jueves, 26 de agosto de 2010

El escondite

 


 

Me leo El Escondite, novela de Trezza Azzopardi (2000)—sobre vergüenzas y malos rollos familiares. Bastante malos; versa sobre una mísera familia de Cardiff, los Gauci, con esposa e hijas de un inmigrante maltés. Si no la hubiese escrito un persona de la comunidad, podría leerse como un elegante panfleto contra la mugre mental de la comunidad inmigrante; viniendo de una insider supongo que no se lee así. (O quizá con más razón). 

El paterfamilias, Frankie, es un impresentable bien plantado, jugador, violento, cruel e irresponsable. Acaba robando a su socio, y fugándose, dejándolo que se ahogue en el barro del puerto tras un forcejeo, cuando sale corriendo a pedirle lo que se ha llevado. Desaparece de su familia, y su mujer, prostituta extraoficial, depresiva y con tendencias suicidas, es incapaz de cuidar a la recua de hijas que tienen. Las dan en adopción, y la narradora, Dol, no vuelve a ver a su familia en treinta años. Era la pequeña de la casa, muy pequeña por entonces—y va rememorando la historia y el ambiente de su infancia con ocasión de haber recibido la noticia de la muerte de su madre. La primera parte de la novela narra la infancia, sin ninguna referencia al presente de la narradora, y distinguiendo poco entre lo importante y lo irrelevante—como visto a través de los ojos de una pequeña. 

 Allí va trasluciendo la historia de la problemática relación de la niña con la familia, y una circunstancia importante que la marcó, literalmente: se quemó en un incendio, en esa casa de dejadez, quedándole deshecha una mano. La segunda parte narra el reencuentro con personajes tan desagradables como su hermana Rose, que treinta años después vuelve a llamarla la Lisiada, sin la menor autocrítica, y sin que eso parezca afectar a la narradora. 

 Más le ofende su hermana mayor, Celesta, que ha querido dejar el pasado atrás y lleva una vida convencionalmente respetable. La narradora le reprocha que no cuidase más de ellas siendo la mayor, que sólo pensase en bailar como una idiota, allá en los años sesenta... pero Celesta era una cría, irresponsable como todos allí, parece mucho pedirle. Recuerda con cariño a su hermana Fran, vapuleada por su padre, y aficionada a las autolesiones, y a lesionarla a ella también... y poco a poco, revolviendo en los trastos viejos de la casa de su madre, van saliendo las cosas y descubre una jaula de conejos donde al parecer la tenían encerrada de niña, por orden de su padre, que la aborrecía y temía por su desfiguración ("un hombre supersticioso (...) un hombre estúpido"). Creía Dol recordar que sus hermanas la encerraban allí para atormentarla, uno entre otros juegos crueles que jugaban con ella—pero le aclara su hermana Luca, tras el funeral, que lo que hacían ellas era sacarla de cuando en cuando. 

 La escena en la que la familia estalla en risas tontas en el entierro de su madre puede entenderse a la vez como una liberación del pasado (al que la narradora se promete no volver) y como un síntoma más de lo mal que está el personal después de semejante crianza. 

Una novela pues sobre el trauma y los recuerdos imperfectos. Demasiado perfectos a veces, claro, por la técnica narrativa elegida, llena de detalles y gestos casi irrelevantes observados y recordados; también podría atribuirse al trauma otra curiosa convención elegida por la novela: no hay ninguna referencia a qué ha sido de la vida de la narradora durante los últimos treinta años—el foco cae únicamente sobre los traumáticos años de la infancia. Que sin embargo se recuerda con nostalgia a veces, como toda infancia, que es la única que tiene todo el mundo. 

En realidad, en este punto no se puede decir que la novela sea ni imperfecta ni realista; ni que sea una narración insincera y parcial, ni que ese enfoque obsesivo sea adecuado como una dramatización del trauma. Es el resultado un tanto amanerado de una cierta convención literaria para representación de traumas: la revelación gradual, y parcial, tiene una intención estética (curiosidad, supense, etc.) que interfiere un tanto, de base, con la exposición del trauma. Sólo puede narrarse así un trauma superado (o no vivido), y por tanto ha de parecer parcial la restricción de todo el mundo mental de la narradora a lo que eran las circunstancias y momentos del trauma. 

Un trauma que no deja otras huellas que su rememoración y superación parece poco trauma. Después de todo, la marca que lleva la narradora en el cuerpo ha tenido que señalarla de por vida—pero de eso poco vemos, como si el pasado hubiese realmente quedado contenido en aquellos años, una solución narrativa quizá poco convincente, pues un trauma que tan poco aflora luego es un trauma de poca intensidad. Esos traumas de baja intensidad son la textura misma de la vida, claro, pero normalmente no nos dedicamos a volver sobre ellos con tanta dedicación y exclusividad. 

 

 
 
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