sábado, 18 de marzo de 2017

Retropost #1511 (18 de marzo de 2007): Síntesis iconográfica


giorgioneOía esta mañana por la radio una entrevista con Juan Manuel de Prada a cuenta de su última novela, El séptimo velo, que al parecer versa sobre el colaboracionismo y la ceguera interesada, durante la Segunda Guerra Mundial. Decía el autor que escribe sobre estas cosas por vocación, por necesidad, guiado por un sentido casi religioso del arte. En suma: que escribe hacia donde lo lleva la necesidad de saber, o la sabiduría que ya ha alcanzado. Y, preguntado por si esa sabiduría da felicidad, responde que no, que la mayor consciencia de saber cómo son las cosas, y las personas, no produce felicidad (ni optimismo para con el curso del mundo). Pero que queda la satisfacción de, habiendo pasado por esa educación de la experiencia, no vivir engañado, o atontado.

Es un poquito la conclusión a que llega la novela suya que me estoy leyendo, La Tempestad, ambientada en una Venecia decaída, empapada de agua sucia y corrompida en sus palazzos y tapices: un paisaje del espíritu, sin duda. Sin resistir la tentación de saber si el final iba a confirmar el principio, he mirado haciendo trampa, y ahí está:

Otros rostros se alejan y precipitan en la común argamasa del olvido, pero no el de Chiara. A veces, mientras me lavo y me enfrente conmigo mismo ante el espejo del lavabo, me pregunto qué sería de mí si me faltase ese consuelo y esa condena. Como aún no estoy despejado del todo y las legañas y el abotargamiento embrutecen mi expresión, encuento en seguida la respuesta: sería un animal que no se comprende a sí mismo, atrapado entre un presente mostrenco y un futuro que no existe. Así, por lo menos, tengo un pasado, y lo rememoro, y lo habito.

Así llega a ser quien es el personaje que, retrospectivamente, nos narra la historia desde la primera página. En muchas de estas novelas de la experiencia o el desengaño, existe una convención mediante la cual el yo personaje y el yo narrador (dos yoes diferentes al principio) llegan a coincidir, si no temporalmente, sí al menos temperamentalmente al final de la narración. Se complementa este movimiento con otro complementario, y compensatorio, que lleva al narrador a enmascararse parcialmente al principio bajo la piel de su personaje, y aparecer más inocente, menos sabio o desengañado de lo que en efecto llegará a ser, de modo que también la voz que nos cuenta la historia es más inocente al principio que al final, o al menos ha de fingir esa inocencia y no desvelar toda su experiencia inmediatamente, de la misma manera que respeta los secretos de la historia en su desarrollo.

Pero, sea como sea, a pesar de estas convenciones atenuantes que posibilitan la narración, en el principio de ésta ya está contenido su final. Todo en la organización de un relato responde a la lógica narrativa: una lógica en gran medida retrospectiva, organizada desde el final una vez éste ha sido alcanzado e ilumina, o crea retroactivamente, los pasos que han llevado hasta él. La narración entera está organizada por la distorsión retrospectiva, y lo que nos parecía un principio era ya en realidad, una vez lo releemos, un final.

En una escena de la novela, el narrador Ballesteros (que ha hecho una tesis sobre La Tempestad de Giorgione) justifica su interpretación de ese cuadro que da título al libro. Para él, puede leerse como la historia del nacimiento de Eneas, hijo ilegítimo de la diosa Venus y el mortal Anquises; éste fue castigado, y quedó cojo por culpa de Zeus, cuyo rayo quizá se vea en el cielo tormentoso del cuadro. El catedrático Gabetti, interlocutor de Ballesteros, no encuentra satisfactoria esa interpretación:

—De satisfactoria nada —empezó—. En primer lugar, atenta contra la lógica narrativa, quiero decir, contra la secuencia natural de los acontecimientos: ¿cómo se justifica que Anquises ya se apoye en el báculo, cuando el castigo de Zeus todavía no lo ha alcanzado? El rayo aún está suspendido en el aire.
—Pero es que hay una cosa que se llama síntesis iconográfica —protesté, y mi protesta sonó como un clamor en el museo desierto—. Estamos cansados de ver, pongo por caso, cuadros que representan a Eva extendiendo una mano para recoger del árbol la ciencia del fruto prohibido; todavía no ha consumado su pecado, y sin embargo con su otra mano trata de ocultar su desnudez; así se reúnen en una sola expresión la caída en la tentación y la primera consecuencia de esa caída, la vergüenza que le causa la exhibición de su cuerpo (... )

Pero el catedrático exige entonces que la interpretación explique todos los elementos, por ejemplo las columnas rotas del cuadro:

—Hombre, no me fastidie. Las columnas rotas representan el amor arruinado entre Afrodita y Anquises.
Chiara intervino, decididamente decantada por mí:
—O también podrían ser un augurio de la destrucción de Troya.
—También, por qué no —asentí—. Eso corroboraría la existencia de una síntesis iconográfica: ya no serían dos, sino tres, los momentos compendiados en un solo cuadro.

La "síntesis iconográfica" a que alude Ballesteros es frecuente en los cuadros de temática narrativa, que condensan en sí mismos diversos momentos de una historia conocida, o alusiones veladas a esos episodios. Un cuadro, icono no secuencial—espacial, y no temporal—puede así sin embargo asimilar la temporalidad contenida en una historia. De hecho esa temporalidad ya está contenida en la elección del momento clave o característico para su representación, aun si no se detecta síntesis iconográfica. Podemos decir que el cuadro mismo es la síntesis iconográfica de la historia, si es narrativo. La ruptura de marco que supone la síntesis iconográfica no lleva sino un paso más allá esa irrupción del pasado en el presente que supone la mera existencia de una imagen, o de una narración.

La narración escrita o cinematográfica, aun siendo un icono secuencial, que imita al transcurrir el transcurso de la historia que narra, también realiza esos ejercicios de síntesis iconográfica, y contiene su final en su principio, y su principio en su final, y de hecho está toda impregnada de la razón que lleva a contar, y a volver al pasado para explicar el presente. Sin la narración y sus plegamientos temporales, seríamos ese animal que menciona de Prada, "un animal que no se comprende a sí mismo, atrapado entre un presente mostrenco y un futuro que no existe. Así, por lo menos, tengo un pasado, y lo rememoro, y lo habito."

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