lunes, 6 de diciembre de 2010

La imposibilidad de la autoenmienda

La Constitución española, que ha servido durante más de treinta años para que este país funcione a trancas y barrancas, es sin duda imprescindible, a la manera de un mal necesario. Necesaria es como la ley—mala es como los malos de película que nunca se enmiendan ni se vuelven buenos. Porque si bien la constitución tiene defectos serios, el más serio de ellos es la imposibilidad práctica de enmendarla. Sí, hay en teoría un procedimiento para modificar la constitución y quitarle sus feas verrugas (o añadirle alguna más, vaya usted a saber...). Pero hay otro procedimiento más expeditivo para la autoenmienda constitucional, sin pasar por el quirófano.

Quien quiera investigar más la cuestión, puede empezar por leerse el libro de Peter Suber The Paradox of Self-Amendment. Quien explica así el punto central de esta paradoja:

If legal rules that authorize change can be used to change themselves, then we have paradox and contradiction; but if they cannot be used to change themselves (and if there is no higher rule that could authorize their change), then we have immutable rules. Paradox and immutability should create an uncomfortable dilemma for jurists and citizens in western legal systems. It appears that we must give up either a central element of legal rationality or a central element of democratic theory.

I argue both descriptively and normatively that law can tolerate paradox but cannot tolerate immutability.

La cuestión en el caso español es más paradójica: qué sucede si hay una inmutabilidad no teórica, pero sí de facto, de la letra de la ley–y una mutabilidad indeterminable en su significado.

La Constitución española de 1978 prevé en su título X ("De la reforma constitucional") que puede iniciarse una reforma constitucional por los procedimientos previstos en el artículo 87. Pero es un proceso mucho más arduo que la reforma de cualquier ley, según establecen los artículos 167 y 168:

Artículo 167.

1. Los proyectos de reforma constitucional deberán ser aprobados por una mayoría de tres quintos de cada una de las Cámaras. Si no hubiera acuerdo entre ambas, se intentará obtenerlo mediante la creación de una Comisión de composición paritaria de Diputados y Senadores, que presentará un texto que será votado por el Congreso y el Senado.

2. De no lograrse la aprobación mediante el procedimiento del apartado anterior, y siempre que el texto hubiere obtenido el voto favorable de la mayoría absoluta del Senado, el Congreso por mayoría de dos tercios podrá aprobar la reforma.

3. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación cuando así lo soliciten, dentro de los quince días siguientes a su aprobación, una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras.

Artículo 168.

1. Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título Preliminar, al Capítulo II, Sección I del Título I, o al Título II, se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes.

2. Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras.

3. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación.




No digo que sea imposible una mayoría de dos tercios del Congreso, en absoluto, pues incluso un acuerdo más amplio entre los dos grandes partidos sería concebible para algunos asuntos tras un pacto previo. Pero una reforma que afecte a cuestiones sustanciales y objeto presumible de disensión no sólo requeriría dos tercios del Congreso y del Senado, sino también exigiría que el gobierno que hubiese podido reunir esa mayoría disolviese las cámaras, ganase otra vez ampliamente las elecciones, volviese a aprobar con una nueva mayoría de dos tercios la reforma propuesta, y luego la someta a referéndum. Parecen demasiados obstáculos prácticos, vista la realidad de la política en España. Es una buena medida, en principio: evita cambios a la ligera de cuestiones de ordenación básica, si bien no las hace imposibles—un gobierno bien podría plantear una reforma constitucional sin suicidarse, votándola justo antes del fin de la legislatura, al menos en teoría.

Pero de hecho, el sistema de reforma constitucional es tan exigente que se ha optado por un sistema más hispánico: en lugar de enmendar la constitución, vaciarla de contenido, o volverla puramente teórica en los aspectos que dicten los poderes fácticos y ambientales. Esto tiene la ventaja de que la Constitución no se toca, y la desventaja de que (especialmente cuando la cosa aprieta) no hay constitución, y sólo hay una ley—la ley del embudo del que manda. Un país que permite que  el gobierno, o el tribunal constitucional, finjan que la constitución dice lo contrario de lo que dice, no tiene ley sino letra muerta ante el poder—y por tanto da lo mismo que enmiende o deje de enmendar su ley fundamental. En España no es urgente la reforma de la Constitución: de hecho es totalmente innecesaria, mientras se pueda vaciar de contenido cualquiera de sus artículos sin que se les altere la cara a políticos y jueces.

Por cierto, que según estipula el artículo 169, no se puede iniciar la reforma constitucional habiendo estado de alarma, excepción, o sitio, como lo hay en estos momentos—por la rebeldía de los controladores aéreos. Así que la Constitución no se reformará hoy—ni mañana tampoco, pues donde se puede trampear sin límite claro, no hace falta enmienda ni reforma.

Quizá haya que ampliar el principio de Suber, para admitir que la ley puede por fin tolerar la inmutabilidad, una vez sobreentendido el principio de que puede tolerar las excepciones, cuando así lo dicta el que manda.

 
 
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