jueves, 16 de diciembre de 2010

Algunos elementos de la grandeza de Shakespeare

Me he leído hace poco un buen manualito de historia de la literatura inglesa escrito hace más cien años, A Tutorial History of English Literature, de A. J. Wyatt (1901). Claro que es decimonónico, y que termina con los románticos... pero mientras, pasa a su manera por mucho de lo mejor que venía antes. Esta es su valoración crítica sobre Shakespeare, tras una breve panorámica de su carrera:



El hecho de que la grandeza de Shakespeare esté ahora universalmente reconocida en absoluto disminuye la dificultad de establecer algunos de los elementos de esa grandeza. Puede plantearse el asunto así: de las mejores cualidades de cualquier otro escritor, es partícipe por igual; en algunas de las suyas propias, no se le acerca ni podrá acercársele ninguno. Un determinado autor puede a veces exhibir un poder de creación de personajes comparable al suyo, otro quizá a veces le iguale en imaginación, un tercero en humor, y así seguidamente; pero una multiplicidad tal de dones que, combinados, hacen la mejor de las literaturas, no parece que jamás se le haya concedido a ningún otro que no sea él. Ningún otro, ni siquiera Homero ni Dante, se ha ganado una alabanza tan unánime e incuestionada. "La primera página de Shakespeare que leí", dice Goethe, "me hizo suyo de por vida: y cuando hube acabado un drama entero, me quedé como alguien a quien, habiendo nacido ciego, una mano milagrosa le otorga la vista en un momento". "Shakespeare no era un poeta del teatro; la escena era demasiado estrecha para su amplio intelecto; en verdad, todo el mundo visible al completo se quedaba demasiado estrecho". "Shakespeare es un ser perteneciente a un orden superior al mío, a quien debo mirar desde abajo con la reverencia que se merece".

La opinión de que Shakespeare era demasiado grande para identificarlo con sus propios personajes la expone así, de manera excelente, un escritor anónimo. "Dowden, con una licencia pintoresca, divide la carreara de Shakespeare en cuatro partes: 'En el Taller', 'En el Mundo', 'Saliendo de las Profundidades', y 'En las Alturas'. Es cierto que en los temas y maneras de Shakespeare pueden hacerse alguna división de este tipo, pero también es cierto que las cuatro divisiones representan las etapas naturales de la mayoría de los hombres en su peregrinar. Que el propio Shakespeare en efecto estuviese en las profundidades y en la oscuridad, y que de allí ascendiese a las alturas de una 'visión clara y solemmne', no es seguro ni nececesario; siendo tan grandes sus poderes, pasó lógicamente de una otra fase en tanto que dramaturgo, encontrándose arrastrado de una a otra por el desarrollo natural de su genio. En cada periodo de su vida manejó los asuntos a los que era capaz de enfrentarse entonces su genio.  Vio que así es la vida—con esta forma, moldeada, influenciada, determinada así; puede ser que se mantuviese al margen, por encima, no con el egoísmo artístico de Goethe, sino con una amplia serenidad, como estudioso de la humanidad, entendiendo todo, simpatizando con todo, pero siendo él quien todo lo dominaba. ¿Hamlet, el Shakespeare perplejo y meditabundo? ¿Prospero, el Shakespeare calmado y regio? Podría parecer así, de ser Shakespeare menos "múltiple en mentes" de lo que dijo Coleridge; pero que Shakespeare, sintiendo en su propio corazón y mente las pasiones de sus criaturas, pudiese haberlos retratado con esta fuerza dramática y seguridad certera, es casi increíble. Un hombre, desgarrado por los problemas del mal, de la justicia de las leyes universales, de la inocencia traicionada, del triunfo de los malvados, puede escribir versos ardientes, los poemas líricos de un Shelley, la sátira épica de un Byron, las rimas burlescas de un Heine, las odas solemnes de un Leopardi; pero estas tragedias [de Shakespeare] no son la expresión natural de un espíritu atormentado o entristecido. Estan demasiado regiamente diseñadas—controladas, guiadas, redondeadas, acabadas demasiado magistralmente. Más bien, la supremacía de Shakespeare se encuentra aquí—en que pudiese ver y entender tanto, hundir su instrumento hasta el corazón de tantas pasiones, que se pudiese dar cuenta del auténtico drama o juego de la vida, sin caer sometido a ningún poder; de modo que decimos de él que es universal, y no nos atrevemos a decir cuál era su personalidad."

