sábado, 7 de abril de 2012

Angustia de saberse copia

Uno de los temas principales de la novela Solaris de Stanislaw Lem es la autenticidad de la experiencia. Los investigadores que estudian el planeta Solaris, o que son estudiados por él, se enfrentan a un mundo que tiene capacidad de generar formas infinitamente variables y complejas. Una vez sus observaciones han progresado, el planeta es capaz de realizar copias de ellos mismos, y (aún peor) de las personas que amaban y perdieron en el pasado. El recuperar un simulacro perfecto de su esposa Harey, muerta hace años, con la edad que tenía entonces, produce en el protagonista Kelvin una mezcla de horror y agradecimiento. Pero la situación se complica cuando la propia Harey, desorientada al principio sobre su situación y sobre su ser, empieza a angustiarse al intuir su auténtica naturaleza.
      —¿Harey...? —repitió despacio, nuevamente—. Pero... yo... no soy Harey. ¿Quién soy... yo? ¿Harey! ¡¿Y tú, y tú?!
     De repente, se le dilataron las pupilas, le brillaban, y la sombra de una sonrisa de sorpresa absoluta le iluminó la cara. 
      —¿Quizás, tú también? ¡Kris! ¡¿Quizás, tú también?!
     No dije nada, apoyaba la espalda contra el armario, hacia donde me había empujado el miedo. 
      Extendió los brazos. 
      —No —dijo—. No, porque tienes miedo. Escucha, yo no puedo. Así no se puede. No sabía nada. Ahora sigo sin entender nada. Esto no es posible. Yo—apretaba sus manos blancas contra el pecho—no sé nada, aparte de..., ¡aparte de que soy Harey! ¿Crees que estoy fingiendo? No estoy fingiendo, palabra de Dios, no estoy fingiendo!
Lo inquietante en esta escena es que la sinceridad y el sentimiento del sujeto pueden ser también una copia, un efecto de un sistema generador de tales emociones, instalado para tal efecto por una inteligencia, por así llamarla, que trasciende la comprensión de los propios sujetos: el planeta Solaris, en la novela, o las estructuras sociales generadoras de la experiencia humana, en nuestra analogía estructuralista.

Recuerda esta escena, pero con mayor intensidad, precisamente por ser repetición de una historia anterior, la historia de amor de Blade Runner, el investigador que descubre que se ha enamorado de una Replicante cuyo status de persona es ambiguo (humana no es, persona se nos hace suponer que sí). La simulación perfecta de la experiencia lleva no ya a confundir el simulacro con la realidad, sino a desconstruir la originalidad del original, y mostrar la dimensión de simulacro que acecha en la base de toda experiencia.

En Solaris, los propios astronautas elaboran con sus máquinas detallados encefalogramas, copias detalladas de sus procesos mentales, que ni ellos mismos son capaces de procesar y entender por completo; aquí la experiencia mental aparece como potencialmente copiable, reproducible, es materia semiótica y por lo tanto repetible, no tiene sentido en última instancia la diferencia entre el original y la copia. La realidad adquiere una estructura informacional, síntoma y anticipación a la vez de la era cibernética en que se escribió la novela. Toda la realidad queda potencialmente virtualizada, una vez es analizable, reproducible y ya por el mismo hecho de haberse hecho analizable, de haber sido desentrañada en su estructura combinatoria.

La relación paradójica entre el original y la copia ha sido teorizada y comentada por críticos como Baudrillard (en Simulacros y simulación) y Derrida (con su teoría de la repetibilidad e iterabilidad del signo). Pero también es un tema de Borges, que ve más allá del carácter único de una experiencia su potencial repetibilidad, la manera en que responde a una gramática de las situaciones o de los sentimientos, más allá del individuo o situación que le da forma en un momento dado. Es también, potencialmente, un fantasma que ronda al pensamiento estructuralista.

La angustia de saberse copia también aparece de manera memorable, y anterior a éstas, en una novela corta del siglo XIX: Olalla, de Stevenson. Allí la protagonista Olalla desciende de una antiquísima familia que ha degenerado no sólo social sino también genéticamente; corre por la familia una enfermedad (maldición la llaman algunos) que los lleva a la locura y la licantropía. Olalla parece libre de esa herencia, pero ha decidido no tener hijos y poner fin a la línea familiar, por no transmitirla a sus descendientes. En una conversación con el narrador, cuya propuesta de matrimonio rechaza, Olalla expresa de manera vívida su sensación de ser más, o menos, que un individuo— de ser un individuo como una combinatoria de ingredientes ya existentes, y transmisibles genéticamente (la palabra que emplearíamos hoy). Stevenson estaba sin duda al tanto de las discusiones contemporáneas sobre la herencia, y las lleva con genialidad a un extremo lógico que le hace presentar al individuo consciente como alguien angustiado de saberse impotente en su individualidad—alguien cuya experiencia ya ha sido vivida antes, y cuyo ser más íntimo y personal ha sido zarandeado y herido por la angustia de saberse una variación sobre un tema, una copia, sin una sustancia sólida a la que aferrar su identidad individual.

