martes, 5 de octubre de 2010

He estado en una película



Ayer fui a la primera película de un ciclo de cine en el Paraninfo de la universidad, sobre "La ley de la masa". Empezaba con Furia, de Fritz Lang, una interesante película de 1936. Los años 30, años de crisis, de comunismos y de fascismos, son años de prominente acción multitudinaria y de movimientos de masas. Buen año para turbas enfurecidas, aquel 1936... Furia es la primera película americana de Fritz Lang. Venía el director espantado de la marea nazi en Alemania, y había emigrado hacía poco a EE.UU. Pero allí le llamó la atención al parecer una peculiaridad de la sociedad americana: la proclividad a los linchamientos y a la "justicia popular" impartida alegremente, un vicio propio de una sociedad democrática y populista. Esta es la tesis de la película—la desilusión ante los límites del sueño americano, pues la tierra donde la libertad y la justicia serían posibles se topa con la brutalidad y la estupidez de la opinión pública activa, cuyas emociones suben y bajan más rápido que la espuma del champán, en cuanto se dan las circunstancias adecuadas. Los políticos están aquí más atentos a las alzas y bajas de popularidad electoral que a la justicia de las decisiones, y así llega el desastre: la democracia tiene sus vicios propios, sus límites, y su nivel, que es el del pueblo que en ella gobierna y de sus prejuicios. Y, tras la desilusión, y la venganza imaginaria contra la plebe, se retoma otra vez la responsabilidad de mantener ese ideal necesario de justicia y libertad, con más resignación y menos ilusiones...  y con una cura de humildad: un reconocimiento de que la plebe volátil ésa de las democracias está hecha de todos nosotros—no la podemos ver desde fuera, por mucho que nos perjudiquen a veces sus arbitrariedades.

 





Joe Wilson (Spencer Tracy), un hombre honrado y trabajador, lleva mucho tiempo laborando humildemente para casarse con su prometida Katherine (Sylvia Sidney). Cuando por fin reúne dinero para la boda y para un coche, viaja para ir a recogerla y se encuentra, en una carretera local, con que le echan el alto y es arrestado de repente. Se trata de un sheriff suspicaz que intenta resolver un secuestro, y anda a la caza de forasteros sospechosos. El sheriff lo retiene en la cárcel, y la rumorología de la población se dispara. Pronto, una combinación de vecinas cotillas, malas cabezas, listillos de barra de bar, individuos resentidos con el sheriff, matones vocacionales, y justicieros aficionados, acaban por organizar un tumulto alrededor de la cárcel. El sheriff y sus hombres ya conocen el percal, y defienden al prisionero, manteniendo al público furioso a raya, pero pronto los ánimos se calientan más de lo debido. La guardia nacional no llega porque el gobernador no quiere hacerse impopular con sus ciudadanos. Llega la prensa, los rumores siguen creciendo, y la turba linchadora. Al final, hay disturbios violentos; asaltan la cárcel y acaban quemándola hasta los cimientos.

Joe Wilson, sin embargo, ha escapado milagrosamente, aunque su novia Katherine llegó justo a tiempo de ver cómo lo apedreaban mientras pedía socorro asomado a la ventana de la cárcel en llamas. Visita a sus hermanos como un aparecido. Joe se ha transformado, y ahora no quiere sino venganza: mantener su muerte en secreto, y lograr que la justicia empapele a la chusma que intentó matarlo (y que según se cree lo ha matado efectivamente). A través de sus hermanos, y sin que nadie más lo sepa, ni siquiera Katherine, consigue que su abogado establezca la culpabilidad de veintitrés participantes en el linchamiento. La pena según las leyes del estado es la muerte, y Joe está decidido a llevarlos al patíbulo ("Si estoy vivo no es porque no hayan hecho todo para matarme"). Hay sus problemas por la ausencia de cadáver, pero se encuentra una prueba que el juez estima suficiente: un anillo que llevaba Joe y no se podía quitar, grabado por Katherine. El anillo es enviado por un anónimo ciudadano que lo encontró, dice, en los escombros calcinados—en realidad por el propio Joe, para dar la prueba final que vuelque la balanza.  Es entonces cuando Katherine descubre el pastel—estaba traumada por lo sucedido, pero ha observado detalles en el proceso que le llevan a espiar a los hermanos de Joe, y a descubrir que está vivo. Joe, sin embargo, prefiere renunciar a ella que a su venganza, a pesar de los ruegos de Katherine. Es allí donde expresa su desilusión con la justicia de su país, y se reafirma en su propósito de instrumentalizarla en su venganza.

Pero Joe también sufre trauma, y remordimientos. En un momento fílmicamente interesante de la película, mientras Joe mira un escaparate, aparecen en el cristal algo que no se sabe si son reflejos o imágenes mentales—las caras de la gente que él condena a morir. (Aquí la intensidad emocional de la escena se subraya con una toma subjetiva que superpone dos planos de realidad. Son interesantes en las películas los momentos en que las imágenes complican su status y se separan del objetivismo de la representación "fotográfica"). La conciencia le hace ir a Joe a presentarse al juez justo cuando se estaban leyendo las condenas de muerte de varios acusados. Allí frente al tribunal se abraza con Katherine, y vuelve al camino recto, aunque sabe que le tocará ahora pagar a él por sus delitos.


