jueves, 30 de diciembre de 2010

Epílogo al Asunto




En nuestro departamento (Filología Inglesa y Alemana, Universidad de Zaragoza) aún estamos digiriendo la resolución del asunto. Podría parecer un asunto en gran medida irrelevante—una cuestión de ordenación docente—pero es un error: a base de pequeños asuntos irrelevantes tal y como estos, se hace el día a día del trabajo en las instituciones educativas, se planifican los comportamientos y actitudes, y la organización a largo plazo,  y se genera la atmósfera que se respira. Visto desde cerca no es irrelevante—desde lejos, claro, todo lo es, hasta el planeta mismo.

El asunto es complejo, y quien quiera seguirlo en detalle puede hacerlo aquí, leyendo el procedimiento de ejecución definitiva. Pero por resumir, una de las cosas relevantes que se ventilaban eran los límites que tienen los departamentos, o de los coordinadores de las titulaciones, a la hora de valorar la aptitud de los profesores para recibir un encargo docente. Y a quién ha de darse ese encargo docente, cuando hay un conflicto de intereses.

Y la solución que se ha dado, tras un contencioso administrativo, es la siguiente: los desacuerdos en la ordenación docente en la Administración pública se resuelven, por resumir, apelando a la jerarquía académica (catedrático, titular, etc.) y a la antigüedad en el cuerpo.

Nuestro departamento había acordado establecer otras maneras de repartir la docencia—unos años poniendo requisitos especiales de acceso a según qué niveles de la docencia, otros años organizando un concurso de méritos, o acudiendo a los coordinadores para que valorasen la "idoneidad" de un profesor para dar la docencia. Año tras año, el Rectorado primero, y los juzgados de lo contencioso administrativo después, han declarado inválidas estas normas especiales. Y ante la resistencia del departamento a usar las normas de general aplicación, y a aplicar las sentencias, ha habido que recurrir al final a los tribunales.

Primero comenzó el departamento exigiendo que se perteneciese a un grupo de investigación subvencionado para poder optar a docencia en Máster o para poder dirigir una tesis. Esto lo defendieron a capa y espada los catedráticos, con el apoyo silencioso de los miembros de sus equipos, durante años. Fue declarado ilegal. Y entonces pasaron a intentar conseguir los mismos efectos (es decir, relegar a  quienes no perteneciesen a sus grupos) por métodos indirectos—aplicando baremos de manera selectiva para promocionar a sus propios miembros. Y se organizaron concursos de méritos entre profesores funcionarios para distribuir la docencia de las asignaturas—un caso que no sé si se ha dado en alguna otra universidad o departamento; desde luego no que yo sepa. Se nos ha aplicado normativa creativa, algo que siempre es sospechoso, año tras año.