Se ha dicho que cada una de las fases que hay en los sentimientos cae dentro del radio de accón de la intuición de Shakespeare. No hay punto de la moral, de la filosofía, de la conducta de la vida, que no haya tocado, no hay misterio que no haya investigado. La vida y la muerte, el amor, la riqueza, la pobreza, los premios de la vida y la manera en que los ganamos, los caracteres de los hombres, las influencias, explícitas u ocultas, que afectan a sus fortunas, las fuerzas misteriosas que los dejan desconcertados—en todas estas cuestiones, Shakespeare ha enriquecido al mundo con su pensamiento. No tenía ningún tema que estuviese ansioso por tratar importunándonos, haciéndole atestar una parte y matar a otra de hambre. Le dio a todo su justo lugar; lo que era grande, lo contó en grande, y lo que era pequeño, de modo subordinado. En su drama encontramos júbilo en estado puro, fantasías brillantes y tiernas, sátira desenvuelta, pasión ardiente, indagaciones en los misterios profundos y terribles de la vida. Y no es meramente que encontremos todo esto, sino que en casi cada obra tenemos elementos extremadamente diversos, lo alto y lo bajo, lo magnífico y lo diminuto, lo noble y lo rastrero, lo triste y lo alegre, sometidos al dominio de un mismo propósito dramático, unidos bajo el mando de algún gran pensamiento o alguna profunda emoción.

Otro elemento de grandeza es la perfecta naturalidad del diálogo. Hay muchos episodios poco dramáticos en Shakespeare, porque el drama, en la época isabelina, tenía que combinar el ensayo, la invectiva y la sátira, la retórica y la filosofía, junto con lo propiamente dramático. Pero en diálogo dramático, Shakespeare es más que un maestro en el arte del toque perfectamente natural. Lowell dice que Lear (v.3, 309), "Por favor, desabrócheme este boton. Gracias, señor"—"viniendo donde viene y expresando lo que expresa, es uno de esos toques de lo patéticamente sublime, cuyo secreto sólo ha conocido Shakespeare". "En Shakespeare, que fue el primero en dar ejemplo de esta innovación tan importante", escribe De Quincey, "en todos sus apasionados diálogos, cada réplica o respuesta parece ser no más que el rebote del parlamento anterior. Cada modalidad de interrupción natural, rompiendo las contenciones de la ceremonia por el impulso de la pasión tempestuosa; cada forma de interrogación apresurada, de reiteración ardiente cuando se ha esquivado una pregunta; cada forma de repetición desdeñosa de las palabras hostiles; cada continuación impaciente de una afirmación hostil; en breve, todos los modos y fórmulas mediante los cuales la ira, la prisa, la irritación, el desdén, la impaciencia o la excitación bajo cualquier tipo de ánimo, que puedan alterar o modificar o dislocar el estilo formal y libresco de un comienzo—todos estos abundan tanto en el diálogo de Shakespeare como en la vida misma; y cuánta vivacidad, cuán profunda verosimilitud, le añaden al efecto escénico en tanto que imitación de la pasión humana y de la la vida real, es algo que no hace falta que digamos".

