lunes, 12 de septiembre de 2016

Retropost #1139 (12 de septiembre de 2006): Gilgamesh y la escritura (II)


Gilgamesh y la escritura (II)

Publicado en Literatura y crítica. com. José Ángel García Landa

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Me comprado una nueva traducción del poema de Gilgamesh, hecha por Jorge Silva Castillo, y en esta versión he encontrado el poema todavía más interesante (y disfrutable) como obra literaria. Es una versión un tanto "interpretativa": hasta le añade a la traducción un subtítulo que refuerza su interpretación de la obra: Gilgamesh, o la angustia por la muerte. Poema babilonio. Traducción directa del acadio, introducción y notas de Jorge Silva Castillo (3ª ed.; Barcelona: Kairós, 2006; primera edición en 1994). Es una interpretación que hace girar todo el poema alrededor de la tristeza de la mortalidad en contraste con la grandeza por la vida, una idea presente de modo memorable en un poema donde se dice que "la humanidad, su nombre es 'como una caña de cañaveral se quiebra'" (222, n. 130). Así resume el traductor su interpretación del poema en relación al tema de la inmortalidad. El ser humano es intrascendente, frente a la trascendencia de los dioses, recuerda Gilgamesh a su amigo Enkidú.

Gilgamesh entonces le propone lanzarse a la gran aventura de la expedición al bosque de los Cedros y, ante las objeciones de su amigo, que trata de disuadirlo, fundamenta su decisión en trascender por la fama de sus proezas. Trascender de la única manera posible para un mortal, puesto que sólo los dioses poseen la vida... los hombres están destinados a la muerte: "La humanidad tiene sus días contados. . . todo cuanto hace es viento" (Tablilla III, col. iv, versos 142-143). Enkidú, creatura salvaje, semihombre, semianimal, se había humanizado por los ritos del amor de una hieródula. Gilgamesh, rey tiránico y en este sentido deshumanizado, inicia un proceso de humanización por la amistad de Enkidú, pero deberá sufrir l muerte de su amigo para tomar conciencia de su intrascendencia humana, y sufrir el fracaso de su intento por lograr la inmortalidad pra llegar al fin de ese proceso: sólo cuando vuelve a Uruk resignado y asume su condición humana alcanza Gilgamesh una humanización completa" (p. 29)

Disiento, sin embargo, de lo que a continuación dice Silva: "... y, de ese modo, se convierte en el antihéroe, prototipo del hombre-mujer mesopotámico". Gilgamesh es siempre un héroe, el héroe del poema, y sus hazañas son sobrehumanas aunque no consiga alcanzar la inmortalidad. Descendiendo a las profundidades en busca de la planta que da la inmortalidad, Gilgamesh cumple el recorrido arquetípico del héroe: viaja a los infiernos, y regresa, si bien con una inmortalidad imperfecta. La culpable es (como en el Génesis) la serpiente, que se lleva la planta mientras Gilgamesh duerme. Como dice el editor, "sucumbir al sueño no sólo es prueba de la debilidad de la naturaleza humana, cuya máxima consecuencia es la mortalidad, sino, más aún, el sueño es en sí una pequeña muerte" (225, n. 149). A su vez, la serpiente deja su muda, lo cual parece aludir a su propio poder de regeneración.

El pukku y el mekku que pierde Gilgamesh en un fragmento aislado o quizá en otra versión de la historia quizá sean el equivalente de la planta de la juventud en la versión estándar que sirve de base a esta traducción. Como señala el editor, "Ciertamente son símbolos de poder y probablemente, por ser don de Ishtar, la diosa del amor, su simbolismo tenía alguna connotación sexual, puesto que el rey estaba investido para regenerar año con año a la sociedad humana" (226, n. 154). La forma que a veces se atribuye a estos símbolos reales, un aro y una vara, ciertamente hace pensar en un símbolo vaginal y uno fálico, respectivamente. No olvidemos que como rey, se atribuye a Gilgamesh el derecho de pernada que sin duda tiene también un sentido simbólico (y supongo que a veces literal) de fecundación.

