domingo, 24 de abril de 2016

Retropost #876 (23 de abril de 2006): El Shakespeare de Victor Hugo



De la traducción de William Shakespeare, de Victor Hugo, hecha por José López y López (Colección Crisol, 275); Madrid: Aguilar, 1959. Capítulos I.iv y I.v de la Parte II, pp. 307-20. Casualmente (no soy dado a las efemérides) hoy es el aniversario de Shakespeare.
IV
"Es reservado y discreto. Estad seguro de que no abusa de nada. Tiene, sobre todas las cosas, una cualidad muy rara. Es sobrio."
Las anteriores palabras, ¿qué son? ¿Una recomendación para admitir a un sirviente? No. Son el elogio de un escritor. Cierta escuela, que se llama "seria" a sí misma, ha enarbolado en nuestros días un programa de poesía fundado en la sobriedad. Parece que trata de preservar de indigestiones a la literatura. Antes se proclamaba la fecundidad y el poder y hoy día se proclama la tisana. Imaginaos que os encontráis en el resplandeciente jardín de las musas, donde florecen en montón las diversas explosiones de espíritu que los griegos llamaban tropos; pero no toquéis la imagen idea, el pensamiento flor, los abundantes frutos, ni las manzanas de oro, ni los perfumes, ni los colores, ni los rayos de luz, porque es preciso ser discretos. Si no tocáis nada de esto se os dará la ejecutoria de verdadero poeta. Inscribíos, pues, en la Sociedad de la Templanza. Un buen libro de crítica debe ser un tratado sobre los peligros que ofrece la bebida. ¿Queréis escribir la Ilíada ? Pues poneos a dieta. ¡Será en vano, Rabelais, que abras con asombro los ojos o que sonrías!
El lirismo embriaga, lo bello se sube a la cabeza, lo ideal da vahidos, y depués de remontaros hasta las estrellas, seríais capaces de rechazar el ofrecimiento de un pingüe destino. Habéis perdido el buen sentido y seríais capaces de rechazar hasta un puesto en el Senado de Domiciano. Perderéis el sentido común. Dejarías de dar al César lo que es del César, y hasta tal punto os perderíais en vuestra existencia, que os negarías a saludar al Señor Incitato, cónsul y caballo. Y éstos son los resultados que obtienen los que beben en ese sitio de perdición que se llama Empíreo. Os convertís en altivos, ambiciosos y desinteresados. Por consiguiente, sed sobrios, porque está prohibido beber en la taberna de lo sublime.
La libertad es libertinaje. Bueno es contenerse en ciertos límites; pero castrarse es mejor. Dedicaos siempre a la continencia.
Sobriedad, decencia, respeto a la autoridad, traje irreprochable. Nada de poesía refinada. Una sábana sin pintar, un león que no se arregle las uñas, un torrente sin tamizar, el ombligo del mar que se deja ver, la nube que se recoge hasta mostrar Aldebarán... son cosas chocantes. Los ingleses dirían shocking. La ola de espuma sobre el escollo, la catarata que vomita en el rayo. Juvenal que escupe a los tiranos. Y ¿qué más?
De lo bueno, poco. Evitad las exageraciones. En lo sucesivo, el rosal contará las rosas que produce, y se suplicará a la pradera que no dé a luz tantas margaritas. Se expedirán órdenes terminantes a la primavera para que se modere. Los niños abundan demasiado, y se suplicará a los bosques y a las enramadas que no críen tantos pájaros. La vía láctea contará también las estrellas, porque hoy tiene un número excesivo.
Adaptaos al modelo del gran tirso serpentario del Jardín de Plantas, que no florece sino cada cincuenta años. He ahí una flor recomendable.
El verdadero crítico de la escuela sobria debe ser el guarda de aquel jardín a quien preguntaron si había muchos ruiseñores en los árboles y contestó: "No me habléis de eso. Durante todo el mes de mayo esos animaluchos no hacen más que vociferar."
