miércoles, 5 de octubre de 2011

El fraile y los fusilados

El fraile capuchino Gumersindo de Estella (1880-1974) era una persona bondadosa y tolerante, y en sus escritos se le aprecia totalmente dedicado a la causa de su religión y de lo que él entendía era su misión predicadora. Había sido misionero en China entre 1927 y 1930, y tenía ciertas simpatías socialistas y quizá nacionalistas vascas, aunque esto último no se echa mucho de ver en sus memorias. En todo caso no se concebía a sí mismo como un ente político sino como un misionero, confesor y predicador. 

Con el alzamiento militar contra la república en 1936, se hizo sospechoso a sus superiores. No celebraba con la debida alegría los éxitos del "propio bando", y se mostraba apenado por las desgracias que veía y por las matanzas de republicanos. El, por su parte, cuenta la desilusión que sufrió al ver cómo sus compañeros religiosos eran indiferentes, cuando no favorables, a las injusticias y los crímenes del bando franquista, y aceptaban sin el menor sentido crítico que la Iglesia tomase partido de modo abierto. Esto lo considera él un error, y cree que no sólo terminó de alejar a los izquierdas de la Iglesia, enconando su actitud hacia ella, sino que ante todo supone un error de ética y de religión, una incomprensión del papel y misión de la Iglesia—que él no entendía en términos políticos sino teológicos y doctrinales. Alude repetidamente a la "Gloriosa Cruzada" en términos que dejan claro su uso irónico del término—es la expresión usada por  otros, y la expresión de su error. 

Sobre el Cardenal Gomá, a quien dice que trató en su lecho de muerte, dice que no sólo se prestó a la manipulación política de la Iglesia, sino que sugiere que el mismo cardenal se arrepentiría de haberlo hecho más adelante—"la prudencia sella mis labios", apunta. En todo caso, "Gumersindo", de nombre original Martín Zubeldía, no abandonaría la Iglesia, convencido de que la culpable no es la institución, sino los individuos que pervirtieron su misión; no se plantea nunca cederles el terreno, sino más bien hacer lo posible por promover su propia creencia y doctrinas dentro de lo que las circunstancias permitían. Con frecuencia dice a los presos de izquierdas que comparte sus ideas, ideas socialistas, con el fin de conciliarse con ellos o atraerlos a su terreno. Aunque es ante todo un profesional, un misionero, que piensa en administrar sus sacramentos y reconciliar con Cristo a los condenados.

Sus superiores, conscientes de su desafección, lo enviaron un tanto forzosamente a Zaragoza, cosa que él aceptó, a modo de exilio y mortificación. Y pidió atender a los condenados a muerte, deseoso de darles "asistencia espiritual". Había habido muchos fusilamientos en Torrero, y luego en Valdespartera los primeros meses, dice, "cuando comenzó a actuar como juez de penas de muerte el Delegado de Orden Público". Cuando comenzó él a acompañar a los presos, las ejecuciones eran ordenadas ya por tribunales militares, a presos de la cárcel de Torrero, y se realizaban en las tapias del cementerio, a menos de medio kilómetro de la cárcel.

Cuando uno piensa en esa época, y en los sacerdotes que acompañaban a los piquetes de ejecución, puede hacerse uno la idea de que el cura era sólo el brazo que bendice a los que aprietan el gatillo—y que su papel con los presos era todo lo más el de hacer de "poli bueno" frente al "poli malo" (malísimo) de los fusiladores. El papel del cura parece un tanto falsario, una manera de limpiar las conciencias de los asesinos, y sin duda así lo veían, con razón, muchísimas de las víctimas. Pero en la narración de Gumersindo aparecen matices mucho más incómodos y complicados de lo que permitiría suponer una separación tajante entre verdugos y víctimas. 

