lunes, 5 de abril de 2010
Trasmundos de congoja
Sigo leyéndome a ratos perdidos la novela de Gironella Un millón de muertos, posiblemente la mejor novela "nacional" sobre la Guerra Civil; si bien no es fascista ni siquiera propiamente franquista, sino más bien humanista cristiana. Es panorámica, y sigue los destinos de varias decenas de personajes, en el triángulo Cataluña / Madrid / País Vasco, a la vez que narra el desarrollo global de la guerra y retrata el ambiente o mejor dicho los centenares de ambientes característicos de la guerra. Por ejemplo esta caracterización del hambre en Madrid, donde la gente pasó a comer más cacahuetes que otra cosa:
"En Madrid, el hambre metamorfoseaba las cosas o, por lo menos, su figura. Todo se relacionaba con el comer, y el léxico sufría violentos virajes que a buen seguro hubieran interesado a Fanny, a Bolen y a los filólogos. El cañón que disparaba sobre la ciudad cada día, al amanecer, era llamado 'el lechero' y también 'el churrero'. Las petacas eran palpadas como si fuesen de chocolate, los vasos boca abajo eran 'flanes', los huevos de cristal para zurcir medias eran huevos de verdad y las sábanas limpias parecían nata. El pan... El pan era lo básico y todas las piedras eran panes. El pan y las patatas y el aceite. Todo lo verde eran legumbres; y la sangre sería vino... Era la metamorfosis, la transubstanciación. Cuando un caballo paseaba por la calle, todo el mundo le miraba a las obscenas ancas. Cuando en el cine aparecía una mesa bien servida, lo mismo podía ocurrir que se desatara un escándalo fenomenal como que se hiciera un silencio cobarde. Por lo demás, el piso de los cines, lo mismo que el de las paradas de los autobuses, estaba lleno de cáscaras que crepitaban un poco como la arena de las avenidas del cementerio, y las tiendas que decían 'Comestibles', 'Ultramarinos', eran miradas con sarcástico fatalismo". (653)
Aun después de ver lo panorámico y detallado de la novela, me ha sorprendido encontrarme con este trozo del capítulo 44, que habla de mi comarca, donde estos días también he estado admirando paisajes fenomenales, como estos protagonistas que llegan a ella destinados a una compañía de montaña. Hasta en las piedras del río me venía fijando yo, como si fuese un forastero, paseando ayer por este paisaje:
"'¡Qué maravilla!', exclamó Ignacio. Llevaba lo menos una hora soltando adjetivos desde el interior de la cabina del camión. A su izquierda, el conductor; a su derecha Moncho, cambiando de expresión a cada recodo de la carretera. Habían salido de Jaca a mediodía, pero el conductor tuvo que pararse repetidas veces para recoger víveres destinados a la Compañía de Esquiadores. La carretera avanzaba paralela al río, al Gállego. Río parlanchín, río pulidor de guijarros perfectos. A cada kilómetro el desfiladero se hacía más angosto, hasta que, de improviso, rebasados Biescas y el fuerte de Santa Elena, entraron en el valle de Tena y el paisaje se abrió a sus ojos como una doble página de revista. El valle parecía al otro lado de la guerra, debía de regirse por otro calendario. La nieve lo cubría sin exceso, sin el drama de Teruel. Allí no asomaban, entre el blanco polar, carroñas de mulos, sino pueblecitos diseminados, caseríos con tejados de pizarra y árboles que se habían sacudido a sí mismos la nieve que los cubría. '¡Qué maravilla!' Ignacio lo miraba todo con los ojos que perdió siendo niño, lamentando que el roncar del vehículo le impidiese oír la canción del río entre los guijarros perfectos. ¡Montañas! En las cumbres, el espesor de la nieve debía de ser sobrecogedor.
—¿Cuántos pueblos hay en el valle?
—Dieciséis. —El conductor agregó—: Dieciséis pueblos y el Balneario.
—¡Ah, sí! El Balneario de Panticosa...
Panticosa era la capital del valle. Pronto dieron vista al pueblo, dormido aquella tarde en la pendiente que bajaba hacia el río. El Balneario se hallaba unos doce kilómetros más arriba y disponía de piscina, que debía de estar helada." (662)
Más adelante, la compañía de esquiadores recibe órdenes de avanzar hacia los el este, hacia Ordesa... pasarían por Yésero, por Linás de Broto, donde se conocieron mis padres de maestros, unos años después... por Viu, por Torla...
"El avance se efectuó sin encontrar resistencia. Los esquiadores 'rojos' se habían replegado. Conmovía ocupar aquellos puertos que a lo largo de casi dos años de espera habían rebotado contra los prismáticos. En las húmedas trincheras 'rojas', el único vestigio era la ceniza de las hogueras, todavía caliente.
Los pueblos habían sido abandonados. Sólo quedaba en ellos algún anciano, caída la boina, la cabeza apoyada en el bastón, éste apuntalado en el suelo, entre las piernas. También se habían quedado algunas mujeres sin edad, las manos amoratadas y llenas de sabañones. Los esquiadores dormían en los pajares o en las cuadras. Las viviendas, cuya miseria encogía el ánimo, se componían de algunos muebles roídos y de un calendario del Anís del Mono o de alguna fábrica de Jaca, con una bolsa en la que se guardaban las dos o tres cartas que la familia había recibido en los últimos años. fuera, alguna gallina y alguna cabra junto a unos palmos de terreno pedregoso, que era preciso arar. Ignacio estaba muy impresionado. 'Ni un hogar sin lumbre ni un español sin pan'. Moncho, aleccionado por su padre, veterinario, amaba aquellos animales. Ignacio sopesaba el fusil y se preguntaba: '¿Verdaderamente las balas procurarán a esas gentes una vida mejor?' Ignacio leyó algunas de las cartas guardadas en los calendarios. En todas ellas, firmadas por parientes lejanos, aparecían las palabras 'querer', 'ver' y 'deseo'.
¡Las escuelas! Ignacio y Moncho recorrían en silencio la escuela de cada pueblo. Una estancia ruinosa, con cartones en las cristaleras. Al huir, el maestro había olvidado en la pizarra una multiplicación y en el mapa de España que presidía la pared se entrecruzaban líneas rojas y verdes que no se sabía si eran carreteras, ríos o venitas de sangre. En estos mapas aparecía invariablemente un pequeño redondel, la huella del índice del maestro, que borraba por entero el nombre del pueblo. Ignacio evocaba sin querer la escuela de David y Olga. '¿Vosotros también creéis que el hombre es portador de valores eternos?' Sobre los pupitres, o en el suelo, yacían cuadernos escolares forrados de azul ultramar, lo mismo que los de Gerona. Por lo visto, la costumbre había alcanzado también aquellos trasmundos de congoja". (695)
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