domingo, 8 de diciembre de 2013

Less Is More

Aquí hemos estado viendo en el Teatro Principal el montaje de Tomás Moro: Una Utopía, dirigida por Tamzin Townsend y anunciada como "la obra clandestina de William Shakespeare." Cierto que Shakespeare colaboró en la versión revisada de Sir Thomas More, reescribiendo al menos alguna escena—de hecho se cree que incluye su manuscrito un fragmento escrito de puño y letra de Shakespeare, la única escritura suya que nos queda al margen de las firmas en documentos legales.

La obra es una reflexión sobre la Fortuna, en la línea del Espejo para Magistrados y otras colecciones de historias trágicas sobre gente poderosa que ascendió para luego caer espectacularmente. Moro hacía este tipo de reflexiones sobre sí mismo, añadiéndole al personaje una dimensión metaliteraria y una teatralidad que resultaban atractivas para Shakespeare. Este montaje recorta algunas escenas que derivaban demasiado desviando la atención del personaje, y completa lo que falta en la obra original con un poco de narración y contexto—y hasta crítica interpretativa en boca de un narrador brechtiano, que se mezcla con los actores y se convierte en personaje cuando es preciso. Nos lleva la obra desde el ascenso de Moro, sofocando una rebelión en Londres con la fuerza de su palabra, y apelando al deber de la obediencia, hasta su ascenso como Lord Canciller. Una escena ésa, la del discurso sobre la sumisión, que Shakespeare recordará en Coriolano. Y subraya el comentador cómo Moro es coherente en su teoría de la obediencia debida a los príncipes, que lo conduce así más adelante a la Torre de Londres y al cadalso, condenado por sí mismo—por no querer contemporizar, y obedecer al Rey traicionando sus principios religiosos. 

 

 

Shakespeare heredó la obra de Anthony Munday y otros coautores (Henry Chettle, Thomas Dekker, Thomas Heywood—a los que ahora hay que añadir a Ignacio García May, como recortador y añadidor). La heredó como tantas otras que reescribió más—ésta la reescribió menos. Pero con su interés por los experimentos trágicos, y con los antecedentes católicos de su familia, se entiende que le atrajese el tema. Quizá fuese él quien adornase la obra con esos juegos metateatrales a los que tan aficionado era: Moro preparándole una broma a Erasmo de Rotterdam, haciendo que su criado le suplante—o el episodio de la obra de teatro fallida, un buen complemento de otras piezas metateatrales ridículas como las que hay en Trabajos de Amor Perdidos o El sueño de una noche de verano. Así se asocia a Moro con la inteligencia irónica y con la teatralidad; y llegado su momento, se despoja de su cargo y de su pasado como un actor se quita un papel forzado, y adopta uno que le va más, el de alguien que descubre cuál va a ser su destino auténtico, después de la palabrería. Moro en la cárcel nos recuerda a otros ermitaños vocacionales de Shakespeare, como Enrique VI, o Lear—pero éste lo lleva con más alegría y distancia teatral con respecto a sí mismo.


La Utopía de Moro abunda más en este montaje que en la obra de Shakespeare, y se suma al mensaje de la obra: qué utopía "si todos los hombres fueran buenos", concluye.  Pero también muestra cómo a veces el sufrimiento les viene a los hombres buenos de sí mismos, de su fidelidad a un ideal, que los lleva a enfrentarse a los demás y a sus propias contradicciones. No por ello deja de dejar en su lugar a los oportunistas, y a los tiranos... aunque en su tiempo la escribió un Shakespeare con media mano izquierda, y amordazado, "art tongue-tied by authority", por la cuenta que le traía. Quizá veía en Moro a un intransigente moral, como Southwell y otros mártires católicos que le fueron más cercanos, un camino que él tuvo cuidado de no emprender. Deja aquí testimonio de su admiración, y se proyecta en parte, aunque a distancia admirativa, en el personaje total que es Moro, humanista, político, santo, family man, sabio y bufón a la vez. Cabezas podían rodar, y rodaban, con la hija de Enrique VIII, igual que con el padre.

Quizá el retrato más memorable que queda es el del político y gobernante que toma la prisión, como decía Lovelace, a modo de ermita de eremita, y halla dentro más paz de la que tuvo fuera, y más tranquilidad con su propia conciencia ahora que ya no es poderoso ni es ya responsable de nada más que de su propia coherencia moral:


Fair prison, welcome; yet, methinks,
For thy fair building is too foul a name.
Many a guilty soul, and many an innocent,
Have breathed their farewell to thy hollow rooms.
I oft have entered into thee this way;
Yet, I thank God, ne'er with a clear conscience
Than at this hour:
This is my comfort yet, how hard sore
My lodging prove, the cry of the poor suitor,
Fatherless orphan, or distressed widow,
Shall not disturb me in my quiet sleep.
On, then, a God's name, to our close abode!
God is as strong here as he is abroad.

Este Tomás Moro hizo el bien que pudo en politica, pero dejar la política es entrar a una dimensión ética más pura. Sin embargo, la paradoja de Tomás Moro es que en cierto modo nunca se retiró de la política, pues si lo hubiese hecho del todo habría fingido con un juramento vacío, en lugar de retar al rey con su insistencia en guardar silencio. Una diferencia sutil, pero a veces una diferencia sutil es toda la diferencia. Y retar con el silencio y la sumisión casi total pero no absoluta era quizá la manera de demostrar la diferencia absoluta entre la ley y la tiranía, y de resistir a ésta con el mayor efecto y con los medios mínimos. Y con los máximos también: pues no pudo pagar un precio más alto desobedeciendo menos.




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