El señor Suard expidió a José María Chénier el siguiente certificado: "Su estilo es de gran mérito, porque no usa comparaciones." En nuestros días se ha repetido ese singular elogio. Esto nos recuerda a un célebre profesor de la Restauración, a quien indignaban las comparaciones y las figuras tan frecuentes en los profetas, y aplastaba a Isaías, a Daniel y a Jeremías bajo el peso de este profundo apotegma: "Toda la Biblia se reduce a como..." Otro profesor dijo también la siguiente frase, que se ha hecho célebre en la Escuela Normal: "Arrojemos a Juvenal al estercolero romántico." El crimen de Juvenal, como el de Isaías, consistía en expresar las ideas por medio de imágenes. ¿Volveremos acaso, poco a poco, en las llamadas regiones doctas, a la metonimia como término de química y al juicio de Pradón sobre la metáfora?
Al oír las reclamaciones y quejas de la escuela doctrinaria, estamos tentados de creer que se figura que es la única encargada de suministrar el consumo de imágenes y de figuras que usan los poetas, y que se cree que la arruinan los despilfarradores Píndaro, Aristófanes, Ezequiel, Plauto y Cervantes. Dicha escuela encierra bajo llave las pasiones, los sentimientos, el corazón humano, la realidad, el ideal y la vida. Asustada, mira a los genios ocultándolo todo y exclama: "¡Qué glotones!" De ahí que haya inventado para los escritores este elogio superlativo: "¡Es un hombre templado!"
La crítica sacristanesca fraterniza en todos estos puntos con la crítica doctrinaria. La mojigatería y la devoción se ayudan mutuamente. Quieren que prevalezca un género curioso, el género púdico.
Nos avergonzamos ante el modo brutal como los granaderos se hacen matar. La retórica tiene para los héroes hojas de parra que se llaman perífrasis. Se pretende que en un campamento militar se hable como en un convento. Las frases del cuerpo de guardia se consideran como calumnias. Un veterano baja la mirada ante el recuerdo de Waterloo, y se da la cruz de honor a esos ojos vueltos hacia el suelo. Ciertas frases que ya son históricas no tienen derecho a la historia y se ha establecido que el gendarme que disparó en el Ayuntamiento un tiro sobre Robespierre deberá llamarse el "guardián que muere, pero que no se rinde."
Del esfuerzo combinado de estas dos críticas conservadoras de la tranquilidad pública resulta una saludable reacción, que ya ha producido algunos ejemplares de poetas atildados y cultos, cuyo estilo se amolda perfectamente a las reglas. Que no celebran orgías con ideas locas, ni van nunca a un rincón del bosque con esa bohemia que se llama Quimera. Que no entablan relaciones con la imaginación vagabunda y peligrosa, ni con la inspiración, que es una bacante, ni con la desenfrenada fantasía. Que nunca se les ocurre dar un beso a la joven descalza que es su musa. Que no duermen fuera de casa y que tienen muy contento a su portero, Nicolás Boileau, y creen que es escándalo que Polimnia sse presente en público con el cabello suelto. Para evitarlo están los peluqueros. Llamad a uno y veréis cómo acude en seguida La Harpe. Estas dos críticas hermanas, la doctrinaria y la sacristanesca, forman la educación actual. Se educa a los escritores desde que nacen, en cuanto dejan de mamar, y se establece así una legión de jóvenes afamados.
De todo esto nace una consigna, una literatura y un arte que entran en fila en correcta formación. Se trata de salvar a la sociedad en la literatura y en la política. Todo el mundo sabe que la poesía es una cosa frívola, insignificante, que se ocupa puerilmente en buscar rimas. Por consiguiente, nada más terrible que los versos. Hay que sujetar a los pensadores y es harto peligroso elevarlos a los altares. ¿Qué es un poeta? Si se trata de honrarle, nada. Si se trata de perseguirle, todo.
Debe reprimirse a la raza de los escritores, y, aunque para eso hay varios medios, es muy útil recurrir al brazo secular. De cuando en cuando desterrar a alguno. Los destierros de los escritores empiezan en Esquilo, y no terminan ni en Voltaire. Cada siglo tiene un anillo en esta cadena. Pero para desterrar, expatriar y proscribir se necesitan por lo menos pretextos que no tienen aplicación en todos los casos, porque son armas que no se esgrimen con facilidad. Es preciso poseer un arma de poco tamaño para la guerra diaria. Se inventa una crítica de Estado, debidamente acreditada, que desempeñe esta función. Organizar la persecución de los escritores por otros escritores y esgrimir la pluma contra la pluma, son medios ingeniosos. ¿Por qué no ha de haber polizontes literarios?