¿Por qué digo que he estado en una película? Bueno, en la película ésta de la democracia pervertida y de las chusmas alienadas estamos todos, a un cierto nivel. Y desde luego la película de Fritz Lang es toda una película, excelente, un clásico, etc. Pero ahora me refiero a otra cosa. La frase "He estado en una película" la dice Joe Wilson, cuando se aparece a sus hermanos que lo creían abrasado.  Y es una clave o quizá un emblema para ciertas cosas que me interesaba subrayar a cuenta de esta película, o de una película cualquiera.



 

Ya me he referido a "momentos especiales" en la técnica de representación usada por una película. Pueden ser momentos especialmente discordantes con la técnica usada en el resto de la película, o quizá (por el contrario) momentos en los que se revela con especial claridad la poética cinematográfica de la película. O, quizá, las dos cosas a la vez: momentos especiales en los que la película es memorablemente lo que es, a la vez que parece romper sus reglas y no ser lo que parecía ser.

J. Hillis Miller, hablando de literatura, llamaba a esto "el momento lingüístico" de las obras literarias—episodios, fragmentos, en los que la técnica narrativa, poética, o dramática, de alguna manera se complica y se vuelve sobre sí misma—momentos reflexivos en los que la obra pone de manifiesto sus estrategias representativas, o las lleva un poquito más allá en un impulso de exceso o de búsqueda de sus límites. The linguistic moment. En la literatura escrita se hace con lenguaje, claro; en el cine sucede sobre todo con imágenes, pero también con el complejo de imágenes, diálogo y música que es en lo que consiste el cine. Bien, pues llamaremos a estos momentos los momentos reflexivos de la película, por no llamarlos los momentos fílmicos. Son momentos intensamente fílmicos, pero me refiero a la intensidad que da esa complicación de la representación, no a la intensidad emocional de las peleas, de los momentos de suspense, etc., —que pueden ser reflexivos o no serlo.

Un momento reflexivo ya hemos notado en Fury—el momento en que Joe Wilson reflexiona ante el escaparate. Y ante el escaparate aparece algo que parecen reflejos (los escaparates se prestan mucho a esta superposición natural de imágenes en la vida extrafílmica). Es decir, que el momento es doblemente o triplemente reflexivo: reflexión, reflejos y reflexividad, superpuestos en una imagen. Las figuras fantasmales del escaparate podríamos ser los espectadores reflejados en el cristal del escaparate, invisible, que ocupa el lugar de la pantalla cinematográfica o cuarta pared teatral en este caso. (Un poco a la manera en que en el Hamlet de Branagh, en el salón de los espejos, se superpone a la pantalla cinematográfica el cristal/espejo desde donde Claudio y Polonio espían el monólogo de Hamlet). Aquí, Joe, alienado de la sociedad americana, la contempla reflejada en el escaparate de su mente, y también la tiene ante sí—pues el espectador de esta película en 1936 es el ciudadano típico del país de los linchamientos, seguramente no mucho mejor ni mucho peor que los veintitrés acusados a quienes Joe quiere ver colgando de una cuerda. 

Otro momento reflexivo también he mencionado: cuando Joe dice "I've been in a film", "he estado en una película" (que es donde ha estado, claro). Se refiere al impacto de las imágenes traumáticas que han alterado su conciencia, y le han transformado en Joe el Vengador.  Usando el lenguaje del trauma, Joe cuenta a sus hermanos cómo las imágenes de la muchedumbre linchadora pasan ante su mente una y otra vez, no se puede librar de ellas.  La propia película que vemos repite en diversas ocasiones las imágenes del asalto a la cárcel y de la turba asesina, unos embarcados en la destrucción junto con sus vecinos, y otros contemplando fascinados el espectáculo—sí, como quien contempla el cine. Y Joe, hablando con sus hermanos, no deja de subrayar ese paralelismo entre el espectador de esta película y el de quienes disfrutan viendo un linchamiento, aunque no participen en él—ese ingrediente malsano que hay en la escopofilia dichosa, cuando lo que se muestra es violento, obsceno, erótico, atractivo... o todo a la vez.  Parece como si Joe quisiera colgarnos a todos, antes de volver a encauzar su indignación en términos razonables.

De hecho, todo estaba en una película, porque Fury contiene una película dentro de una película, cosa que no está mal para los años 30. Recordaremos que habían acudido reporteros ante la noticia de disturbios, mucho antes que la Guardia Nacional (ésta llega por fin cuando la cárcel ya ha ardido...). Bien, pues los reporteros van bien provistos de cámaras, y filman desde varios ángulos el asalto, el incendio, y a los linchadores más activos. El abogado contratado por los hermanos de Joe se hace con esas grabaciones y convierte la sala de juicios en cine improvisado (aquí los linchadores son literalmente los espectadores de sí mismos, reforzando la analogía entre la masa humana y el público de la otra sala). Las filmaciones cinematográficas son la prueba decisiva de la participación de los acusados en los hechos, pues los vecinos se encubrían unos a otros y hay una red de coartadas falsas que cae estrepitosamente ante la prueba de la cámara. Hay imágenes dentro de imágenes, una repetición de la escena del incendio que es a la vez trauma y cura... y hay, en suma, otro de esos momentos fílmicos por excelencia, en el visionado de la película filmada y en la congelación de la imagen de los acusados. Son momentos intensamente cinematográficos, momentos reflexivos en los que la poética del film se examina a sí misma con especial intensidad, en los que la película muestra lo que es, lo que vale, y lo que sabe hacer con las convenciones de la representación cinematográfica y con los materiales que tiene a su alcance.

 

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