Para empezar, es obvio que el propio Gumersindo desaprobaba las ejecuciones —sin llegar a condenarlas explícitamente. Se apresura a decir a los presos que los tribunales de la tierra se equivocan muchas veces, que Dios será quien juzgue a todos, que quién sabe si ellos son mejor gente que quienes los condenan. Todo ello en parte para congraciarse con ellos, y adopta un tono afable, que muchos aceptan y agradecen (otros lo rechazan). Cuando un preso muy desesperado le pide que interceda in extremis por él, lo hace en alguna medida, aunque sabe lo limitado de su influencia. En algún caso, con tiempo para hacer papeleo, ayuda a preparar apelaciones y a presentar testimonios de apoyo, consigue algún indulto. Normalmente, sin embargo, da las condenas por hechas e inapelables (como efectivamente resultaban serlo) y procura más bien convencer a los presos de que acepten su destino sin desesperación. Si de él dependiera no habría ejecuciones, eso está más que claro, pero también es cierto que está ocupando una pieza en el sistema que lleva a la muerte a tantos inocentes de manera injusta.



Porque una cosa sí subraya, en sus relatos: aunque entre los ejecutados se encuentre algún criminal violento quizá, o alguna persona responsable a su vez de ejecuciones sumarias de inocentes, la inmensa mayoría de los condenados lo eran sólo por sus ideas, por denuncias de algún vecino malevolente, por incapacidad de defenderse... meros simpatizantes de la República, o individuos que se habían visto atrapados en sus circunstancias, sin ningún afán criminal ni ninguna acción que pudiera justificar su condena a muerte, ni siquiera en los supuestos términos del código penal imperante. Eran, sencillamente, víctimas de unos jueces criminales y prepotentes, ellos sí auténticos canallas de la peor especie—de la especie que sobrevive camuflándose en el medio ambiente, y flota en todo tipo de líquido. 

Observa Gumersindo que se había extendido entre la gente una retórica de adhesión cruel y fanática al nuevo régimen, y que cuanto más inflexible y despiadado se mostrara uno, tanto más los demás interpretaban que era una persona de orden y un adicto a Franco y al Movimiento. Esto llevaba, por lógica propia, a la injusticia y a los abusos más indignantes.

Y se indigna Gumersindo, en efecto, pero su prudencia por sobrevivir y su deseo de llevar a cabo su misión le lleva a evitar críticas abiertas al régimen. Más bien colabora (él también) con los poderes establecidos, y se limita en general al papel que se espera de él: reconciliar al preso con su destino, hacer que acepte (a través de su aceptación de Dios) el final que le espera. No da por buena el fraile la sentencia del juez, pero sí la ve como parte de un orden que no puede cambiar.
De estos jueces, por supuesto, no han juzgado nunca a ninguno—ni siquiera se han aireado sus nombres en aras de una "memoria histórica" más exacta. 

Y eran ellos, unas pocas personas, muy pocas, los responsables directos de estas matanzas—pues todos los demás, si bien colaboraban o ejecutaban órdenes, sólo apoyaban sus decisiones, fueran las que fueran. La vigilancia mutua se llevaba a cabo entre todos, pero muy especialmente entre este puñado de personas y sus superiores, el gobierno militar de Mola primero y Franco después. Los demás, algunos eran matones asesinos, otros unos mandados u obedientes, y muchos unos Gumersindos como éste, que vivían con desasosiego y sufrimiento lo que veían hacer a su bando pero se mantenían en su puesto a pesar de su desafección.

Observa uno de los (frailes) editores del manuscrito una cuestión que llama la atención, al leer este relato de una ejecución tras otra, un caso tras otro, un reo tras otro al que se confiesa o al que se ofrece en vano la confesión:

"queremos aludir al misterio de la libertad humana que tan descarnadamente aparece en los reos en el momento del difícil trance de la muerte, experiencia humana que sobrecoge y llena de estupor, sobre todo en circunstancias como las que vivían los desdichados condenados a muerte. En el momento final la actitud de las personas, dada la idiosincrasia e historia de cada uno, es distinta, pero sobre todo inesperada, incalculable, impredecible. Ninguno podría haber vislumbrado sus reacciones, sus gritos, sus espantos, sus horrores, sus silencios, sus lágrimas, su frío paralizador, sus espasmos, sus sudores. Y sus conversiones, su reencuentro con los sentimientos religiosos más profundos sembrados en los años infantiles por los padres; o el rechazo pertinaz y radical de toda trascendencia hasta el final. Misterio de libertad, de la variedad humana, de la pluralidad radical del género humano". (José Ángel Echeverría, p. 15).

