sábado, 1 de febrero de 2014

Ausencia

Algo se muere en el alma cuando un amigo se va, y aún más si el amigo es uno mismo. Una crisis traumática según el capítulo LVIII de David Copperfield de Dickens:

 





Larga y tenebrosa fue la noche que cerró en torno mío, una noche infestada de los espectros de muchas esperanzas, de muchos recuerdos queridos, de muchos errores, de muchos dolores y arrepentimientos inútiles.

Me ausenté de Inglaterra sin darme cuenta, ni aun entonces, de lo fuerte del golpe que había de soportar. Me aparté de todos mis seres queridos y marché al extranjero, en la creencia de que había resistido ya a los efectos del golpe y que éstos habían pasado. Lo mismo que puede ocurrirle a un hombre que en el campo de batalla ha recibido una herida grave y, sin embargo, apenas ha notado que está herido, yo, cuando quedé a solas con mi corazón indisciplinado, no tenía ni idea de la herida con que éste había de luchar.

Pero acabé por saberlo, no rápidamente, sino poco  a poco y migaja a migaja. El sentimiento de desolación con que marché al extranjero se fue profundizando y ensanchando hora por hora. Fue al principio una sensación angustiosa de dolor y de pérdida de algo, sin que yo distinguiese gran cosa en ella. De una manera imperceptible se fue convirtiendo en conciencia irremediable de todo lo que había perdido—amor, amistad, interés—, de todo cuanto había visto frustrado—mi fe primera, mi cariño primero, todo el altanero castillo de mi vida, de todo cuanto aún quedaba—, un panorama desolado y desierto que se extendía a mi alrededor, ininterrumpido, hasta el oscuro horizonte.

Si mi dolor era egoísta, yo lo ignoraba. Llevaba luto en el alma por mi esposa-niña, arrebatada en plena juventud a su mundo en flor. Llevaba luto por aquel que hubiese podido ganar el amor y la admiración de miles de personas, de igual manera que se había conquistado los míos desde mucho tiempo atrás. Llevaba luto por aquel corazón destrozado que halló su reposo en el mar turbulento y por los supervivientes de un hogar sencillo en el que yo había oído, siendo niño, soplar el viento de la noche.

No tenía esperanza de salir jamás de la tristeza acumulada en que había caído. Erré de un punto a otro, siempre con mi carga. Ahora es cuando yo sentía todo su peso y bajo él me doblegaba, diciéndome en mi corazón que jamás me vería aliviado del mismo.

Cuando mi abatimiento era mayor creí que moriría de aquello. Algunas veces pensaba en que me agradaría morir en mi patria, y hasta llegué a desandar una parte del camino para regresar cuanto antes. Otras veces me alejaba aún más, yendo de ciudad en ciudad, en busca de yo no sé qué y queriendo dejar yo no sé qué a mis espaldas.

No está en mi mano ir señalando, una a una, todas las etapas fatigosas por las que pasó mi alma. Hay ciertos sueños que sólo pueden describirse de una manera imperfecta y confusa; y cuando yo me forzaba a mí mismo a volver la vista hacia aquellos momentos de mi vida, me parece estar recordando uno de los sueños de esa clase. Me veo cruzando por entre las novedades que me ofrecían las ciudades extranjeras: palacios, catedrales, templos, pinturas, castillos, tumbas, calles fantásticas—los antiguos lugares perdurables de la Historia y de la fantasía—, lo mismo que pudiera pasar un hombre que ensueña; portador en todos ellos de mi carga dolorosa y apenas consciente de las cosas que van esfumándose delante de mí. La noche que cayó sobre mi indisciplinado corazón hacía oídos sordos a todo, menos a mi dolor caviloso. Permítaseme alzar la vista desde ella—como lo hice al fin, gracias al Cielo—y desde su ensueño largo, triste y lamentable, hacia la aurora. 





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