viernes, 10 de agosto de 2012

L'Heure d´été

Summer Hours, Las horas del verano (2008) —una bonita película de Olivier Assayas, sobre la historia de una familia en el momento en que se empiezan a separar, con la muerte de la madre. El problema es si conservar la casa de campo de ella, donde se criaron y donde han venido pasando los veranos, ellos y sus hijos, o vender y separar. Dos de los hermanos viven fuera, en USA, en China, y sólo el hermano mayor, francés todavía, es partidario de mantener la casa. Los intereses son distintos, y se ve cómo el paso del tiempo va disgregando los lazos entre los hermanos—no de modo espectacular, sino más bien inevitable. Incluso pagar los impuestos de sucesión es costoso, y requiere no sólo vender la casa, y que cada cual se embolse su parte, sino también ceder los objetos artísticos que mantenía la madre a las colecciones de los museos, para tener beneficios fiscales. 

En realidad es una película sobre el apego a los objetos, y sobre la diferencia entre el valor de mercado (valor artístico lo llaman) de un objeto, y el apego que se les tiene por estar adheridos al pasado de uno, y por las asociaciones que despiertan. Es un momento terrorífico, el de las herencias y el de vaciar una casa, al menos para las personas más sensibles como el hermano mayor de la familia, único que querría mantener la casa unida (... por interés, claro). Está la película llena de pequeñas historias de esas que van unidas a las cosas y a la gente que se conoce desde siempre, y otras sorpresas de las que van saliendo a la luz sólo tras la muerte de las personas. 

El hijo mayor no quiere aceptar la evidencia de que hace muchos años su madre había tenido una historia de amor con su tío, artista famoso y propietario original de la casa. Quizá sea también el padre de él. Son cosas que no acaban de unir más, sino que hacen parecer el tiempo que se ha vivido juntos como una especie de ilusión unida a las costumbres de siempre, a las comidas en el jardín, a la vieja criada querida por todos que cuidó primero al tío y luego a la madre, pero que acaba viviendo sola en una urbanización. Recibe la criada un jarrón, valiosa obra de arte pero que para ella sólo tiene un valor sentimental. 

Cada objeto cuenta una historia. Las cosas tienen su historia, no son indiferentes, están hechas de tiempo y de vida vivida; llevan a cuestas el momento en que se adquirieron, su colocación, las costumbres unidas a ellas, son parte de la identidad misma de las personas, y cambiarlas de sitio, tirarlas, venderlas, es renunciar a quienes hemos sido y somos. En qué poco queda una vida cuando nos vamos desprendiendo de las cosas y de los recuerdos adheridos a ellas. Una educación necesaria, claro, todos pasamos por escenas parecidas a lo largo de la vida, desde la época de los primos (empieza la película con los primos corriendo por el jardín) a la época en la que los primos primero, y luego los hermanos, son casi unos desconocidos, o por lo menos personas lejanamente emparentadas con los niños que recordamos. 

El teléfono con supletorios que le regalan a la madre en su cumpleaños de la primera escena se queda sin instalar, y es terrible el contraste en la casa entre el fin de semana, cuando están los hijos, y la oscuridad y silencio en que queda cuando se van, y tantos recuerdos a cuestas. La madre de la familia es consciente de lo que va a pasar, y sabe que lo que ha atesorado ella durante años no vale nada para la siguiente generación; es su vida, no la de ellos. Bueno, también es la de ellos, aunque menos—les hace sufrir lo suyo también, la separación, porque la infancia queda atrás y estaban ellos apegados a sus cosas de siempre. 

También se ve en la película el paso del tiempo, la transformación de Francia, la modernidad, las relaciones impersonales y desenraizadas, los hijos incomunicados con sus padres, la globalización que lleva a los hermanos a trabajar lejos, en el extranjero, a perder su idioma incluso, y su apego a su país y a sus recuerdos. En fin, una historia por la que todos pasamos de una manera u otra, bien mostrada en cada detalle y vivida de cerca, al final nos conocemos todos y casi somos como de la familia. Termina la película con una fiesta, en principio espantosa, hecha por los nietos y sus amigos drogotas en la casa ya vacía y vendida, antes de dejarla para siempre. Pero incluso allí se ve cómo la casa y sus cosas habían sido parte de la vida de los pequeños, algo que se va disolviendo en el pasado, pero que deja el recuerdo de esos días de verano de hace tantos años, y de esas personas que tanto queríamos y que ya nunca más se reunirán en torno a la misma mesa. El tiempo y la vida y la muerte, que acaban con las costumbres de todos los días, hasta que casi ni nos acordamos de quiénes éramos, y separan a las personas, y a las cosas.

 




 
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