sábado, 21 de noviembre de 2015

Retropost #421 (18 de julio de 2005): Muere un compañero



Ha muerto Rafael Blasco, uno de los profesores de nuestro departamento, a consecuencia de un infarto. Apenas había tenido trato con él, y es difícil creer que ya he tenido todo el que iba a tener. No iré a su entierro, en Teruel (a mil kilómetros de donde estoy). Pero el redoble de campanas sí llega hasta aquí.

La muerte súbita es quizá el auténtico rostro de la muerte, el que preferimos no mirar, o no podemos mirar directamente mucho rato. Rafael, seguramente, no vio a la muerte cerca, como no la vemos nosotros día a día. Vivimos como si no fuésemos a morir nunca, y quizá esa sea nuestra mayor aproximación a la inmortalidad: vivir nuestra vida de siempre, la que hemos elegido, ignorando el momento de la muerte. Esperarla, o mejor dicho, no esperarla, haciendo pajaritas de papel, o viendo Operación Triunfo, como si la cosa no fuese con nosotros. Quienes mueren súbitamente no le han pagado a la muerte, al menos, el peaje de estar pendientes de ella, muriendo en vida un poco. Estuvieron más vivos que nadie hasta que un momento cualquiera se convirtió (para los demás) en su último momento. Para los demás, sí: ellos estaban en su vida, y están ausentes de su muerte, en la que sí estamos nosotros. Hay sin duda mucha sabiduría natural en este desprecio o ignorancia de la muerte. En compensación, los supervivientes no podemos quedarnos impasibles, y estas muertes súbitas nos matan más que otras. Hasta que conseguimos concentrarnos en la vida otra vez.
Los sabios suelen ser aguafiestas, y nos aconsejan, en cambio, "vivir para la muerte" - por ejemplo en este poema de William Drummond. Y también tienen, seguramente, su parte de razón.

Más de una vez la muerte me murmuró al oído,
graba lo que oyes en diamante y oro:
Yo soy ese monarca a quien todos los monarcas temen,
el que ha hecho rodar por el polvo su orgullo desmedido;
todo, todo es mío bajo la esfera de plata de la luna,
y nada, a no ser la virtud, puede retener mi poderío.
Esto, que no creías, te lo dijo experiencia cierta
cuando a tí me acerqué en un reciente peligro.
A modo de espantajo te mostré mi rostro entonces,
para que de mis horrores pudeses hacer buen uso,
tomando una senda de vida más sagrada.
Camina ahora siempre armado para mi golpe cruel,
no te fíes más de la vida que te halaga, redime el tiempo pasado,
y vive cada día como si fuese tu último.

(William Drummond, 1623)





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