miércoles, 16 de junio de 2010
España a comienzos del siglo XX
(Notas sobre el capítulo 1 del libro de Antony Beevor La guerra civil española).
A principios del siglo XX, los mandamientos de la constitución de 1876 en lo tocante a representación popular se conculcaban ex profeso. "España no era un país democrático en el sentido actual del término" (16). La miseria de las clases proletarias y el inmobilismo y ventajismo de los grandes propietarios y de la Iglesia creaban un caldo de cultivo de conflictos. Y el sistema político de la Restauración, con sus elecciones amañadas por el caciquismo y su inercia elitista, no tenía instrumentos capaces de efectuar las reformas sociales que pudiesen contener los periódicos estallidos de violencia popular.
La gran crisis y huelga del 13 de agosto de 1917 presagiaba la revuelta de 1934. Y ya participó Franco en la represión de la huelga en Asturias. Beevor condena (implícitamente) la dureza de la represión, pero no dice nada sobre la oportunidad o legalidad de las acciones de los huelguistas. La represión restauró el orden, pero el sistema estaba desfasado, los políticos no sabían cómo pasar "del liberalismo oligárquico a una democracia de masa" (Santos Juliá). En 1919, nuevos conflictos. "Los patronos respondieron a la violencia con la violencia", nos dice Beevor —se queda uno, claro, con la duda de si a la violencia hay que responder con la sumisión... Pero está claro que el sistema no caminaba hacia una evolución habitable.
En 1923 se produjo el golpe de Primo de Rivera, aceptado por el Rey, y seguidamente por Largo Caballero y la UGT (a pesar de la oposición de Indalecio Prieto). Muchos convergieron en el paraguas de la dictadura: "quizás una de las peores gestiones de la Dictadura la llevó a cabo su ministro de Hacienda, Calvo Sotelo, con la paridad monetaria de la peseta" (25) —con la especulación y la fuga de capitales, la República recibió la peseta al 50% de su valor.
El Pacto de San Sebastián que trajo la República iba apoyado en militares republicanos como Gonzalo Queipo de Llano, Ramón Franco, Ignacio Hidalgo de Cisneros, Fermín Galán o Ángel García Hernández. El comité revolucionario iba presidido por Niceto Alcalá Zamora. Los militares de Jaca se sublevaron el 12 de diciembre de 1930 porque no les llegó un aviso de retraso de la sublevación.
Muchos intelectuales (entre ellos Ortega y Gasset, Marañón, Ramón Perez de Ayala) formaron una agrupación "Al servicio de la República" presidida por Antonio Machado; su toma de postura fue crucial para la llegada de la República. Hay que subrayar que las elecciones del 12 de abril de 1931 eran municipales, en absoluto constituyentes. Beevor arguye que ganaron los republicanos "en las capitales de provincia" y que no se conocen los resultados exactos. No subraya Beevor, sin embargo, el hecho de que la República llegó de modo revolucionario, no mediante una transición legítima, pues las elecciones que ganaron en modo alguno les facultaban legalmente para imponer un nuevo régimen y anular la constitución. Romanones, miembro del gobierno Aznar que había sucedido a Berenguer, intentó pactar con los republicanos pero éstos no se avinieron. Y Sanjurjo, jefe de la guardia civil, declaró que el gobierno no tendría su ayuda para imponer el orden vigente. "A las seis de la mañana del día 14 de abril se proclamó la República en Éibar" (28)—. Beevor apunta la alegría que se extendió por toda España, pero la alegría no hace más legal (ni menos pasmante) el hecho de que unos particulares, a resultas de unas elecciones municipales, ordenaron al Rey salir del país—y que el Rey les obedeció, faltando a su deber y a sus funciones constitucionales.
La República llegó pues de modo revolucionario, un movimiento popular apoyado por élites y por el Ejército, y por un derrumbe o renuncia del sistema anterior. Pero supuso una ruptura de legalidad, la primera de muchas que seguirían. En la perspectiva de Beevor, y de muchos historiadores, la gravedad de esta ruptura de la legalidad no aparece, y se pierde entre la alegría de la fiesta.
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