En el mundo de los muertos, al que Gilgamesh llega acompañado de la versión babilónica de Caronte, "Los etimmu, los muertos mismos en su estado semi-inmaterial, son comparados con las sombras y con el viento, pero tienen necesidades báscias (comer y beber), que satisfacen gracias a las ofrendas funerarias que les proveen sus descendientes vivos" (226 n. 157). Los muertos sólo viven su precaria existencia mientras son recordados. El relato que hace Enkidú de las leyes del infierno sí parece dar a los muertos un puesto y vida mejor según el número de descendientes. No iban desencaminados los babilonios, al considerar que son los descendientes quienes con sus ofrendas mantienen al muerto alimentado en la medida de lo posible en su vida de sombras. El destino último de los vivos es un buen puesto en el infierno, pero más importante es gozar de la vida mientras la tenemos, como le aconsejan a Gilgamesh:

Gilgamesh, ¿hacia dónde corres?
La vida que persigues, no la encontrarás.
Cuando los dioses crearon a la humanidad,
le impusieron la muerte;
la vida, la retuvieron en sus manos.
¡Tú, Gilgamesh, llena tu vientre;
día y noche vive alegre;
haza de cada día un día de fiesta;
diviértete y baila noche y día!
Que tus vestidos estén inmaculados,
lavada tu cabeza, tú mismo estés siempre bañado.
Mira al niño que te tiene de la mano.
Que tu esposa goce siempre en tu seno.
¡Tal es el destino de la humanidad! (p. 29)


(O, como decía Bob Dylan, "have a bunch of kids that call me pa — That must be what it's all about"). Enkidú había sido una simple bestia, y como tal desconocía la muerte: de ello parece acordarse cuando maldice al cazador que lo encontro, y a Shamhát, la prostituta sagrada que lo hizo humano haciéndole el amor (120-21). Hasta a su nombre inscrito (que le ha de trascender) maldice Enkidú cuando sabe que va a morir (118). Pero sí que se consuela, en cambio, sabiendo que tendrá bonitos ritos funerarios... Gilgamesh manda hacer una efigie de Enkidú en lapislázuli (135).

Los hombres de piedra del mundo infernal a los cuales ataca Gilgamesh parecen tener algo en común con la pervivencia de las imágenes tras la muerte en efigie: son similares a "una estatua funeraria, supremo honor que un difunto podía tener y por el cual sería recordado siempre y, por lo tanto, habría de gozar de mejor vida en el inframundo" (219, n. 110).

Pero el tema de la rememoración funeraria y de la inmortalidad se trata de la manera más memorable en la propia estructura narrativa de la obra y en su textualidad. Recordemos el principio de Gilgamesh, (estandarizo el texto y unifico los hemistiquios, a veces modifico ligeramente la traducción de Silva Castillo).

Quien vio el Abismo, fundamento de la tierra,
quien conoció los mares, fue quien todo lo supo;
quien, a la vez, investigó lo oculto:
dotado de sabiduría, comprendió todo,
descubrió el misterio, abrió la vía
de las profundidades ignoradas
y trajo la historia de tiempos del Diluvio.

Tras viaje lejano, volvió exhausto, resignado,
y grabó en estela de piedra sus tribulaciones.

Al comienzo del poema no sabemos de quién se nos habla; luego comprenderemos que quien ha hecho esos viajes y obtenido ese conocimiento es Gilgamesh. El inicio del poema nos habla así no sólo de algo que ha pasado, como toda narración, sino también, prolépticamente, de algo que va a pasar en el poema; es una especie de abstract o trailer que resume lo esencial de la aventura de Gilgamesh: no su fracaso a la hora de alcanzar la inmortalidad, sino su éxito en la obtención del conocimiento. El viaje no es sólo una aventura que termina mal, también es un viaje a la experiencia, y nos anuncia desde el principio la culminación de esa experiencia: la enseñanza, la memoria, la escritura: "grabó en estela de piedra sus tribulaciones". Así pues, Gilgamesh no obtiene la inmortalidad, pero sus hazañas sí que serán inmortales: también él se convierte en "hombre de piedra", de material imperecedero, capaz de resistir las aguas del olvido, una figura grabada en la roca, una inscripción que perdura. El hombre no puede trascender la muerte, pero su experiencia, a través de la escritura, sí puede. Tal parece ser un importante descubrimiento de Gilgamesh: la narración puede ser grabada en piedra, no se ve limitada a la transmisión oral (que sin duda fue la primera forma del poema). La escritura cuneiforme se destinó primero al parecer a llevar contabilidad (está ligada a la ciudad, al mercado, al registro de excedentes agrícolas que posibilitan las poblaciones). Con Gilgamesh, da la escritura un salto cualitativo, y recoge ya no medidas de grano, sino la historia modélica de un héroe. El principio del poema superpone dos obras imperecederas de Gilgamesh: las murallas de la ciudad de Uruk, antes de sus viajes, y la (hipotética) estela de piedra con esta narración, tras ellos. Hay una cierta analogía o parentesco entre estas dos obras duraderas que hablarán de su memoria.