Y así podría uno seguir. El tema es inagotable. Si en seis años Marlowe creó la tragedia inglesa y el verso blanco inglés, en otros diez años Shakespeare llevó la tragedia a su máximo desarrollo posible, y convirtió un verso blanco que era dramático sobre todo en virtud de su retórica (como sucede en su propia obra marloviana de Ricardo III) en un verso que era el medio más perfecto posible de la expresión dramática, y especialmente de la trágica. Marlowe fue siempre mucho más un poeta que un dramaturgo; la superioridad de Shakespeare ante él como poeta sólo queda sobrepasada por su infinita superioridad en drama. De sus capacidades poéticas no dramáticas, la expresión más alta puede verse en las canciones de sus obras de teatro y en los Sonetos– de los cuales citamos aquí uno de los mejores.

Al maridaje de espíritus verdaderos no
Admita yo obstáculos. No es amor el amor
Que cambia cuando encuentra cambio
O se inclina a quitar con el que quita.
Oh, no: es una marca fija para siempre
Que mira a la tempestad y nunca tiembla,
Es la alta estrella para toda barca errante;
Su altura mides, su valor lo ignoras.
El amor no sirve al Tiempo; si tez y labios rosas
Caen bajo el giro de su hoz torcida,
A Amor no alteran meses breves y horas,
Sino que puja hasta el fin del Juicio.
Si esto es error, y me queda probado,
Nunca he escrito, y ningún hombre amado.

El declive del drama entre los contemporáneos de Shakespeare y todavía más entre sus sucesores se apreciará mejor por medio de una comparación o contraste con él. Sus obras maestras "sostienen, por así decirlo, el espejo ante la naturaleza; muestran a la virtud sus propios rasgos, al desdén la propia imagen, y a la época misma y al cuerpo de los tiempos, su forma e impresión". Allí, de nuevo, encontramos la más maravillosa de las caracterizaciones: los hombres y las mujeres se nos revelan, hasta lo más profundo de sus almas, no mediante las descripciones o análisis del dramaturgo, sino por medio de sus propio discurso y sus acciones. Los personajes crecen y se desarrollan ante nuestros ojos; vemos los efectos que sobre ellos tienen la vida y la experiencia y las circunstancias; vemos la influencia de un carácter sobre otro carácter. En estas obras de teatro tenemos vida, no en fragmentos sino como algo entero, completo. Encontramos—otra marca de estricta fidelidad a la vida—el humor y el patetismo entremezclados. El payaso está a la orilla de la tumba en Hamlet, el bufón está al lado del frenético Lear, y esto sucede con razón psicológica, porque cuando el estímulo es demasiado fuerte, la emoción ha de aliviarse o el órgano dejará de responder, o bien se partirá. Pero la razón de Shakespeare era dramática, no psicológica; y desde el punto de vista del dramaturgo, la mezcla de sonrisas y lágrimas no estaba justificada tan sólo por su fidelidad a la vida: era una prueba de habilidad consumada por parte del artista, que podía así aumentar la capacidad de realizar el dolor, a través de una relajación momentánea de la tensión. Por último, hay en Shakespeare un aprecio por la grandeza de la excelencia moral y un profundo sentido del mundo invisible. Nunca predica ni moraliza, pero hace algo mejor: nos muestra que el camino del transgresor es duro, y que el castigo del pecado es seguro, aunque no sea inmediato.

Me recuerda un poco esta caracterización de Shakespeare, no será casual, al comienzo del libro, donde presenta su tema, la Literatura Inglesa—de la cual, podría decirse, Shakespeare es centro, cumbre y muestra representativa a la vez:

La literatura inglesa es la más grande que el mundo haya visto jamás, y el idioma en el que está escrita tiene buenas perspectivas de ser un día el idioma universal. Cosas éstas que hacen adecuado acercarse a su historia con ánimo reverente. Apenas es posible exagerar o sobreestimar la grandeza de esta literatura nuestra. No es sólo que en cada clase de escritos pueda compararse a lo mejor de cualquiera de los demás países—sino que además, mientras que casi cualquier otra literatura ha tenido una o dos grandes épocas, la nuestra ha tenido como poco cinco, y muestra una vitalidad duradera que no tiene paralelo alguno.


 
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