La clase ociosa está, en medida considerable, protegida contra la presión de aquellas exigencias económicas que prevalecen en toda comunidad industrial moderna y altamente organizada. Las exigencias de la lucha por los medios de vida son menos urgentes para esta clase que para cualquier otra; y como consecuencia de esta posición privilegiada deberíamos esperar teóricamente que aquélla fuese una de las clases sociales que menos respondiesen a las demandas que la situación exige a favor de un desarrollo ulterior de las institucionesy de reajuste a una situación industrial que ha experimentado alteraciones. La clase ociosa es la clase conservadora. Las exigencias de la situación económica general de la comunidad no actúan libre y directamente sobre los miembros de esa clase. No se les exige, so pena de confiscación, que cambien sus hábitos de vida y sus concepciones teóricas del mundo externo para adaptarse a las demandas de una nueva técnica industrial, ya que no constituyen, en el pleno sentido de la palabra, una parte orgánica de la comunidad industrial. Por lo tanto, esas exigencias no producen con facilidad, en los miembros de esta clase ociosa, aquel grado de conformidad con el orden existente que puede llevar a cualquier grupo de hombres a abandonar las concepciones y métodos de vida que han llegado a ser habituales para ellos. La función de la clase ociosa en la evolución social consiste en retrasar el movimiento y en conservar lo que es obsoleto. Esta proposición no es en modo alguno nueva; ha sido durante mucho tiempo uno de los lugares comunes de la opinión popular.
La prevaleciente convicción de que la clase rica es por naturaleza conservadora ha sido aceptada popularmente sin mucha ayuda por parte de ninguna idea teórica acerca del lugar y relación de esa clase en el desarrollo cultural. Cuando se ofrece una explicación para este conservadurismo de clase es, por lo común, la explicación envidiosa de que ocurre así porque los ricos tienen un interés creado, de un tipo indigno, en el mantenimiento de las condiciones que les rodean. La explicación que aquí proponemos no imputa ningún motivo indigno. La oposición de la clase ociosa a los cambios en el esquema cultural es instintiva y no descansa primordialmente en un cálculo interesado de las ventajas materiales; es una revulsión instintiva contra todo intento de apartarse de la aceptada modalidad de hacer o considerar las cosas—revulsión común a todos los hombres y que sólo puede ser superada por la fuerza de las circunstancias—. Todo cambio en los hábitos de vida y de pensamiento es molesto. La diferencia a este respecto entre los ricos y la gente normal y corriente no estriba tanto en el motivo que impulsa al conservadurismo como en el grado de exposición a las fuerzas económicas que provocan el cambio. Los miembros de la clase acaudalada no ceden a la demanda de innovación con igual prontitud que otros hombres, porque no se ven obligados a hacerlo así.
Este conservadurismo de la clase rica es un hecho tan obvio que ha llegado incluso a ser reconocido como signo de respetabilidad. Como el conservadurismo es una característica de la parte más adinerada —y, por tanto, de mejor reputación— de la comunidad, ha adquirido un cierto valor honorífico o decorativo. Ha llegado a ser prescriptivo al extremo de que en nuestras nociones de respetabilidad va comprendida, como cosa normal, la adhesión a las ideas conservadoras, y se impone de modo imperativo a todos los que quieren llevar una vida impecable desde el punto de vista de la reputación social. El conservadurismo, como es una característica de la clase social más alta, es decoroso; la innovación, por el contrario, como es un fenómeno propio de la clase inferior, es vulgar. El primero y más irreflexivo elemento en esa revulsión y reprobación instintivas con las que reaccionamos ante toda innovación social es ese sentimiento de la esencial vulgaridad de la cosa. De tal modo que, incluso en los casos en que se reconocen los méritos sustanciales de los que el innovador es portavoz —como puede ocurrir con facilidad cuando los males que trata de remediar son suficientemente remotos en el tiempo, en el espacio o en el contacto personal— uno no puede, a pesar de ello, dejar de registrar el hecho de que el innovador es una persona con la que resulta, por lo menos, desagradable estar asociado, y de cuyo contacto social uno debe abstenerse. La innovación es mala cosa.
El hecho de que los usos, acciones e ideas de la clase ociosa acomodada adquieran el carácter de un canon prescriptivo de conducta para el resto de la sociedad, añade peso y alcance a la influencia conservadora de esa clase. Hace que todas las personas de reputación se vean obligadas a seguir su ejemplo. Así ocurre que, en virtud de su posición privilegiada como encarnación de las buenas formas, la clase más rica viene a ejercer en el desarrollo social una influencia retardataria mucho mayor de la que le corresponde por la simple fuerza numérica de dicha clase. Su ejemplo prescriptivo opera en el sentido de robustecer en gran medida la resistencia de todas las demás clases contra cualquier innovación y de fijar los afetos de los hombres en las buenas instituciones que les han sido entregadas por una generación anterior.