Y es cierto: algunos reos lloran, otros se muestran altivos o indiferentes, otros se atreven a gritar "¡Viva la República!" unos, o "¡Viva Franco!" otros, ante el paredón; unos se derrumban, otros tiemblan y apenas creen lo que les pasa... Una chica regordeta con jersey blanco se resiste y hay que llevarla a rastras al paredón (cosa que los hombres no hacen), y hay que matarla de mala manera, sin respetar el protocolo postural debido, y en plan "muchos hombres armados contra una mujer indefensa". A unos les saltan los sesos o se quedan sin cabeza de un disparo; otros en cambio no hay manera de matarlos ni siquiera con muchos balazos, en la cabeza directamente. Nadie insulta al parecer al piquete—todo lo más se les afea su actitud, o se les llama fascistas alguna vez, pero la desesperación no da para muchas últimas palabras memorables, ni para insultos creativos. En general, tanto como la "pluralidad radical" del género humano ante la muerte, lo que me llama la atención leyendo estos relatos de ejecuciones masivas es lo obediente y ordenado del género humano: nadie se resiste peleando con los guardias, a que lo aten, nadie se lanza contra ellos para llevarse a alguno por delante—algunos reconvienen al juez, que está en la misma capilla, lo injusto de su sentencia, pero nadie se le tira encima a sacarle los ojos. Todos suben al camión ordenadamente, se colocan donde les dicen, normalmente besan el crucifijo.

Me sale el retrato de una nación, o una raza, de personas bien mandadas, fundamentalmente de orden. Gumersindo también: prefiriendo que las ejecuciones no se llevasen a cabo, ni que sucediese nada de ésto, cosa que es una fantasía de imposibilidad, lo que sí procura es que todo se haga según convenido y por orden: que el reo se confiese y arrepienta, que realice sus "actos sobrenaturales" como él los llama, y que muera de la manera más eficaz posible. Se queja repetidamente el fraile de que los soldados no disparan bien, y que eso hace sufrir a los condenados. Muchas veces, de hecho constantemente, dice, tras las ráfagas no ha muerto nadie, y con frecuencia sólo tienen los reos heridas superficiales. Hay que fusilarlos dos veces, o tres, pues siempre, y en todo caso, pasa el oficial a dar un tiro de gracia (y antes vuelve a pasar él mismo, el cura, a dar la absolución al herido con su mirada perdida, o fija en él, o que gime y se retuerce, o que tiene masa encefálica colgándole de la cabeza...). Los soldados, sabedores de que va a haber tiro de gracia, parece que prefieren no matar ellos a nadie, aunque sea a costa de hacerles sufrir más. Ya que el oficial es quien manda, para él la responsabilidad: y al final son los oficiales quienes efectivamente han matado a todo el mundo. Con frecuencia les conmina el fraile a los soldados que apunten mejor, de camino al cementerio. A veces lo piden los propios presos,
"Apuntad al corazón", y acabemos pronto. Muchos de ellos ven en los soldados no a enemigos personales, sino que saben que están frente a otros "mandaos", atrapados en su papel de ejecutor como ellos en el de condenado. (Sabiendo de estas cosas se entiende bastante mejor en su contexto de posguerra la famosa escena de la película El verdugo de Berlanga—el verdugo puede ser una víctima, también, pues se le obliga a ser verdugo si no quiere ser víctima). "Muchachos, tirad bien". Apenas podría creerse que esto lo pueda decir el fraile con su mejor voluntad hacia los reos, pero así es.

