jueves, 9 de febrero de 2012

No me da pena Garzón

El Tribunal Supremo acaba de inhabilitar a Baltasar Garzón como juez para el resto de su carrera, con argumentos que parecen desde luego mejor fundados que la argumentación defensiva del juez. La condena ha sido por unanimidad, y por parte de un tribunal formado por jueces aceptados por el propio Garzón, tras las múltiples recusaciones que ha presentado contra quienes consideraba enemigos o adversarios suyos. La benevolencia del tribunal o su voluntad de tragaderas puede verse incluso en el hecho de que se haya tolerado a Garzón disfrazarse de juez para asistir como imputado a las sesiones—una auténtica tomadura de pelo o carnaval que no se le aguantaría a nadie más, me parece. Quedan aún dos sentencias que muy posiblemente, visto el rumbo de esta, sean igualmente condenatorias.

Como digo, no me  da pena Garzón, no digo ya porque no comparta su argumentación o presupuestos en estos casos, desde el punto de vista jurídico, pues son desde luego difícilmente compartibles para quien tenga una mínima idea. (Otra cosa es que Garzón tenga muchos simpatizantes que consideren que nunca se le debiese condenar a nada, con ningún tipo de argumentación, o que las leyes deberían desactivarse en su presencia; eso es patología sectaria más bien). Garzón llevó algunas cuestiones—la del franquismo en concreto—con una determinación de espectáculo y unas piruetas jurídicas realmente atípicas, y uno podía dudar si había perdido el oremus o si se embarcaba directamente y de cabeza en una movida mediática encaminada deliberadamente a que se le expulsase de la judicatura, en plan mártir de la causa. Es un poco una trayectoria a lo Oscar Wilde—ascendiendo de categoría para convertirse, de mero ciudadano de a pie, en enxiemplo: alimentando uno mismo la causa jurídica por la que se le va a empapelar, porque de algún modo parece que expresa el destino ejemplar que busca el personaje por razones que quizá hasta a él mismo se le escapen. Como digo, aquí hay razones para el asombro o la sorpresa, pero no para la pena—es un hombre encontrando un destino que en cierto modo iba buscando. (O eso, o es tonto, vamos).

Y si digo que no me da pena es porque Garzón hace tiempo que hizo fortuna con el espectáculo de la justicia, o con la justicia como espectáculo. Con subvenciones astronómicas que se buscaba para sí con una red bastante impresentable tirando de hilos de organizaciones internacionales, políticos y banqueros. Este episodio no es sino un capítulo más de esa saga: uno que no lo va a desacreditar ante sus incondicionales, sino todo lo contrario; lo va a justificar y va a ensalzar su imagen, y lo va a poner una vez más en órbita a dictar cursos millonarios y conferencias de la jet-set internacional. Su libro (que lo habrá o habrases) será un best-seller, y si Garzón no se pone al frente de las ruinas del PSOE, o de un nuevo partido de Indignados, será porque no quiera. Creo que es un resultado redondo, dentro de lo que cabía esperar.

El sectarismo que tanto ha contribuido Garzón a avivar, arderá con llama más viva que nunca. Esto sí es hacer algo por la causa. Y las puñetas a hacer puñetas, que todos los jueces son unos fascistas si hemos de creer al Partido de Garzón, y es un club al que es mejor no pertenecer.



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