El buen gusto es una precaución que toma el buen orden. Los escritores sobrios son el contrapeso de los electores prudentes. La inspiración es sospechosa de ser liberal, y la poesía tiene algo de extralegal. Existe, pues, un arte oficial, hijo de la crítica oficial.
De estas premisas se deduce toda una retórica de carácter especialísimo. La Naturaleza tiene una entrada harto restringida en este arte. Entra por la puerta falsa, y además está tachada de demagógica. Hay que suprimir los elementos, porque son malas compañías, y además hacen mucho ruido. El equinoccio comete roturas al clausurarse. La ráfaga crea un escándalo nocturno. El otro día, en la Escuela de Bellas Artes, un alumno de pintura tuvo la audacia de hacer levantar por el viento, durante la tempestad, los pliegues del manto de uno de los personajes que estaba pintando. Y el profesor, extrañado del atrevimiento, exclamó: "¡No hay viento en el estilo!"
A pesar de todo esto la reacción no desespera. Caminamos hacia adelante y se realizan progresos parciales. Ya se empieza a permitir el ingreso en la Academia a algunos miembros con la papeleta de confesión en la mano. ¡Julio Janín, Teófilo Gautier, Pablo de Saint-Víctor, Littré y Renan, recibid el Credo!
Pero esto no basta porque el mal es muy profundo. Están amenazadas la antigua sociedad católica y la antigua literatura legítima. ¡Guerra a las nuevas generaciones! ¡Guerra al espíritu moderno! Persigamos a la democracia, que es hija de la filosofía.
Los casos de hidrofobia, es decir, las obras de genio, son temibles. Deben reiterarse las prescripciones higiénicas. Está mal vigilada la vía pública y se encuentran en la calle poetas vagabundos. ¿En qué piensan las autoridades y la policía que dejan en libertad a ciertos espíritus? Ya que hay peligro, evitémoslo nosotros, para que alguna incauta inteligencia no sea víctima de mordeduras fatales. Y los temores se confirman, y hasta no faltará quien diga que cree haber visto a Shakespeare en la calle, suelto y sin bozal. . . .

V
Shakespeare es indudablemente el escritor que menos merece que se le llame sobrio, pues es uno de los peores sujetos a quien la estética doctrinaria ha tenido que refrenar.
shakespeareShakespeare es la fertilidad, la fuerza, la exuberancia, la teta llena, la copa que desborda, la savia excesiva, la lava en torrentes, los gérmenes en confusión, la vasta lluvia que hace brotar extensamente la vida, y todo por millares, por millones, sin ninguna reticencia, sin ligaduras, sin ninguna economía, cual la prodigalidad insensata y tranquila del Creador. A quienes hurguen en el fondo de su bolsa, lo inagotable les parece demencia. ¿Acabará pronto? Jamás. Shakespeare es el sembrador del deslumbramiento. En cada palabra, una imagen. En cada frase, el contraste; el día y la noche.
El poeta, repetimos, es la Naturaleza. Como ella, es sutil, minucioso, delicado y microscópico; pero como ella también, es intenso. Ni es discreto, ni reservado, ni avaro. Es sencillamente magnífico. Aclaremos el sentido de la palabra sencillo.
La sobriedad en poesía indica pobreza y la sencillez grandeza. Dar a cada cosa la cantidad de espacio que necesita, no darle más ni menos, eso es la sencillez. Sencillez es sinónimo de justicia. La ley del gusto consiste en colocar las cosas en su lugar y en expresarse con las palabras adecuadas. Con la indispensable condición de mantener cierto equilibrio latente y de conservar cierta proporción misteriosa, la complicación más prodigiosa, ya en el estilo, ya en el conjunto, puede ser sencillez. Eso son los arcanos del gran arte. Únicamente la crítica elevada, que es la que nace del entusiasmo, penetra y comprende esas leyes sabias. La opulencia, a profusión, la irradiación resplandeciente, pueden ser sencillas. El sol es sencillo.
Como se ve, esta sencillez no tiene ningún punto de semejanza con lo que recomiendan Le Batteux, el abate D’Aubignac y el padre Bouhours.
Aunque sea abundante, intrincado y hasta confuso, todo lo que es verdadero es sencillo. Esta es la única sencillez que debe conocer el arte.
Como la sencillez es verdadera, es ingenua. La ingenuidad es el rostro de la verdad. Shakespeare es sencillo hasta un grado inconcebible.
