domingo, 15 de julio de 2018

Retropost (15 de julio de 2008): 3 de junio de 1905



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Es uno de los cuentos sobre mundos imaginarios de Sueños de Einstein, de Alan Lightman (—traduzco):


Imagina un mundo en el que la gente vive sólo un día. O bien el ritmo cardíaco y respiratorio se acelera, de manera que toda una vida se comprime en el espacio de una vuelta de la Tierra sobre su eje—o la rotación de la Tierra se reduce a una marcha tan baja que una revolución completa ocupa toda una vida humana. Cualquiera de las dos interpretaciones es válida. En un caso o en otro, un hombre o mujer ve un amanecer, una puesta de sol.

En este mundo, nadie vive para ser testigo del cambio de las estaciones. Una persona nacida en diciembre en cualquier país europeo nunca ve el jacinto, la azucena, el aster, el ciclamen, el edelweiss, nunca ve las hojas del arce volverse rojas y oro, nunca oye los grillos ni el canto de los pájaros. Una persona nacida en diciembre vive su vida fría. Del mismo modo, una persona nacida en julio nunca siente un copo de nieve en su mejilla, nunca ve el cristal sobre un lago helado, nunca oye el crujido de las botas en la nieve reciente. Una persona nacida en julio vive su vida cálida. La variedad de las estaciones se aprende en los libros.

En este mundo, una vida se planifica por la luz. Una persona nacida a la puesta de sol pasa la primera mitad de su vida de noche, aprende oficios de interior como tejedor y relojero, lee mucho, se vuelve intelectual, come demasiado, se asusta de la inmensa oscuridad exterior, cultiva sombras. Una persona nacida al amanecer aprende ocupaciones de aire libre como granjero o albañil, se mantiene en forma, evita los libros y los projectos mentales, es soleada y segura de sí, no teme nada.

Tanto los bebés del anochecer como los del amanecer se desconciertan con el cambio de luz. Al llegar el alba, los que han nacido al anochecer se ven sobrecogidos por la visión súbita de árboles y océanos y montañas, se ciegan con la luz del día, vuleven a sus casas y cubren sus ventanas, pasan el resto de sus vidas en la penumbra. Al llegar el crepúsculo, los nacidos al alba se lamentan amargamente por la desaparición de los pájaros del cielo, de los matices y capas de azul en el mar, del movimiento hipnótico de las nubes. Se lamentan y se niegan a aprender los oficios oscuros de puertas adentro, se tumban en el suelo y miran arriba y se esfuerzan por ver lo que antes veían.

En este mundo en el que una vida humana dura un solo día, la gente atiende al paso del tiempo como los gatos aguzando el oído para oír ruidos del ático. Porque no hay tiempo que perder. El nacimiento, la escolarización, los enamoramientos, el matrimonio, la profesión, la vejez, deben caber todos en un solo tránsito del sol, una modulación de la luz. Cuando la gente se cruza por la calle, hacen un gesto con el sombrero y siguen adelante, aprisa. Cuando la gente se encuentra en las casas, educadamente se preguntan uno a otros por la salud y pasan ya cada cual a sus asuntos. Cuando la gente se reúne en los cafés, nerviosamente estudian los cambios en las sombras y no se sientan mucho rato. El tiempo es demasiado precioso. Una vida es un momento de una estación. Una vida es una nevada. Una vida es un día de otoño. Una vida es el borde rápido y delicado de la sombra de una puerta que se cierra. Una vida es un breve movimiento de brazos y piernas.

Cuando llega la vejez, ya sea en la luz o en la oscuridad, una persona descubre que no conoce a nadie. No ha habido tiempo. Los padres han fallecido a mediodía o a medianoche. Los hermanos y las hermanas se han ido a vivir a ciudades lejanas, para coger las oportunidades al vuelo. Los amigos han cambiado con el ángulo cambiante del sol. Las casas, las ciudades, los trabajos, los amantes, todos se han planeado para poder acomodar una vida enmarcada en un único día. Un anciano no conoce a nadie. Habla con la gente, pero no los conoce. Su vida se desperdiga por fragmentos de conversación, olvidados por fragmentos de personas. Su vida se divide en episodios apresurados, de los cuales pocos han sido testigos. Se sienta a su mesa al lado de la cama, escucha el ruido de la bañera, y se pregunta si existe algo fuera de su mente. ¿Existió realmente aquel abrazo de su madre? ¿Existió esa rivalidad bienhumorada con su amigo del colegio? ¿Existió realmente esa primera punzada de enamoramiento? ¿Existió la persona que amaba? ¿Dónde están ahora? Dónde están, ahora que está sentado, a la mesa de al lado de la cama, escuchando el ruido de la bañera al vaciarse, percibiendo vagamente la luz cambiar.

—No sólo es el cuento estremecedor, sino que creo que todos vivimos en ese mundo, o en uno muy parecido. A veces tardamos en enterarnos.





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