domingo, 24 de mayo de 2009

Consiliencia y nichos ecológicos


"Consiliencia" es un término que introdujo William Whewell en The Philosophy of the Inductive Sciences (1840) y que volvió a poner de actualidad Edward O. Wilson en los noventa. Se refiere a la congruencia entre diversas disciplinas, de modo que sus objetos de estudio formen un todo coherente, un continuo a lo largo de las diversas escalas y ámbitos del universo estudiado. Las ciencias "duras" (matemáticas, física, química, astronomía, geología, biología) se presentan como consilientes—mientras que las ciencias sociales y las humanidades parecen existir aún en otro ámbito, y el proyecto actual de la consiliencia sería tender esos puentes, desarrollando lo que a veces se llama "tercera cultura" que ligue las ciencias humanas y las inhumanas.

Para E. O. Wilson, "los genes y la cultura han coevolucionado, están ligados. ¿Cuál es, pues la naturaleza de la coevolución genes-cultura, y cómo ha afectado a la actual condición humana? Esa es, en mi opinión, la cuestión intelectual central de las ciencias sociales y de las humanidades. También es uno de los problemas más importantes que quedan por resolver en las ciencias naturales" ("Resuming the Enlightenment Quest", 1998).


La hipótesis de la consiliencia universal requeriría mostrar que la actividad mental tiene una naturaleza material, y que su funcionamiento es congruente con las leyes físicas del universo y con las explicaciones causales de las ciencias naturales. Y señala Wilson cuatro disciplinas especialemente relevantes a la hora de investigar esa hipótesis:

- La neurociencia cognitivista, que estudia la ubicación cerebral de los procesos mentales.
- La genética del comportamiento humano.
- La biología evolucionista (incluyendo a la sociobiología humana), que intenta reconstruir la evolución del cerebro y la mente. (Y que tendrá que incluir, claro, una lingüistica evolutiva, o vérselas con ella).
- La ecología o ciencia del entorno — el estudio de la interacción entre especies, y entre éstas y su medio ambiente.

La contribución de ésta última puede ser especialmente fructífera si se la extiende hasta entenderla como la construcción activa de nichos ecológicos por parte de muchas especies, que modifican su entorno. El caso humano de modificación radical del entorno, o de su creación a partir de la nada (en especial mediante el lenguaje y los marcos de interacción) sería un fenómeno único en su especie pero no, por así decirlo, en su género.

Una cuestión reflexiva se plantea cuando consideramos que estas disciplinas del estudio de la mente y de la sociedad son a su vez fenómenos mentales y sociales. Para Wilson, el cerebro no evolucionó como un órgano destinado a entenderse a sí mismo, sino más bien como un órgano que maximizase la supervivencia. Aunque no está descartado que si ha de seguir cumpliendo su función de hacernos sobrevivir, deba mejorar en su capacidad de entenderse a sí mismo, y a nosotros— y al nicho ecológico que hemos creado y seguimos creando, y también a su ubicación en un entorno ecológico más amplio.

Un ejemplo de actualidad: Por qué la gente cree que hay agentes invisibles que controlan el mundo. Michael Shermer explica cómo la creencia en agentes invisibles (dioses, espíritus, demonios, fantasmas, etc.) es resultado colateral de dos tendencias cognitivas que presentaban ventajas a la hora de detectar presas o depredadores. La primera es la detección de patrones y regularidades en medio del ruido informativo; la segunda es la atribución de intencionalidad o agentividadcomo explicación de esos patrones. Somos lectores de mentes, a veces hiperlectores, y por eso proyectamos mentalidad e intención donde no la hay, por ejemplo a la evolución del Universo. Según Shermer, somos supernaturalistas de nacimiento, o por tendencia arraigada.

Bien, la teoría de los nichos ecológicos, que promete ser muy útil para los fines de la consiliencia, la desarrollaron Marcus Feldman, John Odling-Smee y Kevin Laland, en Niche Construction: The Neglected Process in Evolution (2003). Enfatizan estos autores cómo las especies no sólo se adaptan al medio ambiente, sino que transforman el medio ambiente mediante su comportamiento, abriendo así nichos ecológicos que a su vez favorecen ciertos tipos de direccionalidad evolutiva, en un proceso de retroalimentación—el relojero de la evolución no es completamente ciego, como quería Dawkins, sino que los seres vivos se diseñan a sí mismos con sus acciones, su comportamiento, sus elecciones... algo que viene a resucitar, debidamente transformada, la teoría lamarckiana de la direccionalidad intencional de la evolución: las aves vuelan porque querían volar, y nosotros también. O al menos algunos de nosotros.

Esta teoría la ha adaptado de manera muy interesante al origen del lenguaje Derek Bickerton, en su libro Adam's Tongue: How Humans Made Language, How Language Made Humans (2009) título que es todo un programa de nichificación ecológica, y que no pide sino completarse con las frases how Language made Language, how Humans made Humans. El Homo sapiens, un self-made man—Todos lo somos, y seguimos construyendo activamente nuestros nichos ecológicos en el mundo humano, millares de ellos, en un segundo nivel de emergencia, hecho posible por el lenguaje.

El lenguaje, que es por tanto un problema científico de primer orden, y un problema evolutivo también de primer orden. Pocos teorizadores sobre el origen del lenguaje presentan una tesis evolucionista tan consistente y sugerente (Chomsky y sus partidarios de una máquina lingüística en el cerebro no lo hacen, desde luego). El libro de Bickerton es fascinante, y si abre aún más interrogantes de los que cierra, eso es un mérito.





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