolitismo americano"—lo que le deja a uno preguntándose si, abogando por un modelo de universidad tan integrada con la empresa como aboga el autor, conoce efectivamente la universidad americana, que será todo menos monolítica.  En cualquier caso muchos aspectos de esa universidad "a la americana" sí le parecen deseables al autor, empezando por la mayor difusión de la enseñanza superior y de la "educación a lo largo de la vida" en los USA.  También el mayor espíritu empresarial de los EE.UU. le parece deseable—dato triste es que

 "Entre los ciudadanos de los veinticinco países de la Unión Europea, los españoles son los menos emprendedores: el 70 por 100 de los nuestros jamás ha pensado en crear su propia empresa (el valor medio en la Unión de esa magnitud es del 57 por 100)" (146).

En cuanto a estructuras anquilosuriadas que hay que reformar, aboga Michavila por la inmersión en las nuevas tecnologías, que han de cambiar la relación profesor-alumno y la dinámica del trabajo en clase. Menos teoría y más práctica formativa quiere Michavila, hay que "quitar paja": las clases habrán de ser más prácticas, y aquí las lecciones magistrales no tienen sino palabras de crítica (son de esa España rancia)—y el trabajo en equipo, el aprender a aprender son las claves de la universidad del futuro. También las tutorías, un seguimiento mucho más personalizado. Eso requerirá, dice Michavila, entrar en la cuestión de volver a recalcular el cómputo de las horas docentes de un profesor—aunque evita entrar en la cuestión de si los profesores van a tener más horas "de fichar" ya se llamen clases o tutorías. Supongo que la deducción es que sí, y que parte de la reforma de eficacia pasa por tener más controlada la actividad de los profesores. Para empezar, que se refugien menos en la investigación: ya nos dice el autor que habría de computarse cerca de un tercio de la dedicación como dedicada a la investigación (cuando yo hasta ahora me venía haciendo un cómputo de un 50% docencia / investigación). Otra cosa anquilosada es el exceso de normativa para Michavila: habla de agilizar, dejar la cosa a la dinámica interna, quitar leyes que constriñen....  De lo cual podría deducirse que nuestro rectorado de Zaragoza, dejando que nuestro departamento organice el máster con los criterios que le vengan en gana, aunque vulneren la ley de la función pública y la propia normativa del Rectorado, está muy en la onda.

Francamente, creo que Michavila no tiene muy estudiadas las consecuencias de lo que significa suprimir normas comunes de funcionamiento, en un sitio tan podrido de feudalismo como la Universidad—donde leyes superiores son lo único que pone coto mínimo a la dinámica de grupillos y corros. De esto hay poca crítica en el libro—más bien, cada vez que sale el tema de la "endogamia" nos dice que se exagera, y que en todos los ambientes laborales hay endogamia en España. Propone sustituir la reglamentación inicial por la valoración de resultados... digamos que importan los fines y no los medios, si cazan ratones.  (Y sin embargo sí aprecia Michavila algunas normas de carácter general como muy positivas, como esa que establecía que la valoración de méritos en las oposiciones debía valer el doble que la exposición de docencia o investigación del segundo ejercicio).  Otra hojarasca que quiere quitar es "el catálogo de áreas de conocimiento" para favorecer la transversalidad y la interdisciplinariedad.... o no queda muy claro, propone sustituirlo por una estructura en árbol que agrupe áreas próximas (algo así como las macroáreas que organizaron la última ley sobre diseño de grados, supongo). A veces esto lo dice un tanto alegremente, como si los profesores fuesen a ser especialistas en cualquier cosa o en su transversalidad. O quizá animadores pedagógicos, es una duda con la que se queda uno. A veces la reforma propuesta recuerda inquietantemente al Bachillerato:

"El desarrollo de un modelo educativo propio de la universidad corresponderá a la voluntad de dar a sus estudiantes una formación integral, no unidimensional por medio de una excesiva especialización en las disciplinas cursadas. Los alumnos vistos desde la óptica amplia antes enunciada no pueden acabar su período de formación superior sin la adquisición de una visión de la ciencia, la técnica, el humanismo o las materias jurídico-económicas suficiente para que su incorporación al mundo laboral se haga desde una posición más favorable, como profesional y como ciudadano a la vez" (174).

