lunes, 8 de agosto de 2016

El juego de la oca, el Viaje de la Vida, y el Gran Teatro del Mundo



Estoy incluyendo en mi bibliografía todos los artículos y reseñas de Carmen Martín Gaite. En su reseña de Gárgoris y Habidis, de Fernando Sánchez Dragó, era tremendamente injusta con el libro, irritada por su barroquismo gratuito o manierismo expresivo, o por alguna vibración más de base. Vamos, que, como muchas otras personas, no aguantaba a Sánchez Dragó. A mí en cambio me parece logradísimo el tono, y el lenguaje, y la mezcla justa de fabulación, erudición gargantuesca y carnavalesca y tono entre prodigioso y desenfadado; no de otro modo había que escribir o se podía escribir este divagatorio sobre la historia mágica de España. 

Estamos en Galicia, y a veces parece dedicado más a Galicia que a otro sitio, no salimos de ella. Y en Galicia leemos a Sánchez Dragó, a la hora de comer, y yendo por partes, como Jack. Aquí hay un pasaje sobre la pata de oca como símbolo del Camino de Santiago.



 Y ya no cabe postergar el análisis de lo que a todas luces encierra la segunda clave gráfica (o encrucijada esotérica) del Camino: la pata de oca, representada por tres rasgos que convergen y terminan en un punto. Esta señal, como la del laberinto, disfruta de unas tragaderas prácticamente insaciables: por ellas, una vez más,  se colarán los detritus del inconsciente atlántido, los petroglifos de Galicia, las logias de los maestros canteros, y la ramificada liturgia o superstición del Apóstol. Es decir: todo lo necesario para que otra borrachera sincretista se lie a trastornar garabatos de factura casi infantil.

La oca fue para los antiguos animal benéfico, tótem de la Magna Mater y símbolo de la desencarnación o regreso del alma a las esferas escatológicas. Los egipcios la equiparaban al sol naciente en el momento de romper la cáscara del huevo primordial y, de acuerdo con ello, terminaron convirtiéndola en jeroglífico alusivo a la muerte del faraón. ¿A quén no le resultan familiares esas hermosas pinturas del Nilo donde una o varias palmípedas remontan el vuelo desde el pecho de una momia? Espíritus reales, correveidiles entre la tierra y el más allá. Los sacerdotes de Osiris anunciaban al pueblo (y al orbe) la entronización de un nuevo soberano enviando cuatro ocas inmaculadas rumbo a los cuatro puntos cardinales.

También los celtas creyeron a estas aves farautes encargados de acortar distancias entre la tierra y los infiernos. Los bretones se negaban a comer su carne por considerarla sagrada. Los germanos propusieron la efigie inolvidable de Lohengrin, caballero en un cisne. Los nórdicos identificaron la ascensión iniciática del homo sanchopancesco con la fábula de un niño —Nils Holgersson— que recorre la historia y la geografía de sus mayores abrazado al cuello de un pato silvestre. Lo romanos prima maniera atribuyeron la precoz salvación de lo que otros llamarían cultura occidental a un intencionado jaberdillo de gansos capitolinos. Los gallegos aún incluyen las plumas del Auca entre las herramientas imprescindibles para practicar con éxito las artes mágicas, aunque su virtud —añade el capítulo segundo del inefable ciprianillo— sólo resultará verdaderamente eficaz si el animal "es macho y tiene todo el crecimiento". Los ocultistas consideran el Juego de la Oca, derivación de un símbolo móvil cuyo curso hilvana las venturas (jardines, puentes, embarcaciones) y desventuras (pozo, prisión, posada, calavera) de este valle de lágrimas antes de que el espíritu vuelva, desencarnándose, al seno de la Magna Mater. Los hombres, representados por fichas de colores, avanzan, se detienen o retroceden al hilo de un tablero que es el gran teatro del mundo. Su marcha, lenta en lo que depende de los dados, se acelera bruscamente cuando la casualidad los arroja en la casilla ocupada por el animal mágico. Entonces, el jugador —niño o adulto— salta por encima de las miserias cotidianas canturreando: de oca a oca y tiro porque me toca. Vuelve la moneda al aire. Abajo, en diestro y siniestro acecho, aguardan los arcanos. Ya veremos cómo el tarot también tiene su baza en en el rien ne va plus jacobeo. Una de las insidias reviste, precisamente, la forma de un laberinto. Adentrarse por sus recovecos equivale a perder varias jugadas. Al final se abre un espacio ilimitado y sublime por el que se contonea un gigantesco palmípedo, algo así como el director de esa especie de oficina postal con carteros alados que continuamente cubren la ruta entre el acá y el acullá. La última casilla —el Empíreo o la región de los muertos— puede alcanzarse pasito a pasito, por nuestros tristes medios, o salvando abismos en volandas de aves iniciáticas. Lo curioso es que el juego no se da por concluido cuando la primera ficha entra en la meta. Tienen que hacerlo, una por una, todas las demás. Lo importante, por tanto, no es competir o ganar, sino llegar: O sea: morir. Se trata de un verdadero programa existencial o apólogo lúdico entendido como magister vitae. La pedagogía moderna postula entretenimientos infantiles que, sin dejar de serlo, resulten educativos. Me pregunto: ¿juegan a la Oca los niños de hoy? (407-9).



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