domingo, 9 de octubre de 2011

Efectos retroactivos de la muerte atroz

Hay quien no aguanta a Javier Marías—yo, en cambio, disintiendo a menudo con el columnista, disfruto con el novelista, con sus análisis minuciosos de las impresiones e interpretaciones, y con sus reflexiones sobre cómo vivimos las cosas, y cómo las recordamos. En la narración, y en la memoria: lo que llama la negra espalda del tiempo.  De sus reflexiones sobre la retrospección, y cómo nos condiciona la manera en que vivimos por anticipado nuestra vida, o nuestro personaje, ya apunté algo a cuenta de su novela Tu rostro mañana—es lo que ahí llamaba el pánico narrativo. Ahora me estoy leyendo Los enamoramientos, infinitamente más recomendable que Crazy Stupid Love. Y allí vuelve a atacar la temática retrospectiva, a cuenta de un personaje que fue inesperadamente asesinado—claro que pocas veces alguien es esperadamente asesinado, aunque casos hay. La muerte atroz, o todo final atroz, proyecta una sombra retroactiva sobre toda la vida de aquél a quien no es que le esperase esa muerte entonces, pero ahora sí, ahora ya le esperaba.



Hasta cierto punto era como si su muerte anómala hubiera oscurecido o borrado todo lo demás, eso ocurre a veces: el final de alguien es tan inesperado o tan doloroso, tan llamativo o tan prematuro o tan trágico—en ocasiones tan pintoresco o ridículo, o tan siniestro—, que resulta imposible referirse a esa persona sin que de inmediato la engulla o contamine ese final, sin que su aparatosa forma de morir tizne toda su existencia previa y en cierto modo la prive de ella, algo de lo más injusto. La muerte chillona se hace tan predominante en el conjunto de la figura que la sufrió, que cuesta mucho recordarla sin que sobre el recuerdo se cierna al instante ese dato último anulador, o pensarla de nuevo en los largos tiempos en que nadie sospechaba que pudiera ir a caerle tan abrupto o pesado telón. Todo se ve a la luz de ese desenlace, o, mejor dicho, la luz de ese desenlace es tan fuerte y cegadora que impide recuperar lo anterior y sonreír en la rememoración o el ensueño, y podría decirse que quienes así mueren mueren más profunda y cabalmente, o quizá es doblemente, en la realidad y en la memoria de los demás, porque ésta es una memoria para siempre deslumbrada por el hecho estúpido clausurador, amarga y distorsionada y también acaso envenenada. (Los enamoramientos 98)


Toda muerte marca la vida previa, pero la muerte inesperada, o chocante, lo hace más. Quizá por esta fatalidad retroactiva del destino trágico es por lo que decía Sófocles, al final de Edipo Rey, "no llaméis a un hombre feliz hasta que haya llegado el día de su muerte."



Es injusto, como piensa la narradora, la Joven Prudente. Deberíamos poder retroceder imaginativamente a la vida que no fue envenenada por el final que llegó—muerte o desastre, o divorcio, o riña, o golpe del destino, y rescatar el tiempo que entonces era inocente, sobre el que no se proyectaba la negra sombra retroactiva de la catástrofe. A veces lo hacemos, podemos hacerlo un poco, pero poquito, está obligado a vivir ese tiempo con la compañía indeseable del final que le esperaba.  

Para liberar el tiempo escribió un libro Gary Saul Morson, Narrative and Freedom, y otro Michael André Bernstein: Foregone Conclusions: Against Apocalyptic History. Aquí hablo algo de ellos, y del noble empeño de rescatar los pasados tal y como fueron entonces, con sus futuros correspondientes—los que no llegarían a ser. Son libros medicinales; alivian la presión retroactiva. Pero también tengo que reconocer que el tiempo que pasó vive siempre atado, indisolublemente, al que luego le ha seguido, para bien o para mal. Si lo pierde de vista un momento, enseguida se le descubre un poco más allá, mirando desde la sombra, retirado ahí de pie y quizá fumando mientras observa, con sombrero y abrigo negro, man in the long black coat.


 
 
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