domingo, 2 de septiembre de 2012
Deep Future of Things
Desembarcando en Zaragoza, encontramos la casa mayormente intacta, con sólo ese olor a casa que lleva cerrada un tiempo. Y encendiendo los ordenadores, poniendo en marcha los grifos y viendo los libros ordenados en los estantes, nos preguntamos cuántos años podría pasar la casa cerrada si no volviésemos más. Y cuánto duraría cada cosa—cuál empezaría a decaer antes, a qué aparato de música se le atascaría antes el disco, o cómo irían decayendo los archivos del ordenador. Qué libros (podrían mostrárnoslo iluminándolos en la estantería) serían los que habrán sido destruidos para el año 2050, cuáles seguirán existiendo en 2100, cuáles (muchos menos, si alguno) en el año 2500. Qué objeto (seguramente el más simple—el calendario metálico, la cruz egipcia) será el último en sobrevivirnos, en el futuro lejano. En qué año, en qué siglo, podrá todavía encontrarse el último objeto que ha pasado por nuestras manos—un objeto insignificante ya, pues habrá desaparecido la historia que lo convierte en lo que es ahora, y probablemente nadie le preste ninguna atención. Nuestros objetos nos sobrevivirán, en su mayor parte—de eso cabe poca duda. ¿Pero cuáles, y dentro de cuánto, irán a parar a manos de alguien que se pregunte de dónde habrán venido, y qué podrían contarle, si pudieran hablar o si llevasen su historia inscrita? Como la llevan para nosotros. ¿En qué año desaparecerá del mundo la última foto que quede, en la que estemos delante o detrás de la cámara? ¿Cuándo se oirá nuestro nombre por última vez—o en qué momento del futuro desaparecerá la última de las frases que escribimos un día como hoy? No es sólo que nadie lo sepa—es que nunca nadie lo sabrá, porque el olvido final termina antes de empezar siquiera.
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Estaba yo en estas reflexiones cuando tropiezo con el principio de Sunset Park, de Paul Auster—sobre un limpiador de casas abandonadas:
For almost a year now, he has been taking photographs of abandoned things. Thare at least two jobs every day, sometimes as many as six or seven and each time he and his cohorts enter another house, they are confronted by the things, the innumerable cast-off things left behind by the departed families. The absent people have all fled in haste, in shame, in confusion, and it is certain that wherever they are living (if they have found a place to live and are not camped out in the streets) their new dwellings are smaller than the houses they have lost. Each house is a story of failure—of bankruptcy and default, of debt and foreclosure—and he has taken it upon himself to document the last, lingering traces of those scattered lives in order to prove that the vanished families were once here, that the ghosts of people he will never see and never know are still present in the discarded things strewn about their empty houses...
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