Ante nuestras reiteradas protestas, y ante las reiteradas órdenes del Rectorado y de los Juzgados de anular esas normas "especiales", nuestro Departamento optó por una vía muy poco recomendable. La dirección y los grupos que dominaban el consejo de departamento optaron por desoír esos requerimientos, o hacer un simulacro de atenderlos, y seguir en lo suyo—considerando, al parecer, que jamás las autoridades llegarían a intervenir en el ámbito cerrado donde se tomaban estas decisiones, una burbuja aislada de realidad donde el mundo exterior no llegaba a producir efecto sensible. Llegó a aplaudirse al director y a aprobar su gestión tras anunciar éste que no iba a aplicar las órdenes recibidas del Rectorado a este respecto, y que ni siquiera las iba a dar a conocer al Consejo. Un cuerpo colegiado que actúa así no está actuando con normalidad—desde luego no está cumpliendo sus funciones—sino que más bien se halla embarcado en una extraña deriva que tiene mucho de enajenación colectiva. Porque los individuos saben en cierto modo que están actuando mal—aunque muchos hagan lo posible por no pensar dos minutos sobre esta cuestión—pero se ha generado una atmósfera de vigilancia mutua, y de disciplina de grupo, que hace imposible echarse atrás. Se crea una alianza perniciosa en la que hay cosas ya no cuestionables ni discutibles: los oídos y cerebros se desconectan en cuanto vuelve a tratarse la cuestión, y los votos se automatizan, en una huída hacia adelante. Nadie puede cuestionarlo por la estructura jerárquica de la universidad: estos profesores supuestamente defienden el criterio de idoneidad (mientras sea la idoneidad de ellos), pero de hecho están atrapados en la dinámica feudal más atroz. Si los catedráticos no dan el paso atrás, ninguno de los miembros de sus equipos lo va a dar, pues el espíritu de cuerpo ya prima por encima de cualquier otra consideración: está ya la atmósfera demasiado viciada, los orgullos demasiado empeñados.  Y personas que supuestamente se dedican al análisis crítico de la realidad (de eso va el máster que copaban estos grupos de profesores) en realidad se comportan, en su dinámica institucional, de modo acrítico e irreflexivo, siguiendo las más viejas dinámicas de horda, y desoyendo las consideraciones administrativas o normativas. Las órdenes del rector o del juez pasan a tener menos importancia que las instrucciones emitidas por los catedráticos, o recibidas entre líneas por contemplación mutua. Es, en suma, una pérdida del norte y del sentido de las prioridades, y una corrupción del criterio sabida y consentida.  Esto es lo más grave que ha sucedido en torno al Asunto que nos ocupa.

Ha habido otras cosas graves—porque muchas cosas tienen que fallar para que llegue la cuestión hasta este punto. A una persona le puede patinar el criterio—como sucedió en concreto con la catedrática a quien se le ocurrió reservar la docencia en máster y la dirección de tesis para los miembros de los grupos subvencionados. Más grave es, aunque se entiende tristemente, que sus grupos la apoyen. Más grave es, y se entiende menos, que la mayoría de profesores del departamento hagan dejación de funciones y permitan sacar adelante este tipo de normas. Todavía más grave es, pero también sucede, que la Dirección del departamento desconozca o finja desconocer la normativa, y se embarque en actuaciones irregulares. Esto es lo que hace que los comportamientos irregulares surtan efecto, y convierte la situación de quienes protestan en un nadar contra corriente que requiere realmente constancia y determinación. Se termina de empeorar la cosa cuando el Rectorado, a pesar de dar órdenes al efecto, no cuida de aplicarlas—y de hecho acude a los juzgados, repetidamente, a defender la postura del departamento al que no consigue hacer cumplir las normas. Realmente no lo hemos tenido fácil los promotores del recurso.

Es triste decir que un director del departamento tras otro han seguido sumisamente los deseos e instrucciones de los catedráticos, en lugar de la normativa o las órdenes del Rectorado. Hay que aclarar que desde hace años no son los catedráticos quienes ocupan la dirección del Departamento, sino que colocan allí, con los votos de sus equipos o huestes, a algún simpatizante que aspira a hacer méritos para, quizá, ser él mismo catedrático un día. Los directores son en este sentido hombres de paja que están más pendientes de su futura promoción que de seguir las normas—esto en aquellos casos que pudiesen enfrentarlos a la voluntad de los catedráticos. 


Por suerte, ha habido una orden más directa del juez, con amenaza de multar a la Dirección del departamento y a cada uno de los miembros del Consejo de departamento que habían promovido estas actuaciones o no se habían opuesto a ellas—y de imputarles por prevaricación.   Se nos ha reconocido el acceso al Máster de modo retroactivo, por los años que el departamento ha venido contraviniendo explícitamente las órdenes superiores. La normativa la venía contraviniendo desde hacía más tiempo. Ahora, cada miembro del Departamento ha recibido una notificación del auto judicial donde se le advierte de las consecuencias penales de seguir obstaculizando el cumplimiento de las sentencias judiciales. Esto ha aconsejado un cambio de política. Y ha habido retirada táctica, y se nos ha permitido (con gran desagrado) escoger docencia en el Máster, y figurar en el programa de Doctorado—cinco años después de haber comenzado las maniobras de acoso administrativo e ingeniería normativa para excluirnos. Me imagino que este resultado no me va a hacer más popular, precisamente, dentro de mi departamento, y que se interpretará que lo he producido yo, en lugar de habérselo buscado quienes se lo han buscado. Y es que donde son muchos los interesados en atropellar tus derechos, parece de mal talante y pésimo gusto el defenderlos.