Es un retrato de un sistema nazi bien engrasado, ese nazismo ambiental siempre latente, y que instala sus reales espontáneamente en situaciones de terror, en las cuales hay una sumisión absoluta a las órdenes de la superioridad, un deseo de pasar desapercibido y de no significarse, y un cumplimiento escrupuloso de la pequeña misión de cada cual: y pocos son los que de hecho tienen que darle a la llave del gas, o apretar el gatillo. El psicópata burócrata asciende entonces al poder por flotación natural. Los demás sólo tienen que hacer lo que les ordenan, y actuar con naturalidad, o con un poco de fingida adhesión de más al régimen.

Por supuesto otra persona con buenas intenciones lo que haría sería, dada su impotencia, alejarse todos los kilómetros que pudiera de semejante papel y semejante situación—pero en fin, Gumersindo es un profesional, y cree en sus "actos sobrenaturales" sin cuestionarse de eso un ápice. Con frecuencia emplea este argumento con sus presos escépticos: "El hecho de que usted crea que algo no existe, no quiere decir para nada que eso no exista", con una certidumbre tan simplista que ni siquiera ve lo reversible del argumento.  Y muchas veces tiene éxito, apelando a los sentimientos infantiles, y en un contexto de desesperación personal, les da a los presos un agarradero imaginario, una manera de concluir su vida por así decirlo con una conclusión bajo control, con una decisión personal de apropiarse en cierto modo de su propio destino. Les ofrece una especie de solución narrativamente "satisfactoria", dentro de las circunstancias, una oportunidad de reorganizar mentalmente el trayecto de su vida y su identidad personal. En fin, los consuelos imaginarios de la religión, que aquí tiene un papel extremadamente ambivalente—a la vez justifica al sistema y ayuda a la víctima; suaviza la situación, y proporciona un terreno de encuentro imaginario y desplazado entre los presos y el sistema que los ejecuta; les da un alivio, y a la vez los manipula emocionalmente—es como la última cena del condenado a muerte, puedes comértela o estampársela en la cara al pobre guardia que te la trae con su mejor voluntad, o porque es el menú que hay.

Impresionan en cierto modo los personajes bien mandados, o más bien lo bien mandado de los personajes, los que se avienen al papel que espera Gumersindo de ellos. Pero más impresionan los que lo descolocan, los que lo obligan a llamar al Gobernador Civil a medianoche para pedir el indulto (o a fingir que lo llama...), los que se niegan a ser consolados, los que se desesperan y no quieren aceptar su papel de reos en fila india. La gordita del jersey blanco, pataleando y gritándoles cobardes a todos; o ese otro que llora y se agacha y se agarra a las faldas del cura, y se esconde detrás de él, y que se niega a ponerse firmes para que lo fusilen, y que de repente echa a correr como un gamo, y se escapa a toda velocidad por el cementerio, y nadie sabe qué hacer.... —no está previsto al parecer que los que van a matar se echen a correr, en ningún caso se desperdigan a la carrera en direcciones distintas, ni le arrancan la oreja de un mordisco al oficial, no. Pero da igual, al muchacho éste igual le disparan, y le dan por casualidad, y lo tienen que matar de mala manera y sin estilo, esto es lo que a nadie le gusta ni le parece bien, estos reos desmandados y desobedientes, cuánto mejor que ya puestos las cosas se hagan con estilo, o todo lo más con un viva la República. Qué quieren que les diga, que yo le alabo el gusto a la chica del jersey blanco, y a este chaval que indiferente a la dignidad y a las buenas maneras corrió como un gamo: éste sí que luchó hasta el final contra el fascismo.


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Gumersindo de Estella. Fusilados en Zaragoza 1936-1939: Tres años de asistencia espiritual a los reos. Ed. Tarsicio de Azcona & José Ángel Echeverría. Zaragoza: Mira Editores, 2003.




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