 Trabajarán los universitarios en equipos organizados, y no sólo los investigadores: también se requiere más organización de equipo entre los docentes—"no porque quieran, sino porque lo prevea la función docente" (171). Y atenderán los profesores (esto ya me parece más optimista, demasiado bonito) a la formación humana y madurez emocional, intelectual y moral de los estudiantes. (Supongo que no por iniciativa propia, sino con protocolos administrativos como Programa Tutor de nuestra universidad, supongo—o poniéndoles una Educación para la Ciudadanía como asignatura obligatoria en todas las carreras quizá). Estaría bien, dice, un 80% de créditos sobre la especialidad estudiada, y un 20% de formación transversal en otros campos científicos. Propone también Michavila reconocer los méritos docentes más que en la actualidad, y critica el sistema de acceso vigente, por el cual la provisión de plazas la dicta la docencia pero se hace con criterios predominantemente de excelencia investigadora.

Sobre las torpezas y tropiezos de la reforma en su desarrollo hasta hoy, sobre la confusión y caos reglamentario a la hora de ponerla en camino, de eso poco tiene que decir Michavila. Durante años se tuvo a la gente trabajando con proyectos organizadísimos en unos "libros blancos" para las titulaciones que luego quedaron en agua de borrajas, al suprimirse la idea de un listado oficial de titulaciones y caer el ministerio de Sansegundo. Y entonces lo critica Michavila—a posteriori (en Expansión & Empleo,octubre de 2007)—"La idea de un listado oficial, común, rígido, uniforme, para todas las universidades del Estado tenía el tufo de lo antiguo..." —Oye, pues ¡qué poco criticarlo cuando estaba todo el Consejo de Coordinación Universitaria elaborando esta lista corta, y rediseñando las titulaciones en petí comité, con los rectores metidos a expertos de sus áreas de conocimiento respectivas! Tuvo que petar la cosa por su dinámica propia. De la implicación de los estudiantes en la reforma tiene alguna alusión Michavila, pero ninguna crítica a la manera en que se les venía puenteando, a ellos y a todos los sectores universitarios, en esa reforma hecha desde arriba, para el pueblo pero sin el pueblo.

Otro personaje recurrente en el libro, aparte de Negrín, es Cadmo, con quien se identifica el autor, Cadmo en busca de Europa ("Deseos y realidades")—lástima que se nos dice que por fin no la encontró, así que no parece muy bien elegido el mito para fomentar el europeísmo. Espero que esta vez tengamos más suerte, pero no deberíamos olvidar que no se trata de que tengamos que hacernos más europeos, porque ya estamos en en el corazón de Europa, por así decirlo, y no en su periferia. Quizá lo que quiere decir Michavila (pero no le sale decirlo así) es que tenemos que hacernos más americanos en la universidad. Pero está difícil la cosa, entre Escila y Caribdis, entre la universidad integrada en su entorno económico-laboral (tan deseable) y la afirmación de que sería absurdo "programar las enseñanzas más demandadas y abandonar las restantes"; entre el extremo de los estudiantes obligados a estudiar carreras que no desean, y la indeseable postura "ultraliberal" de dar un cheque escolar al estudiante para que elija libremente carrera y que sobreviva la universidad más apta para atender a este mercado.

Bueno, un libro en suma "de la reforma de Bolonia", que encarna al milímetro el espíritu de la misma, con las ventajas (entusiasmo, eficacia, modernización) e inconvenientes (precipitación y un cierto simplismo) de esta reforma. Ofrece un plan de acción y una dirección en la que trabajar, y diagnostica muchos de los males de la universidad actual (menos atento está, quizá, a sus aspectos positivos...).

"Amateurismo por todas partes, repetición rutinaria de lo que otros ya hacen. Así generación tras generación. ¿Hay actividad humana que haya evolucionado menos en el último siglo?
   En  la creación científica se habla con satisfacción de la organización de grupos de investigación y de equipos de trabajo. Por el contrario, en las tareas docentes impera el individualismo. Salvo en casos aislados, tras la asignación de asignaturas, o partes de ellas, o de grupos de alumnos, se acomete esta actividad por parte de cada profesor en solitario, sin que dé grandes explicaciones a sus colegas sobre lo que hace ni de cómo lo hace. No hay transparencia, ni nadie la reclama. No se rinde cuenta de los objetivos de aprendizaje alcanzados, más allá de las calificaciones otorgadas a los alumnos, tras unos exámenes cuyo formato es igualmente tradicional. Quien se ampara en la repetición de lo ya hecho no suele tener problemas. A quien pretende innovar, ensayar nuevos métodos, reformular sus objetivos docentes, acaso le surjan algunas dificultades imprevistas." (194).

¿Quién dirá que le falta razón? —Pues hay que tener más previsión, con las dificultades esas.

 
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