La sencillez impotente, raquítica y de corto aliento, ofrece un caso patológico, que es completamente extraño a la poesía, y le conviene más entrar en el hospital que montar sobre el hipogrifo.
Declaro que la joroba de Tersites es sencilla; pero los espectorales de Hércules son sencillos también. Prefiero esta sencillez a aquélla.
La sencillez natural de la poesía puede ser frondosa como la encina. ¿Acaso una encina produciría el efecto de un bizantino o de un refinado? Sus innumberables antítesis, tronco gigantesco y hojas pequeñísimas, corteza ruda y musgo de veludillo, aceptación de los rayos y protección de la sombra, coronas para los héroes y frutos para los puercos, ¿serían tal vez muestras de afectación, de corrupción, de sutilidad y de mal gusto? ¿Tendría la encina demasiado espíritu? ¿Sería la encina producto acaso del hotel de Rambouillet? ¿Sería una preciosa ridícula? ¿Estaría atacada de gongorismos? ¿Sería el símbolo de la decadencia? Toda la sencillez, sancta simplicitas, ¿se condensaría acaso en una col?
Refinamiento, exceso de espíritu, gongorismo... Todo esto ha sido lanzado a la cabeza de Shakespeare. Se declara que esos son defectos de la pequeñez y se apresuran a censurar al coloso.
Pero tampoco Shakespeare respeta nada. Camina con tal ímpetu, que fatiga al que le sigue. Salta por encima de las conveniencias, atropella a Aristóteles, hace estragos en el jesuitismo, en el metodismo, en el purismo, y en el puritanismo. Desconcierta a Loyola y vuelve del revés a Juan Wesley. Es valiente, atrevido, emprendedor, belicoso y directo. Sus escritos humean como si fuesen volcanes. Con la pluma en la mano, con la llama del genio en la frente y con el diablo en el cuerpo, está siempre activo, funcionando, en vena, en marcha. El semental abusa, cansando a las mulas que van al paso. Ser fecundo es ser agresivo. Verdaderamente, son exorbitantes los poetas como Isaías, como Juvenal y como Shakespeare. ¡Qué diablo! Debían dejar que se fije la atención en los otros. Uno solo no ha de tener derecho a todo. Es reunir demasiado poseer virilidad constante, inspiración siempre, tantas metáforas como la pradera, tantas antítesis como la encina, tantos contrastes y profundidades como el universo, himeneo generación incesante. En una palabra, plenitud para la producción.
Hace ya tres siglos que a Shakespeare, que es el poeta en toda su efervescencia, lo contemplan los críticos sobrios con el disgusto que al ver un serrallo debe apoderarse de los espectadores impotentes.
Shakespeare no tiene reserva, ni límites, ni fronteras, ni vacíos. Su falta es no tenerlos. Se desborda como la vegetación, como la germinación, como la luz, como la llama. Lo cual no le impide ocuparse de vosotros, espectador o lector, hablaros moralmente y daros consejos, ser vuestro amigo, como un La Fontaine cualquiera, y presentaros pequeños servicios. En el incendio de su espíritu podéis calentaros las manos.
Shakespeare es inmenso. Ha creado a Otelo, a Romeo, a Yago, a Macbeth, a Shylock, a Ricardo III, a Julio César, a Oberón, a Puck, a Ofelia, a Desdémona, a Julieta, a Titania, hombres, mujeres, brujas, hadas y almas. ¿Os parecen pocos? Ha creado además a Ariel, a Parolles, a Macduff, a Próspero, a Viola, a Miranda, a Caliban, a Jesica, a Corneille, a Cressida, a Porcia, a Brabancio, a Polonio, a Horacio, a Mercutio, a Imógenes, a Pandaro de Troya, a Bottom y a Teseo. Este poeta, Ecce Deus, se da, se obliga, se desparrama, sin agotarse jamás. ¿Por qué? Porque no puede. Es imposible que se agote, porque no tiene fondo. Se llena, se derrama, y se vuelve a llenar. Es el cesto agujereado del genio.