Los criterios sobre ordenación docente pueden ser diversos, y es obvio que donde hay diversidad de criterios pueden surgir conflictos. También es obvio que debe existir un procedimiento para solventar estos conflictos de modo rápido y eficiente—de un modo que no contribuya de por sí a generar más conflictos, o a multiplicar las causas de conflicto. Es imprescindible una normativa clara, y aquí lo único que parece claro es que, en el río revuelto de Bolonia y sus novedades, no ha habido criterios claros ni consciencia por parte de la Universidad de que eran necesarios. Al final ha tenido que ser el juzgado el que recuerde a la universidad cómo se organiza la docencia, en caso de desacuerdo—en un episodio un tanto vergonzoso.

No se organiza por criterios como "quién es el más apto", porque donde hay grupos de intereses organizados y dispuestos a medrar, el más apto es siempre el que más votos cautivos o aliados reúne. La aplicación de baremos de méritos demostró esto de manera bastante rotunda—pues mis colegas votaron con todo desparpajo que, con cuatro quinquenios de docencia y tres sexenios reconocidos de investigación, yo tenía cero puntos de experiencia docente e investigadora para impartir una asignatura del máster. Según baremo.  Esto a mí me perjudica, pero más a quienes actúan así, porque les corrompe el criterio, y les hace confundir la disciplina de su grupo con la realidad de las disciplinas académicas. El juez estimó que semejantes criterios no son objetivos, anuló el uso de baremos con este fin, y ordenó que la docencia se distribuyese por los criterios objetivos de jerarquía académica y antigüedad.

Sería de desear que no se repitiese este episodio, y que todo el mundo recordase los límites que han de respetarse en sus actuaciones. Pero si algo se desprende de la experiencia de estos años, es que la atmósfera no es proclive a la existencia de normas claras, y que los grupos de presión, si están organizados y decididos, pueden hacer mucho para hacer valer sus propios intereses por encima de la normativa. Porque, en este caso, los promotores del contencioso administrativo hemos tenido también la determinación de hacer valer nuestros derechos—pero en la Universidad las cosas no suelen suceder así. Situaciones parecidas se han dado muchas veces en este departamento, pero las personas a quienes los grupos quieren apartar se apartan ellos solos ante la presión ambiental del grupo, y no llegan a ofrecer resistencia administrativa, cuánto menos acudir a los tribunales. Deciden no querer lo que no les conviene querer, por mucho derecho teórico que tengan a ello. Y es esa presión ambiental la manera en que generalmente se solventan los conflictos, o se evita que surjan. Es muy de suponer que en nuestro departamento seguirá ejerciéndose esta presión en la medida de lo posible, y que los grupos y equipos seguirán en lo suyo, a pesar de la lección hasta ahora sin precedentes recibida a través de los Juzgados.

No quisiera sin embargo subestimar el papel y uso de los criterios de jerarquía y antigüedad, para mantener el orden y evitar la generación artificial de conflictos. Porque estos "rechazables" criterios (al decir de nuestros catedráticos) siguen aplicándolos los grupos a rajatabla en su propio seno, para evitar sus propios conflictos—por mucho que los cuestionen y critiquen cuando es un tercero el que apela a estos criterios. Donde hay partidos y partidos tomados, rige una sola ley—la del embudo.

Dar margen de maniobra a los grupos de apoyo mutuo, permitiéndoles un uso elástico de las normas, no mejora la calidad de la Universidad, ni la investigadora ni la de la justicia de sus actuaciones. Más bien promueve actuaciones y comportamientos que, si son muy típicos de la universidad real, bien poco tienen que ver con los ideales que en ella se proclaman.


 
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