domingo, 19 de febrero de 2012

J. Edgar: Megalomanía y metaficción

J. Edgar, con Leonardo diCaprio de protagonista, es una buena película de Clint Eastwood sobre J. Edgar Hoover, el fundador y director del FBI durante muchas administraciones. La ambientación es sobresaliente (a pesar de las consabidas listas de anacronismos que pueden encontrarse en IMDb), y la interpretación también. Algún problema con el envejecimiento a base de máscaras de goma, aunque no tanto en el caso de diCaprio, que está realmente acertado, así como su secretaria Naomi Watts. 

Hace tiempo que no se veía una perspectiva tan favorable sobre el aborrecido Edgar Hoover, creador del espionaje masivo a sospechosos y a aliados y a sus amantes y a cualquier persona que pudiese ser candidata a tener influencia. Muere Edgar Hoover al llegar Nixon a la administración, y como se sabe Nixon continuaría con sus prácticas hasta que se le expuso y perdió el cargo en el caso Watergate; a pesar de que sus métodos coincidían, los dos se llevaban a matar, con la desconfianza y paranoia debidas. 

Muy a punto viene, por cierto, esta cuestión de exponer a los escuchadores, ahora que estamos a vueltas con el (ex-)juez Garzón protegiéndonos del crimen a base de escuchas ilegales; quizá este paralelismo indebido con J. Edgar Hoover les dé a su club de fans algo de food for thought, aunque no creo, porque normalmente también son fans del régimen castrista, y allí las tácticas de Hoover, o de los comunistas rusos, que hacían lo mismo, están en plena vigencia. 

Como se ve, Hoover es un personaje paradójico, que por oponerse al peligro soviético amenazaba con instaurar una dictadura policial y burocrática en todo semejante al KGB, imagen especular suya. La película he dicho que da una imagen favorable, quiero decir relativamente—favorable en tanto que es equilibrada y no busca demonizar al personaje, sino retratarlo en su momento histórico y en su psicología interna. En cuanto al momento histórico, varias veces se repite que en momentos de revolución y de plaga terrorista se toman decisiones que otras épocas no entienden. Algo parecido pasó aquí con los GAL, a principios de los 80; y hay que decir que J. Edgar no llegó a los extremos de Mister X en este sentido, aunque sin duda lo hubiera hecho de tener las manos libres. Hoover es oficialmente caracterizado hoy como un indeseable, pero parece claro que los personajes a los que investigaba lo eran todavía más. (Ver por ejemplo esta Emma Goldman, que en la película aparece casi dignificada antes de su deportación. No la querría yo en mi familia, pero pasa por una heroína del feminismo de izquierdas). 

La película se mueve libremente entre distintas épocas, los años 70, los 60, los 50, los 40, los 30.... contrastando a veces de modo inmediato las decisiones iniciales de J. Edgar y el carácter que va adquiriendo el FBI con los años. Un episodio muy central recurrente es el secuestro del hijo de Lindbergh y el arresto del secuestrador, con el desarrollo de métodos de policía científica, análisis de huellas, etc. Era Hoover sin duda una persona de enorme capacidad para la organización, volcando allí una energía casi demente, haciendo para el Estado un trabajo que había que hacer, y que sólo personas obsesivas como él podían hacer. 

Es una demencia y una obsesión que en la película aparecen derivadas de sus frustraciones personales, de una homosexualidad mal asumida y de una inseguridad personal sobrecompensada con una voluntad descomunal y casi inhumana. Obsesionado por vigilarse a sí mismo, temeroso de que descubran su interioridad, avergonzado de su propia orientación sexual, Hoover reacciona con agresividad y sobrecompensación, montando un sistema de vigilancia que asegure que sea él quien sepa los secretos de los demás, y no al revés. El personaje es desagradable y patético, a martinet en el trabajo, y un peligro público a la vez que un modelo de eficacia; es una herramienta del Estado que amenaza con degenerar en cáncer incontrolado. Pero es un retrato humano muy conseguido el de la película, y su historia de amor homosexual reprimido con su colaborador más estrecho, Clyde Tolson, está contada como lo han hecho pocos directores, al menos heterosexuales (se me ocurre quizá Brokeback Mountain)—una historia a la vez patética, despreciable y conmovedora.  Obviamente no hay quien lo aguantase a J. Edgar, excepto con alianzas emocionales inconfesables, como las que lo unen a su secretaria la señorita Gandy, y a Tolson. 

 


Como un cura reprimido y acogotado por su madre, que con su furia sexual sublimada llega a cardenal rabioso, Hoover traza un trayecto que pocas veces se ve en una película de gran presupuesto, por lo antipático del personaje, claro. Parece que hay un subgénero de películas con personaje falsario y patético en primera plana; se me ocurre en la línea de biopic homosexual la de Capote, en años recientes, aunque como digo no es intención de la película el satirizar a Hoover o criticar sus acciones, sino más bien el dar un retrato global del personaje. 

La megalomanía, por cierto, que le llevaba a promocionar comics de G-Men en los que aparecía él como héroe, a exagerar su protagonismo directo, a montar escenas apañadas para la prensa... esa megalomanía, digo, adquiere aquí una interesante dimensión metaficcional, puesto que al final de la película queda claro que varias de las escenas que hemos visto están infiltradas por la megalomanía de Hoover, y que son no tanto al verdad literal de lo que pasó, cuanto la versión que Hoover filtró o el sesgo que quería darle. Es una manera inteligente de solventar una ficción histórica, en la que los protagonistas normalmente han de desempeñar por razones de construcción estética un papel argumental mucho más central del que en realidad les correspondió en la historia. 

La historia la hacen entre muchos, y el estado policial del FBI no fue obra sólo de Hoover, sino que él actuó como agente y catalizador. Es justo darle un protagonismo personal acentuado, y sin embargo mostrarlo a la vez como producto de una época en la que las cosas se hacían, o se hacen, así. Porque en todas partes cuecen habas, y aquí y ahora, a calderadas. Como muestra un botón: uno de los más siniestros y totalitarios planes que el Lado Oscuro le inspira a J. Edgar, y que en esta ocasión no llega a buen puerto, era la implantación en Estados Unidos de un DNI con información centralizada y huellas digitales similar al que hay en España desde hace muchos años.

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J. Edgar. Dir. Clint Eastwood. Guión de Dustin Lance Black. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Josh Hamilton, Naomi Watts, Armie Hammer, Ken Howard, Jeffrey Donovan, Josh Lucas, Damon Herriman, Christopher Shyer. Cinemat. Tom Stern. Ed. Joel Cox y Gary Roach. Diseño de producción: James J. Murakami. Producción: Clint Eastwood, Brian Grazer, Ron Howard, Robert Lorenz. USA: Imagine / Malpaso / Wintergreen / Warner, 2011.

 
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2 comentarios:

  1. En lo referente a la caracterización de los personajes también a mí me chocó que a un director como Eastwood se le pudiera "escapar" ese detalle, pero quizá se deba también al juego metaficcional del director, haciendo más patente que se trata de personajes y no de personas reales, de una ficción, en suma.

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    1. Sea como sea, le han dado boinazos hasta en el paladar, y supongo yo que luego Eastwood al de las caretas le habrá echado una mirada de las suyas.

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