domingo, 20 de mayo de 2012

Una persona de poca importancia


De Ricardo Eliecer Neftalí Reyes, a.k.a. Pablo Neruda, me ha conmovido algún poema de esos que se sabe todo el mundo, y en los lejanos setenta me emocionaba Joan Baez recitando el pasaje "sube a nacer conmigo, hermano" al principio de "No nos moverán". Luego no me quedó claro si Neruda se había muerto de disgusto cuando el golpe de Pinochet, o si fue una coincidencia incluso sospechosa. Salía una foto suya, feo y narigón, en mi libro de lectura de literatura cuando iba a la escuela; aunque Neruda era comunista y eran los tiempos de Franco, le acababan de dar el premio Nobel. No cabe duda de que, al margen de sinsabores finales, tuvo una carrera literaria envidiable y seguramente envidiada. ¿Sería un carrierista? Todo escritor
, ya estoy generalizando, debe mimar su obra y hacerla apreciar—atraer la atención sobre sí y lograr que le lo publiquen y lo lean y lo admiren y lo premien, y lo saquen en los manuales y le dediquen calles, escuelas, fundaciones y homenajes. En mi pueblo a Neruda le dedicaron el centro cultural, que era el matadero cuando yo oía hablar de Neruda por entonces en mi remota. CENTRO CULTURAL PABLO NERUDA pone, con la r roja, R de Rojo, quiero suponer que será el mensaje comprometedor, no creo que sea de "R de Ricardo".

Bien, pues a Neruda lo pone de vuelta y media Andrés Trapiello (y no sólo él) en Las armas y las letras, como a muchos de los escritores extranjeros de la gauche divine que se pasearon por la guerra de España, muchos con ocasión del Segundo Congreso de Escritores Antifascistas. Ya hablé el otro día de Spender y de Auden. El Caso Robles-Dos Passos-Hemingway se lo deja Trapiello a Martínez de Pisón, que escribió Enterrar a los muertos, pero alude su libro a lo que hay detrás del tupido velo que se corrió (como también en el de Andrés Nin, donde la falsedad partidista del PC roza algunos de sus abismos). A Ilya Ehrenburg, poeta oficial soviético y autor del gafado No pasarán!, Rafael Sánchez-Guerra lo tiene por presuntuoso y espía: "'Histriónico y presuntuoso personaje, de maneras suntuosas y jesuíticas, que pasó casi toda la guerra en los más elegantes hoteles o viajando en los más lujosos automóviles, todo a costa del pueblo español'. Nada, claro, de esa vida pasó a su célebre No pasarán."  Picasso, ya extranjero u hombre de mundo, al empezar la guerra había sido nombrado director del Museo del Prado. "Picasso no puso los pies ni en el museo ni en España ni rebajó al pueblo español un céntimo sus honorarios—los más altos de los que colaboraron en la Exposición de París—por el que sería el cuadro más célebre de la Guerra Civil." Comunista de boquilla, así cuidaba de que no bajase su cotización. Malraux... bueno, también pierde lustre aquí, más que en sus novelas desde luego. Pero volvamos a Neruda:


