jueves, 28 de septiembre de 2017

Retropost #1801: Cráneo previlegiado

Cráneo previlegiado

Publicado en Literatura y crítica. com. José Ángel García Landa

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Volviendo a la Calle del Recuerdo, nos vamos a ver el estreno de Luces de Bohemia en el Teatro Principal. Con Alvarete, porque esta obra solía ser lectura obligada en el bachillerato, así que ahí va él resignado y por obligación, un alérgico al teatro, aunque luego le ha gustado. Y lo cierto es que estuvo amena, a pesar de un comienzo un tanto flojo con problemas de volumen (sobre todo por la gente que sistemáticamente llega tarde al teatro).

Lo que menos me gustó a mí de esta producción es el vestuario y caracterización de los personajes—una especie de intento de ambientarla a mitad de camino entre hoy y hace un siglo, supongo, pero como a medias y a la mecagüen diez; hubiera estado mucho mejor con trajes del 1898 remendados y con ínfulas. Con diferencia.

Tampoco me convenció la interpretación que se hace de muchos personajes en cuando a movimientos, gestos, acentos, peinados… pongamos Don Latino, que aunque es un cierto logro cómico el que vemos aquí, no me sugiere en absoluto al personaje de Valle-Inclán. En otros personajes se echaba en falta más caracterización y un trajeado más diferenciado, sobre todo por la abundancia de papeles secundarios intepretados por los mismos actores: ocho actores para unos cincuenta personajes. Admirable es que lo consigan, pues en efecto lo consiguen—pero claro, tiene sus límites la cosa. En lo de los gestos, echo en falta más teatralidad y pretenciosidad, de las que están internalizadas en el personaje, y no añadidas por el actor—y por tanto también más realismo.

Porque estaría bien mostrar que los espejos del Callejón del Gato son planos, desdichadamente, por mucho que Max Estrella los quiera creer cóncavos.

Me pareció acertadísima, sencilla y eficaz, la puesta en escena con las pantallas móviles, a veces muro de piedra, otras veces filas de nichos, armarios, puertas o tabiques; ayudan a hacer la transición de escenas de una manera rápida, fluida y clara.

Se me hizo muy curioso ver la obra con retroperspectiva. Me produjo el efecto como de un cruce entre el Ulises de Joyce y Esperando a Godot. Digo Ulises sobre todo por el contacto entre las aspiraciones de la intelectualidad frustrada, y la realidad de la calle y las miserias cotidianas (esplín e ideal)—pero habría que añadir, claro, la escena de velatorio que Joyce guardaba para una obra más tardía… era más joven que Valle-Inclán y aún no pensaba tanto en la muerte al escribir el Ulises. Allí hay, sin embargo, una peregrinación urbana y un descenso al fondo de la noche que emparentan al Bloomsday con esta pieza, y también la misma imagen central en el proyecto estético de ambas: la de los héroes clásicos reflejados en un espejo deformante, que no nos produce sino un efecto de realidad.

Este realismo se obtiene también en parte por métodos metaficcionales, pues bien sabe Valle-Inclán que no puede incluir una escena de sepultureros sin mencionar explícitamente a los de Hamlet; la vida contiene a la literatura, y por eso la literatura ha de mostrar a la vida interactuando con la literatura.

Yo leí Luces de Bohemia en bachillerato, allí por los años setenta, cuando Valle-Inclán era más joven, y ciertamente era, y es, impresionante. Entonces era una obra casi atmosférica, con el ambiente del último franquismo y de la Transición casi retratado en los ministros prohombres y los huelguistas de la obra; tiempos de revolution in the air. Y analogías siempre se le pueden buscar, por supuesto, al presente—es una obra con bastante fuerza como para volverse actual en cada representación que la reinvente. Pero a lo que voy—en los años setenta éramos todos más jóvenes (de verdad) y más revolucionarios (al menos de boquilla), y llamaban la atención unas cosas en la obra, mientras que hoy, cuando ya tenemos nuestra pensión gubernamental, destacan otras.