El erigió los baluartes de Uruk la amurallada,
el del Eanna, sagrario santo.
Mira sus muros... ¡Como de bronce...!
Observa sus fundamentos. ¡No tiene par!
Toca el umbral de vieja hechura.
Acércate al Eanna, morada de Ishtar.
Ningún rey en el pasado, ningún hombre lo igualará.
sube y pasea sobre sus muros.
Mira sus cimientos. Considera su estructura.
¿No son acaso cocidos sus ladrillos?
¿No habrán echado sus fundamentos los Siete Sabios?
Un sar mide la ciudad, un sar sus huertos, un sar el templo de Ishtar.
En total... ¡tres sar abarca Uruk!


Considerando la estructura del poema, vemos que es lo que Steven G. Kellman llamaría una self-begetting narrative (aunque él habla de novelas), una historia que es, entre otras cosas, la historia de cómo llegó a ser escrita la historia que tenemos. Hay en esta estructura un asomo de circularidad (y por tanto de inmortalidad), un renacer de la narración a manera de ouroboros, cuando el final se junta con el principio. Es una estructura temporal a la que tienden de por sí las narraciones en primera persona, y también esta aunque esté en tercera persona, pues Gilgamesh es, supuestamente, su autor, aunque no sea su narrador. Encontramos así que esta descripción de Uruk aparece de modo casi literal en la conclusión del poema (si exceptuamos el fragmento inconexo en el que Enkidu describe el mundo de los muertos). Gilgamesh vuelve tras su fracaso a Uruk, acompañado por el barquero de los muertos, Urshanabí:

Gilgamesh se dirigió a Urshanabí:
"Sube y pasea sobre los muros de Uruk la amurallada.
Mira sus cimientos. Considera su estructura. ¿No son acaso cocidos sus ladrillos?
¿No habrán echado sus fundamentos los Siete Sabios?
Un sar mide la ciudad; un sar, sus huertos, un sar, el solar del templo de Ishtar.
¡Tres sar abarca el dominio de Uruk!

La historia de Gilgamesh nos ha llegado en tablillas de barro cocido, semejantes a las murallas de Uruk hace poco desenterradas. El traductor/editor nos recuerda, inoportuno, que lo muros de Uruk no son sino de adobe (201, n. 10). El poema dignifica tanto las murallas como el poema, comparando las primeras al bronce y, en cuanto al segundo, mencionando una hipotética versión grabada en lapislázuli y guardada en un cofre de bronce. Símbolos, en todo caso, de la pervivencia de los materiales construidos o grabados frente al hombre en sí. Es quizá la visión de la permanente Uruk a su vuelta lo que sugiere a Gilgamesh fijar su historia en una inscripción permanente. Antes ha existido en versión oral: en el propio poema se conserva una huella de esa oralidad anterior a la fijación por escrito, cuando el propio Gilgamesh, y su amigo Enkidú antes de morir, evocan una y otra vez sus hazañas anteriores, a modo de carta de presentación y explicación de por qué continúan sus aventuras:

¡... mi amigo, Enkidú, mulo errante, onagro del monte, pantera de la estepa,
—con quien, uniendo nuestras fuerzas, juntos, escalamos la montaña,
nos apoderamos del Toro y lo matamos,
derrotamos a Humbaba, que moraba en el Bosque de los Cedros,
y en los pasos de montaña matamos a los leones—;
mi amigo, a quien tanto amé, quien conmigo pasó tantas pruebas,
Enkidú, a quien tanto amé, quien conmigo pasó tantas pruebas,
llegó a su fin, destino de la humanidad!

En última instancia, el destino de la humanidad es morir y ser olvidados; los más afortunados logran que sus descendientes los recuerden y hagan ritos funerarios; los héroes pueden aspirar a una estatua, y a que sus historias pasen a grabarse en material duradero. La escritura es, frente a la palabra, como la estatua frente a la persona: imperecedera, al menos de momento. Gilgamesh, el poema, murió, pero ha renacido; y si bien ha de morir, tiene más posibilidades de pervivir que cualquiera de nosotros. El principio de Gilgamesh recuerda al poema Ozymandias de Shelley. Quizá la vida humana quede empequeñecida en ambos, y las ambiciones de los reyes, pero nos transmiten de modo muy vívido, desde luego, la pervivencia inhumana de estatuas e inscripciones como voces que nos llegan desde lo más profundo de los tiempos, voces e imágenes de alguien que quería seguir viviendo aunque fuese sólo con la poca vida que prestamos a una figura de piedra en la que reconocemos una forma humana, o a una inscripción que pronunciamos, las palabras aún vivas de alguien que existe ya sólo como una voz grabada en piedra. En el fundamento de la escritura está el epitafio, una mezcla de voz, piedra, ausencia, y aspiraciones inmortales.






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