Hay un segundo modo en que la influencia de la clase ociosa actúa en la misma dirección en lo que se refiere a obstaculizar la adopción de un esquema convencional de vida más acorde con las exigencias de la época. En todo rigor, este segundo método por el que se guía la clase superior no debería colocarse en la misma categoría que el conservadurismo instintivo y la aversión a los nuevos modos de pensamiento de que hemos hablado hace un momento; pero podemos muy bien tratar de él en este lugar, ya que, por lo menos, tiene en común con el hábito conservador de pensamiento el hecho de que actúa para retrasar la innovación y el desarrollo de la estructura social. El código de lo que es apropiado y de los usos decorosos en boga en un pueblo y una época determinados tiene, en mayor o menor grado, el carácter de un todo orgánico; de tal manera que cualquier cambio apreciable en un punto del esquema implica algún tipo de cambio o de reajuste en otros puntos del mismo, o incluso una reorganización de la totalidad del esquema. Cuando se hace un cambio que sólo afecta inmediatamente a un punto poco importante del esquema, puede que la perturbación consiguiente de la estructura de convenciones resulte inapreciable; pero aun en ese caso, puede decirse con toda seguridad que alguna perturbación de mayor o menor alcance tendrá lugar en el esquema. Por otra parte, cuando un intento de reforma implica la supresión o la completa remodelación de una institución de primera importancia en el esquema convencional, se ve inmediatamente que tiene que producirse una seria perturbación en todo el esquema; se ve que un reajuste de la estructura a la nueva forma adoptada por uno de sus elementos principales tiene que ser un proceso doloroso y tedioso, si no ambiguo e incierto.
Para darse cuenta de la dificultad que implicaría un cambio tan radical en cualquiera de las características del esquema convencional de vida, sólo haría falta sugerir la supresión de la familia monogámica, o del sistema agnaticio de consanguinidad, o de la propiedad privada, o de la fe teísta en cualquier país de la civilización occidental; o suponer lo que sería la supresión del culto a los antepasados en China, del sistema de castas en la India, de la esclavitud en África, o el establecimiento de la igualdad de los sexos en los países mahometanos. No se necesita argumento alguno para demostrar que la perturbación producida en la estructura general de convencionalismos en cualquiera de esos casos habría de ser muy considerable. Para efectuar una innovación de este tipo, habría de tener también lugar una profunda alteración en los hábitos de pensamiento de los hombres en otros puntos del esquema, distintos del inmediatamente afectado por el cambio en cuestión. La aversión a una innovación así equivale a repudiar un esquema de vida que nos resulta esencialmente ajeno.
La revulsión que experimenta la buena gente ante cualquier propuesta de apartarse de los métodos de vida aceptados, es un hecho muy común y conocido de la experiencia cotidiana. No es raro oír a esas personas que dispensan consejos y amonestaciones saludables a la comunidad, expresarse vigorosamente en contra de los efectos perniciosos y de gran alcance que la comunidad experimentaría como consecuencia de cambios relativamente ligeros, tales como la separación entre la Iglesia anglicana y el Estado británico, o un aumento de las facilidades para divorciarse, o la adopción del sufragio femenino, o la prohibición de la manufactura y venta de bebidas alcohólicas, o la abolición o restricción de la herencia, etc. Cualquiera de estas innovaciones —se nos dice— "sacudiría la estructura social en su misma base", "reduciría la sociedad al caos", "subvertiría los fundamentos de la moral", "haría la vida intolerable", "perturbaría el orden natural", etc. Estas expresiones varias son, sin duda, de naturaleza hiperbólica, pero, a la vez, como toda exageración, son prueba de un agudo sentido de la gravedad de las consecuencias que se proponen describir. Se piensa que el efecto producido por estas innovaciones y otras semejantes al desbaratar el esquema general de vida aceptado sería de consecuencia mucho más grave que la simple alteración de cualquiera de los artificios ideados para conveniencia del hombre en sociedad. Lo que es cierto en un grado tan patente de las innovaciones de primera importancia, lo es también en menor escala de los cambios que tienen una importancia inmediata más reducida. La aversión al cambio es en gran parte una aversión a la inconveniencia de realizar el ajuste exigido por cualquier cambio; y esta solidaridad del sistema de instituciones de cualquier cultura o pueblo determinados fortalece la instintiva resistencia que todo cambio ha de encontrar en los hábitos de pensamiento de los hombres, aun en cuestiones que, consideradas en sí mismas, son de menor importancia.
(Thorstein Veblen, Teoría de la Clase Ociosa, 206-11).
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