En sus memorias, que interrumpió la muerte, Neruda nos proporciona datos interesantes sobre su relación con España, los poetas españoles y la guerra.
     Muchos, como el solitario Juan Larrea, vieron en él la encarnación de las ambiciones literarias sin medida y el maquiavelismo siniestro y totalitario, lo que le impedía tal vez juzgar con total ecuanimidad una obra que acaso excedía en calidad a la persona.
     Las relaciones de Neruda con J.R.J. parecen confirmar la opinión de Larrea y no son pocos quienes imputan la enemistad entre el grande y exigente Juan Ramón Jiménez y los poetas jóvenes españoles a las tercerías interesadas de Neruda.
     ¿Qué le molestaba a Neruda de J.R.J., a quien no conocía? ¿Quizá su privilegiado e indiscutido puesto entre los poetas más jóvenes de España en los años en los que él, todavía un desconocido, desembarcaba de América para descubrir y conquistar Europa? Es curioso que en el relato que Neruda nos hace de ese viaje en tren hacia la Valencia republicana aproveche para dejarnos, traído por los pelos, un retrato en el que Huidobro, en cuyo yoísmo jamás se puso el sol, queda como un pobre imbécil en una discusión con Malraux, que lo tacha de cretino a cuenta de una maleta. Como nos informa Larrea en su Recordatorio español, él, Tzara, Bergamín y otros más intentaron una reconciliación entre Huidobro y Neruda, acérrimos enemigos de hacía muchos años: "Queremos pedirles, pues, que a partir de hoy den Uds. el alto ejemplo de olvidar cualquier motivo de resentimiento y división para que con entusiasmo acrecido y dentro de una sola voluntad militemos todos bajo la bandera del pueblo víctima por el triunfo material y moral sobre el fascismo".
     Después de esa carta una de las dos partes se avino, Huidobro, y la otra, Neruda, desdeñó el ofrecimiento.
     Huidobro era, como Neruda, chileno, comunista y poeta, y Neruda no cesó de agredirlo, ya para los restos, con inusitada violencia y artero libro "falso", hasta arrinconarle poética y políticamente en todas las cortes del mundo, y confinarle en un destierro en el que Huidobro, millonario arruinado, trataba de aclimatar ruiseñores en las tierras de Chile...
     No fue mejor la relación de Neruda con otro de los asistentes al congreso, César Vallejo, uno de los grandes poetas latinoamericanos y quizá el que escribiera sobre la guerra algunos de los más personales, estremecidos, graves y misteriosos poemas, que se publicaron póstumamente con el religioso título de España, aparta de mí este cáliz. La frustración en la que se sumieron muchos tras la derrota de la guerra, debería convertirse en orgullo legítimo y victoria ante un libro como el suyo, una de las pocas obras maestras nacidas de la guerra.
     Larrea, íntimo de Vallejo hasta la muerte de éste y su albacea espiritual, nos refiere el origen de la enemistad de Vallejo y Neruda: "En enero de 1937 volvimos Neruda y yo a encontrarnos en París. A mí me había sorprendido el estallido en Francia, y él venía desde Marsella donde había permanecido tres meses. Se había desembarazado de su mujer, regresaba a Holanda con su hijita deforme, donde se le dio trabajo en la Propaganda española. A Delia y a él los acontecimientos les habían inducido a dedicarse a las actividades políticas que hasta entonces les habían tenido sin cuidado, al punto de que Neruda se negó a firmar algún manifiesto de intelectuales en defensa de la Cultura poco antes de la guerra. No tardó mucho en producirse su adhesión al marxismo. Aunque con distinta ideología, militábamos en la misma trinchera, porque yo también, apolítico hasta entonces, había sentido en mis entrañas la causa republicana y popular. Nuestra relación se reanudó, ahora en un terreno diferente, más de compañeros que de amigos, actuando yo como secretario de la Junta de Relaciones Culturales adscrita a la embajada de la República.
     "Mas de inmediato surgió un nuevo germen de disconformidad: César Vallejo. En una ocasión —seguirá contándonos Larrea—, vaso en mano, Neruda empezó de pronto a reprochar a Vallejo sus convicciones y actitudes, indicándole, como quien tuviera autoridad para hacerlo, cómo habría que comportarse en aquella circunstancia. Vallejo trató de eludir la querella, pero Neruda insistía tozudamente en sus recriminaciones. Cuando llegaron las cosas a un grado de tensión difícilmente soportable, intervine resueltamente para recordarle a Neruda que él era un novicio en cuestiones marxistas, mientras que Vallejo había estudiado y practicado la materia durante años. Lo más acertado que podía hacer, por tanto, era callarse. Lo hizo así. Pero el caso es que desde entonces Neruda se portó mal con Vallejo. Lo acusó públicamente de trotskista [...] [Esta era una acusación particularmente grave en el contexto oficialista del comunismo— y a más de uno y a más de muchísimos les costó la acusación de "trotskista", sinónimo de "enemigo de la República", encarcelamiento o asesinato] y lo peor, impidió que se le confiara un trabajo retribuido que le correspondía por muchas razones y que quizá le hubiera salvado de aquella su lastimosa muerte. A él y a Delia les eché en cara en más de una ocasión que no se dieran cuenta de que Vallejo no se encontraba bien, posiblemente a causa de sus contrariedades y privaciones, y necesitaba comprensión y ayuda de sus amigos para sobreponerse y hasta para independizarse un tanto de su mujer y mantenerse a flote. Fue inútil. Otra vez volvió a faltarle a Neruda la fibra humana amistosa. Antes de cumplir el año, Vallejo fallecía".
