jueves, 22 de octubre de 2009

Vender el alma y la identidad


Salía estos días en los periódicos la noticia de que las productoras de Hollywood imponen, o procuran imponer, a sus actores unas condiciones comunicativas especiales, que incluyen no participar en blogs ni redes sociales. No está claro si hay alternativa (en forma de perderse un "complemento de silencio") o no; tampoco si el juramento ése sobre la biblia se refiere sólo a la participación en persona, o si también se extiende a la participación "imperson", con alias, niques, avatares, sockpuppets y móniquers.

Yo lo entiendo. Todo buen trabajador se debe a su empresa, y a sus condiciones leoninas. Y si a los famosos a veces se les imponen o sugieren noviazgos falsos y ligues para mantenerlos en el candelero informativo, pues qué menos que apoderarse de su identidad online. Total, su identidad no les pertenece—ha sido construida por los estudios, es lo que se llama el star system, y a los estudios pertenecen en cuerpo y esencia.

Supongo que los actores, como las putas, tienen un pequeño yo aparcado a un lado que es el que consideran el suyo auténtico, al margen de su trabajo. En Occidente, decía un sociólogo, la experiencia sexual y las relaciones sexuales idealizadas han ocupado en el sujeto urbano moderno el lugar que antes ocupaba el alma—en ese sentido, las putas venden el alma, y los actores seguramente también, aunque como digo tengan otra de repuesto para uso personal. También hay quien dice, creo que era Arcadi Espada, que putas son o somos todos los que vendemos el cuerpo para el trabajo, y más si vendemos las partes nobles del mismo, como el talento, la inteligencia o la consciencia. Por no hablar del tiempo. Nada, todos unos vendidos—aunque es curioso que aquí el concepto de la mayor dignidad (respetabilidad como ciudadano, seriedad profesional, etc.) roza más o menos de cerca el de la mayor indignidad. Hay que vender la vida, o el alma. Al diablo, o a la empresa.





Hasta los genios se venden, parece. Me leía La loca de la casa, de Rosa Montero, que se vende como periodista antes de vender sus libros; bueno, pues criticaba allí a García Márquez por dejarse mimar obscenamente por el tirano habaneras. O a Cela. Pero otros aún más eminentes que García Márquez se han vendido; Montero observa que Goethe termina su autobiografía Poesía y verdad con el momento en que obtiene un codiciado puesto en la corte. Era un joven escritor famoso, y más obras eminentes que escribiría—pero se quejaría siempre de la servidumbre autoimpuesta de la corte, de cómo le robaba tiempo su cargo, aunque claro que el muy snob (y luego nob) se agarraba a él como una lapa. Hombre práctico, por otra parte—casi todos lo somos en cuanto podemos. Peor es pasar a escribir obras de encargo, como los poetas laureados ingleses, o peor aún, no de encargo pero pelotíferas, e intentar venderlas al loado. Los escritores siempre han sido vendedores de su alma, y de esas ventas están llenas algunas de las mejores páginas de la literatura. No es casual, dice Montero, que fuese Goethe el autor de Fausto, precisamente. (Marlowe, por cierto, también parece haber vendido su alma a las autoridades... y aún le fue peor).

Ahora, esto de vender la identidad pública a la empresa es sin duda ir un paso más. Al volverse ubicuas las comunicaciones en red, y vivir el sujeto moderno cibernetizado, rodeado de texto electrónico, en forma de voz, imagen y twitters, avanza sobre esta extensión de la personalidad también la sombra de la empresa. Ya comenté cómo la BBC sacó indicaciones que debían observar sus redactores en los blogs personales. Otras empresas, o la Administración, aún no están en eso, son más lentas de reflejos que los de los Mass Media, pero todo llegará.

La solución es renunciar a tu identidad oficial, porque esa ya pertenece a la empresa—oye, y al Estado, que eres un sujeto fiscal, localizado por GPS—y crearte una nueva identidad a la vez nómada, desposeída, fluida y despersonalizada, una que no se vende, y que utilices para decir en público lo que tu yo civilizado no puede decir ni se atreve, y ni siquiera quiere. Lo cierto es que una vez hecha una identidad online estable, no sólo se vuelve precaria, por identificable, sino que reproduce aunque sea en forma atenuada todos los compromisos sociales y ataduras de la identidad real. Así que también habrá que tomarse vacaciones de ella... Todos unos Dr Jekyll y Mr Hyde, o Mr Troll. Claro que hay una libertad que el troll no tiene, por definición, una vez se ha desmelenado a gusto—la de reclamar su identidad civilizada. Esa ya es de la empresa, por contrato—y va al currículum. Nos espera una buena esquizofrenia, cuando esto se generalice.


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