viernes, 29 de abril de 2016

La gramática de lo que somos


Estreno un nuevo cuaderno, siempre el mismo, pequeño, de tapas negras, con hojas de cuadritos. En la primera hoja anoto un cinco rodeado por un círculo. Una forma como cualquier otra de contabilizar el orden de esta narración que se confunde conmigo. ¿Cinco qué? Parece que sean cinco vidas. Mañana volvemos a casa. Volver, siempre volver. Hay un tango que dice algo así.

Estoy segura de que al cabo de unos meses, a la vuelta de los años, si todavía conservo la prueba de la conspiración, estas mismas palabras me sonarán ridículas, vergonzantes, y sin embargo, hoy tan necesarias. Así me lo parecen.

Me asusta incluso esta acumulación biográfica anodina, la sensación de que tenemos vidas únicas a sabiendas de que no es así, que aquello que nos sucede y vemos como acontecimientos extraordinarios forman parte de un patrimonio sin nombres ni rostros ni límites.


Soy importante, sin embargo. Lo soy en la medida en que sigo estando al frente de estas líneas absurdas e imprescindibles. También sé que esta necesidad y su trascendencia empiezan y acaban conmigo. Y cuando me haya convertido en apenas un recuerdo, en una imagen innombrable extraviada en un álbum de familia sin testigos que puedan certificar la identidad de la señora que aparece sosteniendo un bebé nen los brazos, mira, alguien dirá, éste es tu abuelo Alfonso, Fito, en brazos de su madre, sin nombre, convertida en madre nada más, entonces habré vuelto. Volver, siempre volver, definitivamente y para siempre.

De la (muy recomendable) novela de Antonio Ansón,
Como si fuera esta noche la última vez
(Los Libros del Lince, 2016), 182.



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