Así, por ejemplo, ayer me llamó especialmente la atención la hostilidad antiburguesa y antisemita de Max Estrella, y del autor por extensión, y sus llamadas a la masacre de la burguesía y a plantar "la guillotina eléctrica" en la Puerta del Sol. O también los planes del héroe proletario de la obra, el preso que va ser "paseado" por los policías como mártir simbólico de la España negra: resulta que este representante del pueblo auténtico es todo un pequeño Pol Pot en potencia—no se conformaría con pasar a cuchillo a todos los judíos y demás burgueses de Barcelona, o a poner una bomba bajo la realidad nacional (de estos tenemos más que suficientes), sino que pretende destruir la ciudad misma, a la camboyana. Visto con perspectiva el resultado de estas bellas utopías—tras el genocidio nazi, los diversos Gulags y los jemeres rojos—casi se reconcilia uno con el asesinato extrajudicial. Me dio la impresión que ni los actores ni el público sabían muy bien qué hacer con estos pronunciamientos stalinazis.

En la obra, la "propiedad privada" no se menciona sino con desprecio, como algo propio de mentalidades de tenderos mezquinos y degollables: y se echa de ver que esa neurona le patina de modo parecido a Max Estrella y a Valle-Inclán (antiguo carlista, y más tarde "socialista" colocado por el Ministerio). Se insulta a la Academia, pero se busca con desesperación un enchufe de los fondos reservados del Ministerio... porque está claro que la propiedad privada despreciable es sólo la de los demás—o el dinero público, que no es de nadie. El enchufe ministerial y el billete de lotería juegan un papel estructural similar—el billete está ahí tan sólo para hacer transferible y expoliable la pensión del Ministerio. Max Estrella, y Valle-Inclán, resultan ser terreno abonado para fumar no sólo la pipa de kif, sino sobre todo el opio de los intelectuales, y para bendecir alegres masacres colectivas en nombre de las Ideas, de la Revolución y del insaciable afán—eso sí, mientras tengamos a un amigo en el ministerio que nos pase la subvención. Síndrome del titiritero sputnik, entregado a los totalitarismos, y lameculos del poder con delirios de gloria laureada: todo un síntoma del siglo XX, y de otros anteriores también. Un arquetipo, vamos.

En los años setenta, para mí Max Estrella era Max Estrella, o en todo caso Villaespesa. Hoy es, mucho más, Valle-Inclán, autorretratado, con mucha menos distancia y ecuanimidad, con mucho menos control racional de la obra—que si tiene fuerza no es por la fuerza intelectual de un cráneo previlegiado, sino por pura expresión poética y vital, que combina en uno solo el hiperrealismo y el esperpento, al modo en que se combinaban en la persona y experiencia del autor. Imposible separar lo que es juicio sopesado de lo que es una jeremíada narcisista ("En España el talento auténtico se desprecia", etc. etc.) o un pronunciamiento político maximalista (off with his head), y mal se haría atendiendo a la mirada cruda sobre la hordinariez nacional sin atender también al instrumento óptico que la muestra. En esto es Valle-Inclán a la vez típico e inconfundible por la manera en que lo lleva a cabo: se nos muestra ese cristal óptico, Max, como algo distorsionado, caprichoso, veleidoso—menudo síntoma ambulante, Max Estrella, como para ir haciendo diagnósticos por ahí—y a la vez ese espejo deformado de la realidad hispana nos es exhibido en otro no menos deformado, el del propio autor Valle-Inclán, tan egocéntrico, ciego y lúcido a la vez como Max Estrella. Con el resultado desconcertante de que por momentos no sabemos si las dos deformaciones son la misma, si una exagera todavía más la otra, o si la anula como un espejo convexo a uno cóncavo; si la ironía vuelta sobre sí nos muestra sin más lo que hay, en el teatro público y privado, y lo poco en que queda al acabar la función.

(Luces de Bohemia, de Ramón María del Valle-Inclán. Teatro del Temple, dir. Carlos Martín, coord. Alfonso Plou, prod. María López Insausti. Actores: Ricardo Joven, José L. Esteban, Gabriel Latorre, Francisco Fraguas, Rosa Lasierra, Javier Aranda, Gema Cruz, Jorge Usón).









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