miércoles, 24 de enero de 2018

Retropost #1972 (24 de enero de 2008): La historia de Ben el Yeti, Teresa la puta redimida, un cineasta, y la abuelita del gato



El juicio de Harold Bloom sobre Doris Lessing cuando le dieron el Nobel no fue benevolente: dijo que en los últimos años no había escrito más que ciencia-ficción de tercera categoría. Bueno, eso cuando sea ciencia-ficción. Su última novela (que no he leído ni pienso leer), The Cunt, o The Cleft más bien, tiene desde luego un planteamiento atroz—es una fantasía no inteligente sobre la diferencia sexual, que describe una utopía feliz primigenia habitada únicamente por mujeres-ninfas autorreproductivas; moran en un paisaje alegórico al lado de una gigantesca vulva geológica. Esta utopía se va al traste cuando nace un monstruo con colgajos deformes donde otras tienen la geología. Y empiezan a proliferar los monstruosos varones, que son inquietos y violentos, y llega con ellos el Mal al mundo, y se va al traste el feliz gineceo... vamos, literatura de horror. Se impone la tesis de que algo chochea Doris Lessing, o al menos que ha escrito cosas mejores antes. Aunque otras veces tampoco muy distintas, todo sea dicho.

A resultas del Premio Nobel me he leído una novela que tenía en lista de espera desde hacía años: The Fifth Child (1988) sobre una pareja que tienen un hijo monstruoso (otro monstruo sospechoso de estar plantado ahí por la autora) y les destruye la convivencia.  Resultó frustrante: parecía más media novela que una novela. Y en efecto, tiene una segunda parte, Ben, in the World (2000) —que no acaba de armonizar con la primera parte, y que es aún menos satisfactoria, con lo cual nos quedamos con dos medias novelas en lugar de una. En fin, es una novela cualquiera, de esas del montón montonazo, pero espero que no haya contribuido a que el jurado le diese a Lessing el premio Nobel.

La primera novela, The Fifth Child, nos habla de una pareja de clase media británica que (atípicamente en ese país) les encantan los niños y deciden tener una gran familia. Pero el quinto hijo, Ben, es raro—más que raro, no parece plenamente humano. Y ya de pequeñín tiene un aura maligna, un pelo y hechuras mal puestos y desagradables, y un comportamiento extraño e impropio de su edad que hace que le rodee un círculo de silencio e incomodidad. Parece un duende, o un marciano, o algo, antes que una persona. Las relaciones familiares se agrian, los parientes y amigos les hacen el vacío, la vida de la pareja se convierte en un tormento. No saben qué hacer con este fenómeno. Deciden internarlo (abandonarlo de hecho) en una institución "especial." Pero a la madre le entran remordimientos de conciencia, y lo vuelve a traer a casa. Sigue la desintegración personal y familiar, mientras se va alejando cada vez más de la familia, convirtiéndose en un adolescente precoz y problemático, miembro de bandas de gamberros o criminales juveniles, hasta que lo van perdiendo de vista poco a poco...   y plof, así se queda la cosa.

No extraña que a Doris Lessing le entrasen también remordimientos de conciencia de dejar a su novela así (seguro que algo le comentarían también); no podía quedarse sin saber cómo acababa la cosa, hasta que retomó la novela y le dio un final con el suicidio de Ben tirándose por un precipicio. Otro plof—esta vez definitivo.

The Fifth Child tiene sus momentos—por ejemplo está bien la escena en que la madre se horroriza a sí misma por haber entregado a su hijo a una institución para casos intratables. Porque (esto es típico en Lessing, y quizá más británico, de hecho) no van con medias tintas, no lo ponen en una residencia para irlo a visitar, etc. Lo internan de repente con idea de no volverlo a ver mas. Pero la madre, que no quería ni saber dónde estaba el sitio, lo localiza, y sigue una descripción impactante de esa noche, con lluvia intensa, caserón gótico solitario, enfermeros-carceleros asqueados de la vida, y una galería de niños monstruos a los que tienen ahí guardados. A ese pozo negro iban todos los seres horribles e infrahumanos nacidos en el país, supuestamente para cuidarlos, en la práctica para encerrarlos lejos y matarlos lentamente con dosis cada vez más fuertes de sedantes. Y ahí estaba su hijo, lleno de mierda en una celda. Tras firmar unos papeles se lo lleva bien lejos de allí—sin poder llegar sin embargo hasta un final feliz.