En la ciencia y en la audacia del lenguaje, Shakespeare iguala a Rabelais, a quien un melindroso ha tratado hace poco de puerco. Como todos los espíritus soberanos que gozan de la orgía de la Omnipotencia, Shakespeare se sirve de la Naturaleza, se la bebe y os la hace beber. Voltaire ha hecho bien en reprocharle su borrachera. Sheakespeare tiene tal temperamento, que no se para ni se cansa, ni tiene compasión de los raquíticos estómagos que se presentan candidatos a la Academia. No padece de la gastritis que se llama buen gusto, porque es poderoso. ¿Qué otra significa el inmoderado canto que entona a través de los siglos, ya de guerra, ya de orgía, ya de amor, que va desde el rey Lear a la reina Mab, y desde Hamlet y Falstaff, que es doloroso como un suspiro y grande como la Ilíada?.... "Tengo agujetas después de haber leído a Shakespeare", declaró el señor Auger.
Su poesía tiene el perfume acre de la miel que produce vagabundamente la abeja que no tiene colmena. Emplea la prosa y el verso y todas las formas que le convienen, como recipientes para contener la idea. Su poesía se lamenta y se burla. El inglés, que es una lengua que aún no está bien formada, algunas veces le perjudica y otras le favorece, pero siempre se transparenta en ella la profundidad de su alma. El drama de Shakespeare se desarrolla con una especie de ritmo desafinado. Es tan vasto, que vacila y da vértigos; pero nada es tan sólido como su emocionante grandeza. Shakespeare, calenturiento, encierra los vientos, los espíritus, los filtros, las vibraciones, los huracanes, la oscura penetración de los efluvios y la gran savia desconocida. De esto proviene su agitación, en cuyo fondo reposa la calma. Esta es la agitación que falta a Goethe, por cuya impasibilidad le elogian sin razón, sin comprender que la impasibilidad indica inferioridad. Esa agitación ha turbado a todos los espíritus de primer orden, y la vemos en Job, en Esquilo, y en Dante. Es preciso que en la tierra el que es divino sea humano, y que se proponga a sí mismo el enigma que le martirice. Cuando la inspiración es pródiga, va mezclada de cierto sagrado estupor. Cierta majestad del espíritu se parece a las soledades y se complica con el asombro. Shakespeare, como todos los grandes poetas y como todas las grandes cosas, está lleno de fantasías. Diríase que por instantes Shakespeare produce pánico a Shakespeare, cual si éste sintiera terror de su propia tempestad. Este es el signo de las supremas inteligencias. Su misma extensión le agita y le comunica misteriosas y enormes oscilaciones. No hay genio que no tenga olas. Llámesele ebrio y borracho. Nos parece bien, porque es salvaje, como el bosque virgen, y ebrio como la alta mar.
Sólo el cóndor, que parte y llega, vuelve a partir y se remonta, se cierne, se hunde, y se precipita, puede dar idea del inmenso vuelo de Shakespeare, que es uno de los genios que Dios enfrenó expresamente mal, para que vuelen ferozmente por el infinito.
De cuando en cuando viene a la Tierra uno de esos espíritus. Su paso, como ya dijimos, renueva el arte, la ciencia, la filosofía o la sociedad. Llenan un siglo y después desaparecen. Entonces, no sólo su claridad ilumina un siglo, sino a la Humanidad, de un extremo a otro de los tiempos, y nos damos cuenta de que cada uno de esos hombres es el espíritu humano mismo encerrado en un cerebro, que llega en un momento determinado a la tierra, para hacerle dar un paso en el camino del progreso.
Terminada su vida y realizada la misión que habían de cumplir, esos espíritus supremos se unen por medio de la muerte al misterioso grupo con el cual acaso viven en familia en el infinito.
*****

PS: Ayer estuvimos en una bonita representación de La Tempestad, con el Teatro Arriaga et al.... Como versionaje digno de mención, trasladaron al final, para cerrar la obra, el célebre parlamento donde Próspero nos dice que la función de espíritus que ofrece (teatro dentro del teatro) a Ferdinand y a Miranda, ha terminado:

Terminó nuestro espectáculo. Estos actores nuestros,
como os había dicho antes, eran todos espíritus, y
se han disuelto en el aire, en aire tenue;
y como el tejido sin sustancia de esta visión,
las torres tocadas de nubes, los palacios espléndidos,
los templos solemnes, y hasta el gran orbe del mundo,
sí, y todos los que lo van a heredar, se disolverán;
y desvaneciéndose como esta función insustancial,
no dejarán ni rastro tras ellos. Somos de la misma materia
de la que están hechos los sueños, y nuestra pequeña vida
empieza y termina durmiendo.

Y a dormir nos fuimos...


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