Este es un párrafo memorable, también por la consciencia que muestra del origen animal de la especie humana—algo que demuestra que tanto Stevenson como (más inverosímilmente) su protagonista Olalla estaban al tanto de las investigaciones evolucionistas sobre el origen de la humanidad:
—¡Ay! —exclamó ella—. ¿Qué voy a decirle a usted? Mis padres, hace ochocientos años, gobernaban toda esta comarca; eran sabios, grandes, astutos y crueles; eran, en España, una raza escogida; sus enseñas conducían a la guerra; los reyes los llamaban primos; el pueblo, cuando veía que alzaban horcas o cuando, al regresar a sus cabañas, las encontraban humeando, maldecía sus nombres. De pronto sobreviene un cambio. El hombre se ha levantado del bruto, y como se ha levantado del nivel del bruto, puede otra vez caer. El soplo de la fatiga comenzó a azotar a aquella raza y las cuerdas se relajaron, y empezaron a degenerar los hombres; su razón se fue adormeciendo, sus pasiones se agitaron en torbellino, reacias e insensibles como el viento en los cañones de la montaña. Todavía conservaban el don de la belleza, pero no ya la mente guiadora ni el corazón humano. La simiente se propagaba, se revestía de carne, y la carne cubría los huesos; pero aquello era ya carne y hueso de brutos, sin más racionalidad que la de la última bestezuela. Se lo explico a usted como puedo. Usted habrá apreciado ya por sí mismo lo que ha decaído mi raza condenada. En este descenso inevitable, yo estoy sobre una pequeña eminencia accidental, y puedo ver un poco hacia atrás y hacia adelante, calculando así lo que perdimos y lo que aún estamos sentenciados a perder. ¿Y he de ser yo, yo misma, que habito con horror esta morada de la muerte, este cuerpo, quien repita el conjuro funesto? ¿He de obligar a otro ser tan renuente a ello como yo misma, a vivir dentro de esta abominable morada que yo no puedo soportar? ¿Puedo yo misma empuñar este vaso humano y cargarlo de nueva vida como de nuevo veneno, para lanzarlo después, a modo de fuego asolador, a la cara de la posteridad? No, mi voto está hecho; la raza tiene que desaparecer del haz de la tierra. A estas horas mi hermano estará acabando los arreglos; pronto hemos de oír sus pasos en la escalera; usted se irá con él, y yo no he de volver a verlo en mi vida. Recuérdeme usted, de tarde en tarde, como a una pobre criatura para quien la lección de la vida fue muy cruel, pero que supo aprovecharla con valor; recuérdeme usted como una mujer que lo amó, pero que se odiaba tanto a sí misma que hasta su mismo amor le era odioso; como una mujer que lo despidió a usted, y que hubiera querido retenerlo para siempre a su lado; que nada desea más que olvidarlo, y nada teme más que ser olvidada.
En Solaris, la relación entre el narrador Kelvin y el simulacro de su esposa llega a un punto nuevo cuando, conociendo ambos la situación, se reanuda sobre la base de quienes son, no de quienes habían sido:
     —Escucha...—dijo—, hay algo más. ¿Me... me parezco... mucho a ella' 
     —Antes sí, te parecías—dije, pero ahora ya no lo sé.
     —¿Cómo?
     Se levantó del suelo y me miró con sus enormes ojos.
     —La has superado.
     —¿Y estás seguro de que no es a ella, sino a mí a quien quieres? ?¿A mí? 
     —Sí. A ti. No sé. Puede que, si de verdad fueras ella, no podría quererte. 
     —¿Por qué? 
     —Porque hice algo terrible.
     —¿A ella? 
     —Sí. Cuando estábamos...
     —No lo digas.
     —¿Por qué?
      —Porque quiero que sepas que no soy ella.
Hay que saber recrearse. Dentro de un orden—porque de hecho, no hacemos otra cosa. Cada mañana, al despertarnos, nos convertimos en una copia más o menos perfecta de nosotros mismos. Los demás nos ayudan, y nuestro lugar en el tráfico. Así evitamos mal que bien una angustia que sin embargo a veces se mezcla extrañamente con la angustia de saberse copia—la angustia de no saber quiénes somos, o por qué hacemos lo que hacemos.


 
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