Aquí está interesada Lessing en subrayar la malignidad y peligrosidad imprevisible del niño éste—que básicamente es un humano primitivo, una especie de homo erectus (aunque Lessing no entiende de estos homos) o un neandertal de garrota clásico. Y malo malvado, con un toque de la semilla del diablo, un peligro para las mascotas y para los bebés de la casa. Una prima suya es mongólica, o sea que no se trata en principio de que a Lessing le horroricen los síndromes y retrasos mentales. Al menos para eso ha puesto allí a esta niña, tratada por todos con normalidad. Pero el quinto hijo, Ben, es inquietante, ominoso, alarmante...  su madre no lo quiere, desde luego, pero nadie lo quiere alrededor. No aprende, o poco y mal. Y se junta con lo peorcito de la sociedad. Todo dentro de una ligera atmósfera de implausibilidad. El resultado es un tanto histérico, como si la novelista compartiese una fijación obsesiva de la madre, un horror a un hijo decepcionante, y la proyectase contra el personaje haciendo que ese horror emane del personaje mismo y no de una mala relación con la madre. En fin, casos hay de espanto, no voy a decir que no, pero aquí no acaba de quedar bien tratado, porque el chaval sí tiene buena relación con los pandilleros que lo tratan bien y lo aprecian mínimamente... aunque ni la autora parece darse cuenta de eso, y parece ella misma alterada por el aura de malignidad que emanan este Ben y esas pandillas de gamberros barriobajeros...

Y el problema se agudiza cuando en la continuación  (Ben, in the world), el personaje tiene bien poco en común con el que hemos visto en la primera parte. Aquí no hay malignidad alguna en Ben, ni auras ominosas: ni para la autora, ni para la gente que lo rodea. No es tanto que ahora se presente la acción desde su punto de vista (en lugar del de su madre) cuanto que la autora se ha pasado a su bando, y ya no lo ve como un ente maligno—nos ha cambiado la semilla del diablo por un pobre subnormal marginado. Ben tiene un aspecto extraño ("un yeti", etc.), la gente se suele extrañar y apartarse de él, aunque con frecuencia lo tratan con normalidad en muchas circunstancias, o no se fijan especialmente. Es cortico, sí, y algunos lo explotan: va pasando de mano en mano, primero de una viejecita amable con gato, que le ayuda, a una prostituta que se lo beneficia con connotaciones de bestialismo, pero lo aprecia. Luego a su chulo, que lo mete a pasar droga a Francia con un colega suyo, luego lo adopta un cineasta fascinado por su aspecto, que se lo lleva a Brasil para hacer una película de hombres primitivos... Pero oye, entretanto no le va tan mal a este pobre yeti sin oficio ni beneficio; su familia lo abandonó, pero va encontrando quien le dé de comer y un sitio donde dormir, y hasta extras.

En Brasil el cineasta se olvida de él, pero lo adopta su ligue brasileño, Teresa: además el hombre del cine les ha dejado abundantes dineros; alegría, y van tirando. Aquí también parece perder interés en él la novelista, más interesada súbitamente en Teresa, y en su historia de favelas y prostitución infantil. Divagamos. Pero en fin, llega Ben a oídos de unos científicos que quieren estudiarlo como el eslabón perdido, una regresión evolutiva; lo secuestran y lo encierran en una jaula en un laboratorio de animales. Teresa y un novio lo liberan, y por quitarlo de Rio de Janeiro en parte se montan una excursión a lo que decían que era "un sitio de gente como él"— el novio había sido minero y había visto, casualidad, unas pinturas prehistóricas tan detalladas en un lugar remoto de los Andes, en las que se reconocía a gentes idénticas a Ben. Lo cual muestra, dicho sea de paso que Doris Lessing no tiene gran idea ni gran interés, o cree que su lector no tiene gran idea o gran interés, ni de iconografía prehistórica, ni de evolución humana— pues va a elegir precisamente Sudamérica, el continente más recientemente poblado, y eso sólo por el Homo Sapiens, para ir a situar allí sus eslabones perdidos... Como ciencia-ficción, desafía (y derrota) a la credibilidad y las normas de mínima seriedad del género.