     Larrea se extiende algunas páginas más donde pormenoriza la ruptura de él con Neruda, de Neruda con Bergamín, y de Bergamín con él, hasta el extremo que tales emboscadas le hacen escribir a Larrea: "Sobre el fondo de la tragedia española, todo ello sería para llorar, si no invitara irreprimiblemente a reír".
     Las memorias de Neruda, que tituló Confieso que he vivido, desde un punto de vista literario, lastrado por la propaganda de sí mismo, tienen un interés limitado. Resulta gracioso que, como las de Laín, hayan recurrido en el título a la jerga sacramental y católica. [A Laín Entralgo, exitoso falangista "arrepentido", le tienen dedicado un centro social al cabo de mi calle]. Uno se confiesa y el otro hace examen de conciencia. Es como si ninguno de los dos la tuviese tranquila. Sus memorias están montadas sobre el prestigio de los nombres y el exotismo de los lugares. Sin esos nombres de personajes rutilantes y famosos ni esos lugares exóticos, Singapur, Delhi, París, Valencia, quedaría todo reducido a algo viciado y local, con una visión de estereotipos. Con ellos, quedan como si se tratara de un cosmopolitismo muy provinciano y un gran mundo pequeño y asfixiante. Cambió la provincia de su infancia, de la que escribió páginas en efecto muy hermosas, por los camarotes de algo que creyó "gran mundo". Leyendo las memorias de Neruda uno recuerda aquel inapelable oxímoron: "La vida literaria: o es vida o es literaria".
     Hay en ese libro nerudiano algo que, supongo, no debería figurar en un libro de memorias: ajustes de cuentas y adulaciones. [En lo de adulaciones estoy de acuerdo.] Cuando se leen por primera vez parecen las memorias de un hombre vanidoso y petulante. Al releerlas, esa impresión se vuelve a sentir. Decididamente Neruda es un Laín de izquierdas, como Laín fue un Neruda de derechas. Neruda no tiene empacho en afirmar de Miguel Hernández, después de haber subrayado con gran paternalismo la condición de cabrero del joven oriolano, que "vivía y escribía en mi casa. Mi poesía latinoamericana, con otros horizontes y llanuras, lo impresionó y lo fue cambiando". Estas frases de un jesuitismo repelente son las que alguien como Bernardo Soares, un hombre que también habló de sí mismo y de rebaños, no se habría permitido jamás, pero quizá fuesen necesarias para preparar el camino a otras de mayor elevación. "Con esas filas que marchaban al destierro —nos contará el escritor chileno en otro pasaje relacionado con la guerra de España—, iban los sobrevivientes del Ejército del Este, entre ellos Manuel Altolaguirre y los soldados que hicieron el papel e imprimieron España en el corazón. Mi libro era el orgullo de esos hombres que habían trabajado mi poesía en un desafío a la muerte. Supe que muchos habían preferido acarrear sacos con los ejemplares impresos antes que sus propios alimentos y ropas. Con los sacos al hombro emprendieron la larga marcha hacia Francia", lo cual no le impediría a Neruda declarar, algunas páginas después, que "siempre me he considerado persona de poca importancia". Teniendo en cuenta que sólo se conservan tres ejemplares de esa edición, hay que suponer que los milicianos se los comieron para no morir de hambre o los usaron en sus vivacs para no morir de frío.
     En los días en los que le sorprendemos en Valencia, delegado por Chile, junto a su enemigo Huidobro, la visión de Neruda sobre la guerra, su visión de la literatura, era entonces la del comunismo ortodoxo. "Mientras esas bandas pululaban por la noche ciega de Madrid, los comunistas eran la única fuerza organizada que creaba un ejército para enfrentarlo a los italianos, a los alemanes, a los moros y a los falangistas. Y eran, al mismo tiempo, la fuerza moral que mantenía la resistencia y la lucha antifascista" [Puro Malraux también, de L'Espoir, esta visión del comunista como hombre moral, noble, duro y serenamente realista].
     El análisis nerudiano era, en cierto modo, correcto. Se refería Neruda a las bandas de anarquistas y forajidos que se dedicaban por la noche a las siniestras sacas y "paseos". Recuerda incluso una de estas brigadas, la llamada del Amanecer, la hora en que perpetraban sus crímenes. Es la misma a la que se refiere Foxá [el autor de Madrid: de corte a checa] en un poema de El almendro y la espada. Por eso los comunistas organizaron sus propias checas como la de Bellas Artes, y aquí remitiríamos al lector al libro Madrid-Moscú, de Carlos García Alix, donde queda perfectamente aclarado lo de la fuerza moral y lo del orden de unos disciplinados esbirros que acabarían purgados por Stalin, por no volver a atollarnos en Paracuellos del Jarama y en Espionaje en España.

De Andrés Trapiello, Las armas y las letras, 392-97.






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