En fin, que se montan estos pobres de solemnidad (de modo implausible) una expedición andina, sólo porque a Ben le hacía una ilusión loca ver a "su gente" y a todos les daba apuro decirle que eran sólo pinturas...  Vamos, que se suben a los Andes por quedar bien (mal), y el lector se sigue leyendo la novela como si fuese parte de la artificial expedición. Y en fin, al final ve las imposibles pinturas Ben, hace un canto a las estrellas y se suicida despeñándose al saberse solo en su especie.

¿Que no es ciencia-ficción? ¿Que es un drama humano? Pues no está bien llevado, por ejemplo esto último que he dicho. Conversaciones y motivaciones absurdas. Le falta estilo, le falta credibilidad (de la otra), falta de todo. En Lessing, las descripciones desmañadas en boca de la narradora, que sugieren una invención trabajosa y desganada, se alternan de modo impredecible y atropellado con escenas detalladas y conversaciones mal engarzadas, o irrelevantes, o divagantes. Y de repente, nos adelanta que "la historia de tal personaje tuvo un final feliz y se casó y a veces se acordaban de Ben", como si tales cosas se pudiesen decir seriamente no ya en el siglo XX sino en el XIX. Supongo que después se iría Lessing a dar de comer a los gatos, ya rellena la cuartilla de esa mañana. Creatividad u ocurrencia lingüística o de pensamiento, intertextualidad, sutileza o complejidad estructural, o representacional—cero. Ni siquera se usa la perspectiva particular de Ben de alguna manera interesante para lograr algún efecto estilístico especial—resulta ser un buen salvaje de lo más soso. Es una falta de maña narrativa la de esta novela, una falta de arte literario, como raras veces se habrá visto en un Premio Nobel (nunca, en mi caso).

La novela termina con unas palabras de la benefactora Teresa, diciendo de Ben que menos mal que se ha suicidado y así no tendrán que pensar más en él. Se supone que debemos apiadarnos de Ben y sentir la crueldad de esas palabras, pero no se nos ha convencido lo bastante para que no estemos de acuerdo. De hecho, hasta la autora parece a otro nivel aliviada de que este yeti suyo se haya quitado de enmedio, de un mundo en el que nunca debió aparecer—si es que hasta sus benefactores lo consideran un semianimal, por mucho que hable. No sabe uno qué pensarían de casos de subnormalidad profunda, si les plantearían dudas sobre si pertenecen a la especie humana. Y tipos feos, mal totoñados y peludos, tanto en mi pueblo como fuera de él he visto unos cuantos.

Vamos, que aparte de sus limitaciones estilísticas, la novela tiene mal combinado su proyecto de ciencia-ficción (traer un cavernícola a nuestros días) con sus preocupaciones por la exclusión social. Aquí interaccionan de forma forzada y nada convincente. Para observar el choque de las disfunciones sociales, o el egoísmo humano, con la subnormalidad y el estigma, no hace falta recurrir a unos yetis andinos que enfadan a nuestro antropólogo interno.  Me temo que le falla el interés, o le tiembla la mano a la autora; y es que son muchos años, y estar "bien de cabeza" a esa edad no siempre implica ser aún capaz de hacer grandes obras de arte, ni siquiera pasables. O llámenlo una temporada floja que le dio a los ochenta, en lugar de a los cuarenta; a veces pasa, pero ya suelen ser definitivas. Mejor quedarse con El cuaderno dorado. Las demás obras de Lessing no se leen mucho.


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